Lun 11.08.2003

PLACER  › SOBRE GUSTOS...

Buscando a Nemo con Juli Luna

› Por Eduardo Fabregat

Las vacaciones de invierno siempre dejan una lección. La enseñanza no necesariamente pasa por lo difícil que es llenar tantas y tantas horas-niño-desescolarizado, sino por la vivencia: en algún punto, en algún momento de la vida, uno deja de pasear a sus hijos y son los hijos los que lo pasean a uno. Cuando esto queda comprendido sólo queda el disfrute, y aunque se esté hablando de niños –o precisamente por eso– no se trata de cosas menores. En ese cambio de roles, en esa aceptación de las pequeñas sabidurías con las que a veces los niños dejan sin respuesta a nosotros los sabelotodos, hay buenas claves sobre la paternidad.
De paternidades se trata Buscando a Nemo, la película que Juli Luna me llevó a ver cuando las vacaciones ya estaban terminando. Ella ya la había visto dos veces y su entusiasmo iba más allá de lo bien que la había pasado: su entusiasmo era llegar al cine llevándome de la mano, anticiparse a la ceremonia conjunta de disfrutar otra peli de Pixar (una empresa que, a pesar de llevar el “Disney” pegado, está a afortunados años luz de los giros macabros de Walt y sus amigos), quizás hasta intuir cuánto podía identificarnos una peli en la que, entre tantos dibujitos de princesas y mamás heroicas, tanto superhéroe y tanta familia constituida, todo gira alrededor de lo que le pasa a un papá con su hijo, y viceversa. Buscando a Nemo tiene un solo momento de crueldad (porque todas las películas infantiles parecen necesitar ese momento), y está al comienzo, y tiene una total justificación dramática. Porque a partir de la soledad en que quedan el pez payaso Marlin y su hijo Nemo se explican los terrores y ansiedades del padre: las mismas de cualquier otro, las mías, pero amplificadas por la tragedia inicial. Cuando el destino de Nemo lo lleva a una pecera y Marlin inicia su desesperada búsqueda en ese ancho océano que ni parece de computadora, Juli y yo nadamos juntos, nos tomamos la mano frente a la ferocidad del tiburón Bruce, nos reímos –mucho– juntos, y nos emocionamos con ese reencuentro de puro amor, el mismo que nos puede suceder a nosotros después de una pelea, de una incomprensión, de un temor de padre ante la rapidez con la que ciertos pececitos despliegan sus aletas y se aventuran a todo. Será que el cine de actores últimamente tiene más olor a cartón pintado, pero lo cierto es que a mí termina dándome por llorar viendo las de dibujitos. Por suerte está Juli, que me lleva al cine, me toma la mano y transforma esas lágrimas en un momento de alegría.

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