Lun 12.01.2004

PLACER  › DEBATES

Personal/impersonal

¿Cómo negar los placeres que nos proporciona la sociedad de consumo? ¿Cómo no asumir lo feliz que puede ser cualquier persona los instantes previos a estrenar una prenda, a hincarle el diente a una fruta exótica o a darse cuenta de que la cantidad de bolsas no es proporcional a la cantidad de cosas adquiridas? Pero si comprar es un placer, es lógico que cada uno tenga su propio estilo. Ya se sabe, sobre gustos...

Personalidad súper

Por Claudio Zeiger
No sé si estrictamente es un placer, pero en gran parte es un alivio, así que si el alivio es un placer, cerramos trato. Y si vamos a hablar en esta emisión de modos de comprar, nos interesa destacar esa que se da de forma impersonal en grandes tiendas y almacenes que con la inevitable modernidad fueron invadiendo todos los barrios de la ciudad hasta formar parte del paisaje urbano.
El supermercado ofrece una cantidad de ventajas prácticas que ya todos conocemos. Pero hay una serie de ventajas psicológicas que han sido poco exploradas. Quiero decir: hay personalidad-supermercado y hay personalidad-pequeño negocio. Es un verdadero alarde del capitalismo avanzado que haya formas y sitios de consumo acordes a diversos temperamentos. Existe también la mentalidad-shopping, aunque aquí no vayamos a tratarla. Y ni hablar de la mentalidad-tenedor libre que tanto disfrutan algunos, mientras que hay otros que en dichos lugares se sienten tremendamente incómodos (evidente caso de mentalidad-bodegón, como la mía: lo que puedo disfrutar comprando a solas en el súper, no puedo traducirlo a comer afuera. Viva el pequeño restaurante: el tenedor libre siempre me pareció un poco guarango).
La mentalidad-súper viene a ser la de una persona nómade, solitaria, que gusta arrastrar desde atrás un carro como quien toma el toro por las astas y de paso toma sus propias decisiones a partir de la relación directa y sin intermediarios con el objeto que necesita o cree necesitar. Y es capaz de decidir sobre la marcha aun a riesgo de equivocarse. No importa. Nadie lo está mirando ni apurando, los ojos brillosos clavados viendo cómo compra ese artículo tan inútil, esa longaniza tan cara, ese whisky nacional tan discutible. El único cuello de botella, el de las cajas, es un trámite simple para la mentalidad-súper: el cajero/a es alguien tan huidizo y ensimismado (como uno) que no va a molestarnos en esa recta final. Diálogos minimalistas: Hola, hola, tenés discoplus, ¿querés donar cinco centavos a la Fundación Felices los vivos? ¿Le doblo la baguette? Ponele otra bolsa por la botella, chau chau.
La mentalidad-súper encuentra un remanso de paz más que considerable cuando debe comprar ropa, uno de los grandes problemas irresueltos de la humanidad. Los almacenes de ropa al estilo C & A vinieron a traer el concepto de libertad responsable a la compra de ropa. Te hacés cargo por entero de tu calzoncillo, sostén, vestido o pantalón, a cambio, claro está, de evitar la mirada penetrante del que quiere venderte esa camisa que te queda enorme, esa remera de color zapallito verde, por no hablar del zapatero que te escruta mientras te bamboleás por la alfombra con los ojos hacia abajo fijos en esos zapatos indudablemente desaconsejables. Por otra parte, sin que nadie lo moleste, uno puede dar rienda suelta a sus pasiones bulímicas –comprar diez pares de medias blancas–, a sus obsesiones fetichistas –sólo remeras negras– o no comprar nada después de dar vueltas por dos horas.
Yo creo que hay que decirlo sinceramente con todas las letras, francamente: lo que pretende la personalidad-súper cuando va de compras es que no le rompan las pelotas. Personalidad madura, equilibrada, autosuficiente, consciente incluso de que puede cometer un desborde o despropósito. Pero no necesita nadie al lado que le alcance el revólver para llevarlo a la sien. O que le diga, con un gesto inescrutable de la caradura: ¡Pero qué bien te queda!



Pertenecer

Por Marta Dillon
Levantarme a la mañana, ponerme cualquier cosa encima, algo que calce en los pies sin esfuerzo, sin cordones, sin velcro, arrastrarme hasta la esquina como si las piernas estuvieran todavía enmarañadas en la trama del sueño, como si hubiera un túnel, una huella entre mi cama y el almacén de la esquina, decir buen día, pedir dos hogazas de pan y retirarme, tranquilamente, sin haber buscado monedas en el bolsillo, sin saber cuánto pesa ni cuánto sale, total el monto será anotado en mi cuenta como todas esas cosas que necesito y que voy a buscar cuando quiero, conservando la ilusión de que esto no es una transacción sino una manera de facilitarnos la vida, mi almacenera y yo. A ella porque me tiene de cliente cautiva, a mí, por los beneficios obvios del crédito que se da así, entre vecinos, sin más garantía que la seguridad de que el trato es justo para ambas y que además, de ese modo, se va forjando no una amistad, pero sí una relación hecha de preguntas por sus nenas y por la mía, de secretos compartidos sobre las felonías de los cuentapropistas del barrio y toda clase de sandeces dichas al pasar; o silenciadas, si el malhumor y el respeto mutuo así lo exigen. Para mí, tener cuenta corriente en el almacén de la esquina es, ni más ni menos, pertenecer. Un placer tan sencillo y discreto como saber que los martes, todos los martes, en una plaza de La Boca, mi barrio, la feria itinerante sienta sus reales y puedo conseguir tanto jengibre como cilantro, lechuga de quinta cosechada por los mismos quinteros bolivianos, que por costumbre ya saben que a mí, esa señora sin nombre y con aspecto algo raro –¿será por lo mal dormida?– gusta de toquetear los mangos, elegir por sí misma los tomates y tener reservada la mata de berros que en ningún lado se consiguen más frescos. Es una cuestión de estilos. No es que no padezca de voracidad en el súper y que no disfrute cargando cosas anodinas en el carrito escondidas bajo lo fundamental cual caballo de Troya, es esa ilusión de andar entre olores diversos a cielo abierto, con esas ropas que una usa de entrecasa o en el barrio, sin miedo a mancharse con la grasa de la bicicleta, probando empanaditas caseras que se vocean como en aquellas obras de teatro representadas en el salón de actos de cualquier escuela a fines de mayo.
No es exactamente por el trato “personalizado” del que tanto se jactan en las grandes tiendas que a mí me gusta comprar en el barrio, sea en la feria, el almacén o las casas de modistas que convierten la ropa de la abuela en cositas lindas para lucir en cualquier lado. Es esa sensación de ser parte de algo, de no tener que tomar taxi, colectivo, auto o remís para conseguir lo que quiero. Es poder tomarme un mate con quien hace la ropa en su casa y tomar por asalto su taller para probarme todo lo que quiero sin que el espejo me devuelva el brillo de transpiración por la acrobacia realizada en tan pequeño espacio, el espantoso contraste con los huesos de la empleada, elegida para eso, para humillar con su alarde de esbeltez y juventud, para mentirte como en la propaganda con eso de la moda matambre. ¿Para qué me va a mentir alguien que se hace la ropa tomando la medida de los cuerpos reales? ¿Para que se la devuelva una y otra vez hasta que calce? ¿Y cómo mi puestera favorita me va a dar tomates que al día siguiente habrán perdido su lozanía de freezer si lo que ella quiere es que vuelva? A ninguna cajera de supermercado le importa un comino del señor tan amable que hizo la destapación en mi baño y cuesta más barato que el de la vuelta. Eso lo comparto con Claudia, la almacenera de la esquina, la que me trajo dos sidras, un pan dulce y dos turrones la víspera de Navidad y me presta los envases en lugar de descontarlos y no me ofrece promoción alguna sino, la mejor relación precio-calidad. Porque ella también me necesita, al fin y al cabo soy su clienta, de carne y hueso.

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