Lun 14.07.2003

PLACER  › VIDA COTIDIANA

Teoría del regalo

Algo útil, algo caro, algo bonito, algo difícil de encontrar, algo gracioso... A la hora de elegir un regalo muchas variables entran en juego, las mismas que a la hora de recibirlo. Códigos sociales y afectivos se entrecruzan cada vez que alguien compra un regalo.

› Por Soledad Vallejos

Como pasa con casi todas las palabras que se vienen heredando desde hace rato, la de “regalar” es una de esas definiciones que no resisten pasar tanto de diccionario en diccionario sin algún raspón, algún uso prendido de las solapas en el descuido, alguna nueva equivalencia, o por qué no, otro eufemismo elegante. Si en 1803 la Real Academia desasnaba afirmando que era “agasajar o contribuir a otro con alguna cosa, voluntariamente o por obligación” (había otra versión, más de entrecasa y menos obligada: “halagar, acariciar o hacer acciones de afecto y benevolencia”), ahora dice que, en realidad, es dar una “dádiva”, voluntariamente o por costumbre, lo cual nos hablará mucho sobre lo que los académicos reales piensan que es eso que sus familias les entregan todos los cumpleaños (¿lo harán por caridad?, ¿por lástima?, ¿porque los quieren?, ¿porque ya lo hicieron durante tanto tiempo que cómo van a romper la tradición justo ahora?), pero sigue dejándonos a oscuras en el tema de fondo, que a fin de cuentas es lo que importa: dónde está la teoría del regalo. Porque convengamos en que lo difícil no es tanto recibirlo (qué hay de complejo, vamos, en abrir un paquete y poner cara de grata sorpresa) como hacerlo, y es que ahí reside, en realidad, el problema. Regalar, digamos, regala cualquiera, pero el asunto también es cómo lo hace: no son lo mismo los regalos con vocación de autoindulgencia para quien regala, que los regalos-sacrificio, los regalos-útiles que los regalos-chiste. ¿Qué regalar, cómo decidir, qué tiene que importar a la hora de decidir, se regala lo que se quisiera recibir, o lo que alguna vez la persona a recibirlo dijo que quería? ¿Tiene que ser una sorpresa? ¿Por qué las tías solteronas siempre regalan cosas útiles? En las bodas, ¿sólo se regalan electrodomésticos? A fin de cuentas, el regalo ¿a quién define?
Una primera teoría improbable diría que, por norma general, regalar algo que sirva, en realidad, no sirve. La expectativa por descubrir, de golpe y porrazo, que alguna persona ha dedicado cierto tiempo (aunque sea un ratito) a pensar qué sería lo adecuado para la ocasión, esos segundos de entregarse a romper un papel de colores, de arrancar el moño y ver qué hay escondido debajo, todo eso, ¿por qué debería terminar en encontrar, finalmente, ese precioso portasahumerios artesanal tan oportuno para reemplazar el de la mesita? La lógica de lo útil se entrecruza con la de la necesidad, pero alguna lectura maliciosa también podría decir que tiene mucho de imposición, o de intención venenosa, en eso que, se supone, el agasajado o la agasajada pueden necesitar o encontrar especialmente conveniente. Claro que la utilidad, a veces, también es útil en sí misma: si los troyanos hubieran pensado dos veces antes de abrir las puertas de la ciudad al bellísimo caballo de madera, se hubieran ahorrado unos cuantos avatares, porque a fin de cuentas, ¿para qué podía una ciudad necesitar eso? Además, si los regalos tuvieran que ser ante todo útiles, definitivamente sería un poco complicado explicar por qué todos los noviembres la tradición maya empuja a los mexicanos a andar haciendo regalos a sus muertos?
Hay quienes dicen (sería ésta una segunda teoría improbable) que el regalo al otro es una manera egoísta que el que regala encuentra para hacerse, de una manera muy retorcida, un homenaje a sí mismo. Lo que seentrega es lo que se gustaría recibir, casi una suerte de petición silenciosa, un poco complicada y largo plazo que hasta podría confundirse con planear las inversiones bancarias. Una hipótesis como ésa hubiera podido hacer un poco más gratas las vidas de los que compartían momentos de sus días con Dalí. Tan inteligente había sido el nene, tan precoz y original, que de chiquito su madre no paraba de taparlo con regalos de todo tipo. Lógicamente, con el tiempo, Dalí les había asignado de una manera no demasiado extraoficial la categoría de ofrendas. Como correspondía a su mundo, sólo él era merecedor de algo semejante. Ergo: ¿cómo iba él a regalar nada a nadie? Probablemente esta autocomplacencia escondida (y la expectativa no tan oculta de retribución) en el acto de dar algo al otro haya sido lo que Sarmiento adivinaba detrás de cada envoltorio que le llegaba en su época de presidente. Con esa terquedad provinciana que tanto gustaba pasear, regalo que le llegaba, regalo que incorporaba a la lista de bienes del Estado, el mismo lugar al que fue a parar, por ejemplo, un vaporcito de recreo que tuvieron la delicadeza de obsequiarle los constructores de una escuadra contratados por la Armada.
A veces, las dádivas son la forma más o menos material que puede adoptar la gratitud. Gregorio Alvarez, uno de los médicos pioneros en asentar por escrito los usos y costumbres de la Patagonia, aseguraba que si un enfermo sanaba, quien hubiera atendido sus males podía ir pensando dónde poner la considerable multitud de regalos que iba a recibir (la alternativa no era demasiado buena: si el paciente no mejoraba, lo más que podía esperar el médico eran unos garrotazos). Cuenta una de las infinitas leyendas que alimentan la figura de Drácula que cierto día de 1458 un noble polaco, al servicio del rey de Hungría, visitó el palacio de Vlad Tepes. Había sido invitado a una cena íntima con su anfitrión y es de suponerse que si no reaccionó cuando el conde mandó instalar una lanza apuntándole en medio de la cena, debe haber sido porque ya nada podía asombrarle. Como sea, un rato después, Drácula (tan pagado de sí mismo y de su fama) intentó entender por qué su convidado no reaccionaba, ¿qué pensaría de aquello? “Alguien debe haber ofendido a mi rey –respondió el polaco–, y usted intenta honrarlo”. Créase o no, el noble extranjero había acertado, y con tan buen tino que Drácula, como para completar el homenaje, le entregó arcones llenos de joyas y telas preciosas. Y agregó: “Si hubiera dicho usted otra cosa, lo hubiera mandado a empalar”. ¿Será eso gratitud?
Ultima teoría (un poco menos) improbable: tal vez la satisfacción no sea tanto por entregar algo que tendrá buen uso, que quedará perfecto o era esperado, quizás ni siquiera por la retribución a futuro. Tal vez, exista una forma no egoísta de la vanidad. Y quizás quiera esa subespecie que el asombro dibujando el rostro del otro, ese segundito de vivir en la infancia que cualquier regalo que se precie debe rescatar, no sea para el que regala, otra cosa que satisfacción por presenciar ese momento.

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