Lun 12.07.2004

PLACER  › LUGARES

Terciopelo Rojo

Desde hace ocho años el restaurante Te Mataré Ramírez propone como un juego una carta de platos afrodisíacos con nombres tan tentadores como los ingredientes. Ahora, entre bocado y bocado, se presenta un show de literatura erótica que pone a la imaginación en primer plano.

› Por Marta Dillon

El local está perdido en medio de una cuadra sin más signos particulares que el límite de una avenida sin encantos en una de las esquinas; y en la otra, pues nada que destacar. Ni carteles ni luces señalan la puerta que sólo de muy cerca, cuando la noche es cerrada, permite ver un interior rojo, afelpado, de un hall diminuto. La puerta está cerrada, es necesario encontrar el timbre dispuesto como parte del juego que está a punto de comenzar, en un lugar evidente y a la vez como camuflado por el material del contorno, la falta de luz, la sorpresa de tener que pedir permiso para entrar a un lugar que no sólo se supone público sino deseoso de recibir visitas. Esa zozobra del primer momento –porque aquí el derecho de admisión está mediado por el famoso timbre ¿y si nos preguntan quiénes somos? ¿quiénes somos?– también da una seguridad: quien llega hasta esta puerta sabe perfectamente a qué vino. Entonces como magia desaparece el sonrojo que tiñe el primer instante, cuando detrás de las cortinas de terciopelo aparece el local repleto de comensales iluminados por velas, demasiado juntos en la primera impresión, pero todos cómplices al fin y al cabo en el juego de la búsqueda del tesoro escondido cada quien sabe dónde.
Luces bajas, todo muy rojo, copas diferentes en la misma mesa como si fueran restos de la herencia desmembrada de una bisabuela de alcurnia, arañas recamadas de cristales. Es necesario otear quiénes componen este grupo que por esta noche –cualquier noche de miércoles a sábado– han decidido aventurarse en un sitio que ofrece comida que se propone afrodisíaca a sabiendas de que el resultado no es matemático. Y no hay nada de particular en el grupo de comensales: edades diversas, diversas nacionalidades incluso, reunidos de a pares, los más, alguna mesa de cuatro; se podrían contar tantas mujeres como hombres. Aquí los unos buscan los tesoros en las otras, y viceversa, aunque, como se dijo, la curiosidad va de mesa en mesa, disimuladamente, deseando que llegue alguno de esos comentarios que despierta una carta que tiene más de esti-mulante en el bautismo de los platos que en los ingredientes mismos: El entró en ella y ella entró en su secreto, dice por ejemplo una de las entradas que promete “espesa, lasciva y humeante crema de calabazas y curry acompañadade shot de cognac”. Y la verdad es que cuesta reconocer la lascivia en una inocente calabaza, por muy humeante que se presente. Pero de todos modos despiertan una sonrisa que, ayudada por la dificultad para leer a la luz de la única vela la mesa obliga a los comensales a casi tenderse sobre ella, las cabezas muy juntas, recitándose otros nombres de platos étnicos preparados por el chef Nicolás Pería: Se derrama mientras mas va soltando (“salvajes lonjas de solomillo de ciervo”), Ritmo que engarza mis palabras y tus oleajes (“tibio pulpo”), La vertiente inagotable de tu deseo (“tierno lomo en reducción de merlot”), ¿Tú? ¿Yo? ¿Quién está dentro de quién? (“voluptuosa pechuga rellena”). Y así continúa la carta, como un poema que se lee a coro, que demora la elección hasta no haber paseado la mirada por cada uno de los grabados que la ilustran y que facilitan el juego de sobreentendidos en el que los poderes del jengibre, las ostras, el apio o las nueces parecen lo de menos.
El escenario no se ve hasta que uno de los mozos –buenos músculos, apretados en remeras negras– enciende las tres velas de cada candelabro, y entonces una cosquilla por lo que vendrá se dejará sentir como una corriente eléctrica. Es cierto que los pequeños cuadritos de Horacio Rodríguez son lo suficientemente explícitos como para haber despejado a ese momento cualquier rubor sólo por efecto de la repetición –no hay efecto que sobreviva a la constancia de lo mismo, aun cuando sean enjambres de órganos en acrobacias imposibles–, sin embargo, ¿qué puede haber en el escenario de pudoroso después de esa exhibición que hicieron las obras sobre las paredes y la carta en la boca de los comensales? Nada, es evidente, ¿pero qué tan lejos se llegará en el escenario? Porque una cosa es buscar estímulos y otra despertar resquemores en la mayoría de parejas que se prestan al juego de comer langostinos (Recostada de espaldas se tomaba los tobillos) con la mano dejando que los jugos corran por los dedos y obliguen a esa pose tan común de la boca que chupa. Pero para eso está la advertencia de quien ocupará el centro del escenario: Adrián Batista, un hombre entre dos mujeres, Fernanda Caride y Melina González. “No nos vamos a quitar la ropa, no vamos a tocar a nadie”, dice para ahuyentar fantasmas y convoca a otros espíritus. Espíritus que animaron las letras y los cuerpos, desde el medieval Pietro Aretino hasta Bukowski, de Apollinaire a Almudena Grandes y la lista sigue aunque los autores no sean identificados más que en este modesto prólogo que también anuncia que algunos de los presentes serán llamados a contestar sencillas preguntas que se utilizarán como incentivo en este enredo de lenguas –las del actor y las actrices– y no de cuerpos, ya que apenas se yerguen por encima de la mesa también cubierta de rojo que les sirve de soporte.
Entonces a ese señor de barbita que dice llamarse Jorge le regala una de las chicas la fantasía de un polvo celestial que describe con lujo de detalles sensuales y escatológicos, mechados de Georgies –puesto que son amantes en el juego, los sobrenombres están permitidos– y George mi amor, exigido hasta el hartazgo mientras Jorge abandona su Sudor de niña virgen como si fuera una pasta cualunque en su plato frío. Puede que la pareja de Jorge dé pataditas por debajo del mantel, o puede que se anime a otra caricia alentada por los signos de sudor en la frente perlada de su compañero. Lo cierto es que el efecto es mejor que aquel mítico orgasmo fingido en un bar de Cuando Harry conoció a Sally, tal vez porque los actores que están en silencio mientras la lengua de la ahora protagonista se encabrita la miran como si se estuviera produciendo un milagro de la física que expande lo caliente y contrae lo frío, y así, habilitan la carcajada, liberadora, amable con los pudorosos, complaciente con quienes no saben que esas proezas son literatura o tal vez un exceso de alguna tarde de verano en la que no importa qué es ficción y qué fricción.
Instrucciones para accionar timbres ocultos entre las piernas, algunas verdades sobre los sexos dichas como proclamas, los ayes, los muchos, los más y más, adentro y afuera, quiero pero no quiero, un poco para mí y no seas mezquino no me des tan poco, contenidos que se vacían, contenedores que se llenan, sonrisas que se hacen gritos, gritos convertidos en resuellos; sin más que palabras hilvanadas que van tejiendo una red en la que caen como moscas las carcajadas, los actores entran y salen de la atención de las muchas parejas y los pocos grupos de cuatro, domando la primera sorpresa por lo que se puede escuchar sin espanto –y que no se podría ver sin terminar en aquelarre– y con placer por las imágenes que también se tejen en la mente como mantas que con un poco de suerte y algún trago oportuno lograrán cubrir las ansiedades de quienes creen que esa noche podrían descubrir –al menos sacar lustre– a algún tesoro. Todo es terso, entonces, todo es comprimido, mojado, dilatado, las palabras dicen gusanito pero dicen otra cosa, dicen raja, corrida, venida, dicen boca, chupada, lengua, roto, reto, calor, dicen ay, dicen no me duele, dicen me estás matando, mienten me estás matando, insisten que nunca en la vida así, nunca antes así y de nuevo las risas, los calores, los aplausos; y los postres que también celebran los sentidos, o al menos celebran uno, ese que puede convertir lo corriente en extraordinario.
Es un juego, nada más, una convención. Jugamos a que la comida hace cosquillas, que se digiere entre las piernas, que lo que se imagina es más bello que cualquier cosa que se puede ver, que hay no resultado si no camino y que en una de esas paradas que todo tránsito necesita, se puede comer acá, en un lugar como éste y creer que ésa es la razón de un inesperado desvío.

Te Mataré Ramírez, Paraguay 4062, Buenos Aires (4831-9156) o Primera Junta 702, San Isidro (4747-8618).

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