PLACER
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Metal en el cuerpo
El piercing vino a reemplazar, hace un par de años, la inmaculada naturalidad del cuerpo por la que durante años abogaron ciertas vanguardias. Aros y tatuajes ya son una formaextraoficial de la cosmética.
› Por Soledad Vallejos
En el principio fue el cuerpo inmaculado, supuestamente natural y libre de identidades artificiales. Pero entonces llegó la sociedad. Dios ya había dictado sus “leyes de santidad y justicia” para que alguien las escribiera en el Levítico –el libro del Antiguo Testamento que sucede al Exodo–, y Moisés las había transmitido bien claritas: “No haréis marcas en vuestro cuerpo por una muerte ni imprimiréis en vosotros señal alguna”. De más está decir que nadie le hizo demasiado caso, especialmente porque en unos cuantos grupos estaba instalada la costumbre de invocar la presencia de lo sobrenatural, por ejemplo mediante marcas (¿body piercing?) y señales (¿tatuajes?), para obtener protección contra el mundo de acá y más allá. Los cronistas de las primeras visitas españolas a América aseguran haber observado intervenciones sobre el cuerpo directamente ordenadas por la religión. En algunos rituales, los hombres elegidos por la tribu debían ofrecer su, hasta entonces, entera virilidad para que el oficiante perforara su pene. Luego, el portador podía decorarlo con aros o piedras preciosas, según demandara la ocasión. Se trataba, ni más ni menos, que de nuestro actual body piercing, ese gesto de incorporar adornos al cuero mismo, en lugar de agregarlos como extras. Si bien, a diferencia del tatuaje clásico, las perforaciones pueden ser relativamente temporales (en la mayoría de los casos, basta con retirar la joya de su lugar para que el tejido se reconstruya), el piercing se trata de una intervención, en cierta forma, más contundente. El ornamento no pasa a formar parte de la superficie corporal, no se disfraza de retazo de piel con colores, sino todo lo contrario. Llevar el aro, el ganchito en cuestión, visibiliza la intervención y recalca la presencia de ese objeto ajeno al orden supuestamente “natural”. Relatos del adelantado Diego de Landa, uno de tantos sorprendidos por las tradiciones de esas gentes de ultramar, cuentan de muchachas cuya belleza era resaltada por adornos que atravesaban sus mejillas. Con el tiempo, los afanes antropológicos de fines del siglo XVIII y principios del XX documentaron las tradiciones de tribus “lejanas y exóticas”, entre las que se registran prácticas de lo más parecidas al actual body piercing, con fines mágicos, científicos o simplemente estéticos.
Digamos que, aunque quiera hacérselo pasar por gesto moderno, el body piercing tiene poco y nada de innovador en su sentido estricto. Como práctica, como rasgo de pertenencia, tiene casi tanto tiempo de existencia como la vida social. Claro que la diferencia puede estar en los usos. Seguramente alguna de esas chicas que vio Diego de Landa no hubiera recurrido a perforarse la cara si hubiera tenido a mano algo de maquillaje, y si el maquillaje hubiera estado tan aceptado como ahora. En otros tiempos, en otras partes, como en el caso de los señores que intervenían sus penes, se trataba también de afianzar cierta pertenencia grupal, de identificarse con un status determinado. Y casi siempre, decíamos, esto se relacionaba con el mundo de lo sobrenatural. Pero entre fines del siglo XX y estos años, las cosas han cambiado levemente: los piercings parecen haberse hecho más amigos del placer sexual y la pertenencia a ciertas tribus urbanas que del orden religioso. Los expertos en realizar perforaciones corporales ponen una sola condición: es absolutamente imprescindible atravesar de lado a lado una porción de tejido. Nada de aritos que entran y no salen, porque la herida se podría infectar, o hasta rechazar la nueva joya. De lado a lado, entonces, tanto chicas como chicos pueden elegir su piercing favorito tras mirar un catálogo de opciones femeninas, masculinas y unisex (la diferencia la marcan los genitales). Los exclusivamente femeninos que se practican en los labios internos o externos de la vagina y en el clítoris nacieron, se dice, en Etiopía, Roma, India y Persia como manera de asegurar la castidad, y no para aumentar el placer, como está pasando desde hace unos años. Los masculinos, en cambio, admiten mayor diversidad: pueden realizarse en el pubis –en la base del pene, para ser exactos–, en el prepucio –una práctica, se supone, adaptada en Roma y Grecia para asegurar la castidad de algunos esclavos–, en distintas zonas del glande, el frenillo y el escroto.
Una de las perforaciones más arriesgadas, pero también, aseguran, más sensuales (de entre las que pueden hacerse en el glande), tiene un nombre algo sugestivo: “Príncipe Alberto”, o “anillo de vestir”. Cuenta la leyenda que nació, precisamente, en la época victoriana... como manera de resguardar al pene del roce constante de esos pantalones de telas pesadísimas que solían usarse. Además, suponía una ventaja extra casi insuperable: el anillito prendido del pene en cuestión prestaba al caballero el servicio de poder ubicarlo a izquierda o derecha, según sus preferencias, y eso sin contar que minimizaba el oprobio de ser delatado por erecciones incontrolables en medio de una velada paqueta y formal. Hay quienes aseguran que el propio príncipe consorte de la señorísima reina Victoria se había hecho uno. Y que las damas de compañía de Victoria llevaban sendos aros en los pezones. Hasta el momento, nadie ha afirmado algo semejante en relación con Victoria, pero las sospechas sobre su alma de dominatrix todavía no se disipan.