Jue 16.07.2009

PSICOLOGíA  › PSICOLOGíA DE MASAS DE LA GRIPE A

Sombras inútiles de la peste

› Por Sebastián Plut *

Un día de la semana pasada sucedió que todos mis pacientes hablaron del mismo tema: la gripe A. No es habitual que un mismo y único tema aparezca en todas las sesiones. Desde luego, cada uno refirió algún aspecto específico: una preocupación personal, alguna duda, el uso del alcohol en gel, críticas al sistema sanitario. A pesar de ese sesgo particular, la homogeneidad del tema durante todo un día me llamó la atención. Sólo recuerdo algo similar durante el “corralito”, cuando también, en algunos días, todos los pacientes hablaban del mismo tema. Por ejemplo, con las recientes elecciones legislativas no sucedió que el lunes posterior fuera tema de todas las sesiones.

Ciertos episodios tienen la capacidad de generar un fenómeno que podríamos denominar “desdiferenciación” y que no se trata sólo del razonable interés y preocupación que suscita una determinada problemática. Si bien el asunto de la gripe A es convocante por razones obvias, su persistencia reconoce algunos motivos y efectos adicionales, en relación con rasgos que, en 1921, Freud advirtió en Psicología de las masas y análisis del yo. Conviene aclarar que esto no supone negar la existencia del virus, su eficacia o su posibilidad de contagio y transmisión. Al contrario, todo ello constituye una base objetiva, real, desde la que se derivan otros procesos psicosociales.

Uno de los pacientes relató que, en el colectivo, estornudó, y temió que alguno de los pasajeros le hiciera algún reproche o lo increpase. No creo que ésta sea una circunstancia menor ni que carezca de efectos. Día a día los medios de comunicación nos informan la cantidad presunta de muertos o infectados: dejamos de saludarnos con un beso, pensamos que si subimos a un taxi o tocamos un picaporte nos podemos contagiar. Todo pequeño paso, cada acción minúscula, comienza a ser un factor de riesgo.

El virus H1N1 no produce únicamente gripe A. Desde Sófocles, con Edipo Rey, hasta Saramago con Ensayo sobre la ceguera, pasando por Camus con La peste, la literatura ha narrado el nexo entre contagio de una enfermedad y pánico social. Es posible considerar la incidencia de tres componentes: la desconfianza, la cantidad y el contagio.

El primero de ellos es variado y evidente: comienzo a sospechar que el que está al lado mío puede contagiarme; si tose, corro peligro. Pero desconfío de todo: “el Gobierno debe mentir con las estadísticas”; “todo esto es para tapar otros problemas”; “el objetivo es que algún laboratorio haga negocio”; “hay un complot del Pentágono”. Tampoco deja de sorprendernos que la etimología de “epidemia” remita a aquel que reside en un lugar en calidad de extranjero. El otro, pues, pasa a ser ajeno, diferente y, sin muchas mediaciones, se transforma en enemigo. O, según Camus, “la ansiedad llegó a su colmo. Se pedían medidas radicales, se acusaba a las autoridades, y algunas gentes que tenían casas junto al mar hablaban de retirarse a ellas”.

¿Sabemos diferenciar entre prevención del contagio y estigmatización del (supuesto) contagiado? ¿Cuál es el límite entre no ser ingenuos y desconfiar indiscriminadamente? Tendremos, pues, dos trabajos: cuidarnos de no superponer “higiene” con “discriminación” y, por otro lado, conservar una credulidad crítica que nos preserve de confiar excesivamente en nuestra desconfianza.

En cuanto a la cantidad, día a día nos encontramos en la espera de saber cuántos son los infectados hasta hoy y cuántos los muertos. Estamos paralizados en la expectativa angustiosa de cómo cada día aumenta el número, en el marco del desconcierto generalizado. Quedamos tiranizados por una cantidad. Recordemos cómo estábamos hace unos años con el “riesgo país”. Esto puede evocar lo que Elías Canetti (Masa y poder) describió como “voluptuosidad del incremento numérico”, al analizar la relación entre las masas y la inflación. Quedamos cautivos de un goce masoquista caracterizado por la falta de cualidad de aquellos números, números que nos dejan encerrados y rápidamente pueden volverse tóxicos. En la novela de Camus, Grand le dice al doctor Rieux: “Las cifran suben, doctor: once muertos en cuarenta y ocho horas”.

Respecto del contagio, al menos parcialmente, se asemeja a lo que sucede con la “inseguridad” ante el delito e, incluso, con las crisis financieras: sobre la base material de sucesos efectivos, se difunde un estado anímico que recorre y corroe toda la trama social. No seré el primero en señalar que el incremento afectivo, el desborde, constituye una forma de “aullar con la manada”. Al no saber qué pasa, o quién está enfermo, o si “a mí me tocará”, al menos todos sentimos la misma angustia. Sin embargo, lejos de configurar una forma protectora, es una vía de transmisión recíproca de la angustia, el pesimismo o la desconfianza. El contagio evidencia la alteración de nuestra coraza de protección antiestímulo y es el complemento de la captación de procesos mortíferos desarrollados o supuestos en cuerpos ajenos al propio. Curiosamente, en el contagio afectivo terminamos reproduciendo lo que tememos suceda con el virus.

Podría insistir en distinguir la crítica, la estadística y la empatía de la paranoia, la falta de cualidad y los desbordes emocionales, pero dejemos que finalice Camus: “Lo que había que hacer era reconocer claramente lo que debía ser reconocido, espantar al fin las sombras inútiles y tomar las medidas convenientes. Porque la peste, o no se la imagina, o se la imagina falsamente”.

* Doctor en Psicología. Psicoanalista.

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