Jue 04.09.2008

PSICOLOGíA  › RELACIONES ENTRE LOS GéNEROS. NUEVAS SUBJETIVIDADES

“Se solía hablar de la mujer como objeto”

“La histérica victoriana, cuyos desmayos eran una expresión de distinción social, es muy diferente de las empresarias de la posmodernidad”, señala la autora de esta nota, que indaga en la noción misma de subjetividad.

› Por Irene Meler *

Solemos entender por subjetividad un estilo personal, una forma idiosincrásica de percibir y significar la experiencia y, a la vez, una tendencia que caracteriza a determinada época o sector social. También recordamos que el concepto se relaciona con la capacidad de pensar y, por lo tanto, con la adquisición, que sólo se produce en determinadas circunstancias favorables, de una actitud reflexiva que implica tomar al sí mismo como objeto de análisis. Se trata de que la propia actividad del “sujeto” se tome como “objeto”. La actitud reflexiva supone también el desarrollo de la capacidad para cuestionar las significaciones imaginarias establecidas por el colectivo anónimo y para generar representaciones innovadoras.

Otra característica de la subjetividad es la acción deliberada, o sea la creación de un proyecto vital. Para Castoriadis, el sujeto es una creación histórica que puede o no advenir y se caracteriza por la reflexividad y la voluntad.

De modo que la subjetividad es entendida como un logro histórico en nuestra especie. Este concepto se emparienta con una categoría utilizada por D. W. Winicott, la de individuo. Consideró que no todos los seres humanos pueden ser considerados como individuos; sólo algunos logran emerger de la presión del pensamiento masivo, hegemónico en su sector social y en su época, para construir una capacidad reflexiva. De modo que ser un sujeto psíquico implica agencia, autoría, empoderamiento.

Edgar Morin se refiere a un estado de sujeción donde el individuo que se constituye en sociedades estamentarias, fuertemente estratificadas, obedece como un autómata la orden que emana de un poder autocrático.

Todos estos conceptos relacionan, de modo paradójico aunque constitutivo, la subjetividad, cuya etimología remite a la sujeción, con la autonomía, considerada siempre como una autonomía relacional.

En relación con esa tensión entre sujeción y autonomía es que se solía hablar de la mujer en condición de objeto, en tanto la mayor parte de las mujeres estaba en un estatuto de desubjetivación y respondía a los deseos de su otro privilegiado: un varón. Karen Horney consideró que las mujeres se suelen adaptar a las imágenes y fantasías masculinas acerca de ellas, o sea que su vida psíquica se caracteriza por cierto estado de enajenación, que, sin embargo, en algunos sectores aún está normalizado. La enajenación en el deseo de los otros primordiales es de algún modo inevitable, y buena parte del trabajo psíquico que desarrollamos a lo largo de la vida consiste en construir deseos que expresen al sí mismo. Pero el reconocimiento de esta invariante derivada de la inmadurez inicial de nuestra especie no debe subsumir en una generalización la puesta en visibilidad del sistema de géneros y la percepción de sus regulaciones como una de las bases fundacionales de la estratificación social. La diferencia sexual en sus aspectos simbólicos, imaginarios, prácticos e institucionales ha sido, hasta el momento, jerárquica y se ha caracterizado por la dominación masculina y la subordinación de las mujeres.

Para comprender las subjetividades masculinas y femeninas es necesario partir del supuesto general de la construcción social histórica de la subjetividad. La forma de ser, de pensar y de comportarse de las personas no es, como se pensó en el siglo XIX, un subproducto de su funcionamiento biológico, genéticamente determinado. Somos construidos por nuestros otros significativos, nos formamos al interior de los vínculos intersubjetivos, que no sólo están atravesados por el deseo inconsciente, como ha develado el psicoanálisis. No basta con considerar, como bien expresó Laplanche, que los mensajes enigmáticos que transmite el inconsciente sexualizado del adulto producen una implantación exógena de la sexualidad en los niños. Recordemos también que la sexualidad, tal como nos enseñó Foucault, tiene una historia. La pulsión se fragua en un contexto social, cultural, institucional. Edgar Morin construyó el concepto de Se, como expresión del consenso colectivo, devenido impersonal y naturalizado, acerca de los sentidos organizadores de la experiencia en una comunidad determinada. Esos sentidos construyen el marco en el cual transcurren las relaciones familiares o de intimidad, que a su vez plasman la subjetividad.

Para superar una perspectiva biologista acerca de la subjetividad, las diversas corrientes del psicoanálisis intersubjetivo nos ofrecen modelos de pensamiento acerca de la producción de deseo en los vínculos. Respecto del concepto de pulsión, hoy en día se discute en profundidad acerca de sus límites y alcances. Jessica Benjamin enfatiza que la energía libidinal es algo que emerge de una red vincular, del “entre” los sujetos en relación. Otto Kernberg considera que lo inconsciente está constituido por relaciones objetales interiorizadas, cargadas de sexualidad y de hostilidad.

Castoriadis considera que el inconsciente es una multiplicidad inconsistente de representaciones, deseos y afectos.

Eduardo Colombo sostiene un cuestionamiento radical del concepto de pulsión.

Para Laplanche, la pulsión proviene del otro, no del interior del cuerpo erógeno.

Todos estos autores, de uno u otro modo, ya sea que sostengan el concepto de pulsión como modelo teórico o que lo dejen caer, le asignan un sentido diferente al tradicional. Coinciden en poner énfasis en la intersubjetividad y se apartan del reduccionismo biologista.

Considero que el psicoanálisis que puede entrar en un diálogo productivo con los estudios de género es un psicoanálisis intersubjetivo, relacional, que no recurre a conceptos hipostasiados que se constituyen de modo imaginario en causas de los procesos que se intenta comprender. Me parece conveniente manejarnos en términos significativos humanos, más cercanos a la experiencia, y resignar en parte nuestras aspiraciones hacia la abstracción.

Si intentamos conectar el concepto de Ello que propone Morin con el correspondiente concepto psicoanalítico, veremos que ese autor reduce el Ello a disposiciones biológicas generales, universales. Resulta más productivo para mis propósitos el concepto, creado por Pierre Bourdieu, de inconsciente social. Lo inconsciente, lejos de representar sólo los aspectos invariantes que remiten a nuestra estructura neurobiológica como especie, sería un precipitado del proceso incesante de creación colectiva de sentidos. Pero no debe entenderse la referencia al sentido en su versión intelectual o verbal, sino que se trataría de un “sentido práctico”, o sea de formas de significar y actuar que responden a la modalidad que se ha podido inventar para hacer frente a una existencia siempre precaria y perentoria. Se trata de estrategias para sobrevivir, que están encarnadas en los cuerpos y expresadas en los actos. Esta postura está lejos de la referencia al lenguaje como la estructura de lo Inconsciente. Más bien alude a un inconsciente corporal, y actuado, donde la representación es nebulosa y no responde a la “lógica lógica”, sino a lo que Bourdieu denomina como Lógica práctica, o sea un razonamiento veloz, sincrético, reactivo, impreciso. El Ello freudiano no podría ser asimilado a las disposiciones biológicas universales propias de la especie, si aceptamos la caracterización de Kernberg acerca de su contenido vincular y pulsional. Hugo Bleichmar propone sistematizar los sentidos asignados a lo inconsciente, diferenciando lo que nunca fue consciente, lo no constituido, lo reprimido, aspectos inconscientes del Yo y del Super Yo, etcétera. Esta es una discusión teórica de gran interés, y sólo planteo sus lineamientos generales.

Las categorías más cercanas a la experiencia humana significativa en términos socioculturales parecen ser las más productivas para un campo de estudios que se ha enfocado sobre el cambio histórico. La invariancia es un aspecto para tener en cuenta como límite necesario de las transformaciones sociales, siempre y cuando recordemos, tal como lo señaló Gerard Mendel, que se ha extendido de modo ilícito la importancia de lo invariante, atribuyéndolo a una supuesta Naturaleza humana cuya existencia resulta más que dudosa.

Considero, entonces, que la teorización acerca de lo inconsciente social resulta de utilidad para una articulación fecunda entre el campo de los estudios psicoanalíticos y el de los estudios interdisciplinarios de género. Bourdieu también denomina a este inconsciente, inconsciente androcéntrico, y es aquí cuando nos acercamos al objeto específico de esta exposición, que consiste en las relaciones de género, o sea las relaciones sociales y a la vez intersubjetivas, entre mujeres y varones.

Podemos considerar a la masculinidad y a la feminidad como representaciones colectivas que funcionan de modo conjunto. Estas representaciones implican también un universo relacionado de prácticas y de instituciones sociales organizadas en torno de un dispositivo de regulación social que ha sido denominado sistema de géneros o sistema sexogénero. El género puede ser pensado entonces como una característica del psiquismo de cada sujeto, tomando al individuo como unidad de análisis. También, desde una perspectiva antropológica, como un dispositivo de regulación social, si recurrimos a una categoría utilizada por Foucault, o una “máquina” invisible –como han preferido expresar Deleuze o Godelier–, que regula las relaciones sociales de sexo. Vemos entonces que lo que Stoller denominó como “sentimiento íntimo” de ser mujer o de ser varón, o sea la feminidad y la masculinidad subjetivas, se fragua en un contexto que está organizado por regulaciones acerca de la diferencia sexual.

Si la subjetividad no surge desde “adentro”, o sea si superamos la perspectiva biologista y endogenista, y si tampoco responde a invariantes universales, sino que nos sorprende con su diversidad histórica y geográfica, es posible llevar a cabo estudios políticos sobre la subjetividad sexuada, o sea, captar la dimensión de la misma que está vinculada con las relaciones de poder. Ahora bien, Elizabeth Badinter nos advierte sobre la impostación, el carácter monolítico negador de la variabilidad de circunstancias locales, que puede implicar el recurso a un concepto de tal generalidad como los de dominación masculina o subordinación femenina. Conscientes de ese riesgo, podemos, sin embargo, considerarlo como una tendencia transhistórica persistente, que se extiende al menos desde el neolítico hasta la actualidad. Esta tendencia se encuentra hoy en una crisis que ha permitido que las relaciones de género se construyan como objeto de indagación. De otro modo, nos encontraríamos ante un statu quo naturalizado y, por lo mismo, sacralizado, considerado como parte de aquello que no debe ni puede ser cuestionado.

Existen diferentes formas de construir subjetividad y construir deseo, en torno de la línea que distribuye a los sujetos en lo que el psicoanálisis ha teorizado como la diferencia sexual simbólica. En el campo de los estudios de género tendemos a evitar en la actualidad una convalidación teórica de esta dicotomía, y preferimos el recurso a la categoría de diversidad sexual, para albergar de ese modo la variabilidad, multiplicidad y fluidez de las subjetividades, y evitar erigir una categoría del sentido común, en parte sustantiva de nuestro andamiaje teórico.

Se han registrado diversas feminidades y masculinidades. La asténica histérica victoriana, cuyos desmayos eran una expresión de distinción social, es muy diferente de las jóvenes ejecutivas o empresarias de la posmodernidad. El héroe guerrero, al estilo del samurai o del cowboy, presenta una masculinidad muy diferente de la del experto en sistemas o la del investigador.

Es conveniente mantener la tensión entre la percepción de una organización de géneros polarizada, dicotómica y jerárquica, que ha estructurado las culturas a lo largo de la historia, y el registro de su asombrosa diversidad. Se trata de una tensión paradójica que debe ser mantenida como tal, en el más puro estilo winnicottiano, entre la formulación de tendencias generales y la indagación de modalidades locales.

* Primera parte de la conferencia de cierre del XI Congreso Metropolitano de Psicología (APBA). Buenos Aires, en julio de 2008.

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