PLACER
› SOBRE GUSTOS.....
París, en invierno
› Por Diego Fischerman
Debo el placer de París a otra persona. Yo ya había estado en esa ciudad pero, en esa ocasión, me había sido esquiva. Se me había presentado imperial, ostentosa, inevitablemente ajena.
Ella la conoce, vivió allí y descubrió para mí las calles pequeñas e intrincadas del Marais, la montaña de Santa Genoveva que los estudiantes recorrían en el siglo XII, la sopa y el pato de Les Pipos, las galerías olvidadas, los pasajes ocultos y los muelles en sombras, el humo –en París todavía se fuma– y los quesos de La Tartine, ciertas esquinas, los techos desde el departamento de la Rue Fauburg St Antoine y algunas horas en que la luz se quiebra sobre el Sena en destellos infinitos; la manera en que París imita, para siempre, a aquellos pintores que, imperfectos, intentaron imitarla.
Entre los muchos lugares de esa ciudad creada por reyes –y en la que el pueblo derrotó a los reyes por vez primera– le debo a ella la bruma de esa noche en el extremo de la Isla San Luis, la forma en que las dos corrientes del río, abrazando las orillas, se encontraban delante nuestro para correr sobre las piedras, y, sobre todo, la mesa de un bar. Un rayo de sol entra por una ventana, sesgado, y tiembla en el rojo acerezado del vaso de vino. Desde allí se ve la loma del Pont Marie; detrás, el perfil de la ribera izquierda del río, la Isla de la Ciudad y el único árbol que conserva sus hojas verdes en invierno, a espaldas de Notre Dame. Y delante, abarcándolo todo, su sonrisa.