PSICOLOGíA › HOMBRES QUE ACCEDEN AL MUNDO LABORAL POR IDENTIFICACIóN CON LA MADRE
Una investigación sobre la masculinidad actual cuestiona el prejuicio de que el hombre, para acceder al mundo del trabajo, debería identificarse con su padre: algunos lo hacen a partir de la identificación con la madre; son “hijos de mujeres que se desarrollaron, tanto en la esfera doméstica como en el orden laboral remunerado”.
› Por Mabel Burin *
La identidad masculina está en crisis, sugiere Elizabeth Badinter (XY. La identidad masculina, ed. Alianza, 1993) y sostiene que la masculinidad ya padeció situaciones críticas en dos momentos históricos: en los siglos XVII y XVIII y hacia finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Podemos observar que entonces, como en la actualidad, el cuestionamiento de la masculinidad se produjo a raíz de cambios sociales, en países avanzados cultural y económicamente, donde las mujeres tienen mejores oportunidades sociales.
Los hombres, en lo más alto como en lo más bajo de la escala social, encuentran que los cambios en la condición femenina amenazan su virilidad y las relaciones de poder entre los géneros. A comienzos del siglo XX, la organización rutinaria y repetitiva del trabajo industrial –el “taylorismo” y el “fordismo”–, como las tareas burocráticas en las oficinas, introdujeron modos de trabajo que, a diferencia de períodos históricos anteriores, ya no otorgaban a los hombres los rasgos viriles de la fuerza, la imaginación o la iniciativa. La Primera Guerra Mundial vino a paliar esta crisis al ofrecer a los varones la oportunidad de afirmar su virilidad en su condición de guerreros. Estos rasgos se reafirman luego, en Estados Unidos, por la recuperación de la figura del cowboy y por nuevos dispositivos para configurar la masculinidad, como los valores del “éxito económico”. En los países europeos, la masculinidad se afirma en las ideologías fascistas, que consolidan el poder guerrero masculino y reafirman la ubicación social de las mujeres en torno de la maternidad.
Otro recurso de virilización para los hombres, denunciado críticamente en la actualidad y deslegitimado en el orden social y subjetivo, es la violencia en las familias, que implementa el cuerpo a modo de coraza muscular utilizada como arma de ataque cuando la percepción de sí mismos es de debilidad o fragilidad. El debilitamiento de la condición masculina –relacionado con la precarización de las condiciones laborales– es compensado con otro tipo de fortaleza, la fuerza física utilizada como instrumento de ataque-defensa.
A partir de la década del ’70 y más acentuadamente en la del ’80, se ha producido en Occidente la llamada revolución tecnológica –en la informática, las comunicaciones, etcétera–, que produjo nuevas transformaciones en las mentalidades y posiciones subjetivas. A partir de los años ’80 y más aún en los ’90, la condición masculina pasa a ser problemática, en un período de incertidumbres y angustias; se ha puesto en crisis un eje que había sido constitutivo de la subjetividad masculina a partir de la Modernidad: el ejercicio del rol de género como proveedor económico, en el contexto de la familia nuclear, y la configuración de una identidad de género masculina en el despliegue eficaz de ese rol. La crisis del rol masculino como proveedor económico se vincula con el nivel crítico de los modos de empleo y trabajo tradicionales y con las profundas transformaciones en la familia nuclear.
En un período tan sensible, entra a su vez en crisis la construcción de la subjetividad –esto es, el reconocimiento de sí mismo como sujeto–, mediante las preguntas “¿quién soy siendo mujer?” y “¿quién soy siendo varón?”. Las respuestas clásicas habían sido: “ser mujer es ser madre”, “ser hombre es ser proveedor económico”; pero hoy las referencias identificatorias se ven conmovidas, cuestionadas.
Y, en este marco, hemos hallado una tendencia alternativa: varones que pudieron recurrir a sus identificaciones con la madre –o sea, identificaciones que en algún sentido cruzan géneros–, las han encontrado de utilidad para proveerse de recursos psíquicos más flexibles ante situaciones laborales conflictivas.
Desde una perspectiva tradicional, los varones incorporan la llamada “identidad de género masculina” por medio de la identificación con figuras masculinas cercanas, preferentemente el padre. El supuesto es que el modelo paterno incide en la habilitación del sujeto para pasar del mundo de la intimidad familiar al mundo público. Para ciertos desarrollos teóricos, un vínculo de apego prolongado con la figura materna operaría, en los varones, como factor de riesgo para su masculinidad social y subjetiva: consideran que, en tal caso, el niño construiría el núcleo de su identidad sobre el modelo femenino materno; si bien esto se produce habitualmente en los vínculos tempranos con la madre, su prolongación más allá del segundo año de vida haría peligrar la identificación del niño con los rasgos considerados masculinos. La intervención del padre, o una figura similar que separe al niño de su madre, resultaría imprescindible, según estas consideraciones, para evitar que se produzcan semejantes efectos en el proceso de masculinización. Estas hipótesis suponen el vínculo con una mujer, la madre, que no desarrolla otros deseos más allá de su adhesividad libidinal a su hijo: el padre intervendría como figura salvadora de la masculinidad del hijo ante semejante amenaza de un vínculo fusional.
Pero los criterios de análisis de los sujetos suelen estar sesgados por modelos teóricos que obturan la percepción de otros modos de maternización y de paternización. Se parte del supuesto de que la subjetividad materna coincidiría, de modo universal, con las características atribuidas por el imaginario colectivo a las mujeres. Asimismo, se supone que la subjetividad paterna siempre sería “masculina” en un sentido convencional. En la investigación “Precariedad laboral y crisis de la masculinidad. Impacto sobre las relaciones de género”, realizada en la UCES (20042007), hemos observado varones que –contrariamente a lo que supondrían aquellas hipótesis clásicas– obtuvieron habilitación para desempeñarse en sus carreras laborales a partir de los vínculos identificatorios con sus madres. Estos hombres son hijos de madres que tuvieron oportunidades educativas y laborales, mujeres que se desarrollaron, tanto en la esfera familiar y doméstica, como en la esfera laboral extradoméstica remunerada.
Los padres de esos entrevistados les habían ofrecido modelos de rol que sólo se desarrollaban en la esfera extrafamiliar; algunos de ellos se desempeñaban con marcada rigidez en su actividad laboral; otros habían sido padres inconsistentes y frágiles, tanto en lo laboral como en lo familiar. Podríamos incluso considerar que –en el marco de la tendencia contemporánea a la disolución de la polaridad entre los géneros– algunos de estos varones se habrían identificado con los aspectos “masculinos” de sus madres y desidentificado de los aspectos “femeninos” de sus padres. Estas contorsiones teóricas sugieren que, hoy por hoy, tal vez sea más adecuado no asociar las cualidades de eficacia, iniciativa y emprendimiento con la masculinidad, ni relacionar la feminidad con la dependencia y la pasividad.
Estos sujetos denotaban una firme identificación con el modelo materno de flexibilidad y creatividad, en el modo de encarar situaciones críticas y conflictivas ante la crisis socioeconómica de 2001-2002. Sus estilos de masculinización combinaban rasgos masculinos convencionales –espíritu de iniciativa, asertividad, motivación para los logros económicos– con actitudes consideradas típicamente femeninas, como la capacidad de empatía, la consideración por las emociones y necesidades de los otros, en particular de los niños y personas en condiciones más vulnerables, así como una disposición para cuidar los vínculos afectivos. Estos últimos rasgos los habían incorporado por identificación con sus madres, debido a la intimidad y permanencia en el vínculo maternofilial. Su sistema de identificaciones, en buena medida, se había “desgenerizado”.
Estos entrevistados se refieren a sus madres como personas que desplegaban multiplicidad de disposiciones subjetivas, tanto en la intimidad familiar como en el ámbito laboral. Algunos de ellos manifestaron que el modelo de mujer ofrecido por sus madres los había inspirado a buscar como esposas a compañeras con rasgos de personalidad similares, como garantía de que contarían con el apoyo necesario para enfrentar situaciones difíciles.
También expresaron que la ampliación de su subjetividad masculina mediante la incorporación de rasgos maternos les había permitido ser mejores padres de sus hijos. Plantearon dudas sobre si la incorporación de los rasgos de masculinidad tradicional de sus padres –por ejemplo, la distancia afectiva y la indiferencia a los sucesos de la intimidad familiar– les hubiera aportado valores positivos para el ejercicio de su propia paternidad. Más aún, algunos entrevistados hicieron reflexiones críticas y doloridas sobre aspectos de la conducta de sus padres, lamentando los rasgos de violencia, las actitudes de desamparo afectivo y de incomprensión en la vida familiar. Con insistencia denunciaron estos rasgos de los padres como perjudiciales para su autoestima y para lo que uno de ellos llamó “desarrollar una hombría de bien”.
Estos sujetos expresaron que, al enfrentar la crisis de 2001-2002, se vieron beneficiados por la identificación con los modos de despliegue de sus madres en la vida familiar: percibieron que, si la crisis los llevaba a condiciones laborales insatisfactorias, ello podía ser compensado por las relaciones afectivas y los lazos de intimidad en el escenario familiar. Encontraban en sus esposas e hijos el sostén y estímulo para diseñar nuevas estrategias, de modo de que la precariedad laboral padecida se mitigaba con los cuidados y consideración afectiva que encontraban en la vida familiar.
El relato de estas experiencias pone de manifiesto que, en tanto los modelos paterno y materno se caractericen por una estricta división sexual del trabajo –ellas en el ámbito doméstico, gestionando la vida emocional familiar, y ellos en el ámbito extradoméstico, centrados en la condición de proveedores económicos–, sus efectos serán perjudiciales para la adquisición de una subjetividad masculina innovadora a la hora de enfrentar condiciones laborales críticas o cambiantes. Por el contrario, una flexibilización de los modelos parentales de feminidad y masculinidad aporta recursos que enriquecen la subjetividad masculina, facilitando una diversidad de experiencias que se trasmiten a las siguientes generaciones.
Las identificaciones “desgenerizadas” permiten a los varones, por ejemplo, incorporar la capacidad tradicional de las mujeres para realizar diversas tareas de modo simultáneo, en un panorama contemporáneo que suele combinar el subempleo con el multiempleo. También les ayudan a moderar el imperativo del éxito, característico del modelo moderno de masculinización, y compensar la disminución de los logros accesibles con una mejoría de la calidad de vida, al habilitar un espacio significativo para los vínculos de intimidad.
- Directora del Programa Posdoctoral en Estudio de Género, UCES.
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