PSICOLOGíA › POSITIVISMO, EUGENESIA Y POLíTICA
› Por Raúl Zaffaroni *
No se trata de que la psiquiatría y la medicina aportaran algo concreto al nazismo: todo lo contrario, el nazismo es expresión de una ciencia dogmatizada, de un positivismo pobre en argumentos pero eficaz a la hora de revolver las tripas de las multitudes. Los crímenes del nazismo no fueron más que culminación de la senda indicada por el positivismo, seguida hasta sus últimas consecuencias. La Revolución Industrial había llevado al poder a una clase de industriales, comerciantes y banqueros que se concentraron en las ciudades, junto a muchos más que llegaban a ellas en límites de subsistencia, generando situaciones de extrema tensión y violencia como resultado de la simultánea acumulación de riqueza y miseria en el reducido territorio geográfico. Se concentraban los que tenían mucho y los que tenían algo junto a quienes no tenían nada. Los últimos se volvían peligrosos. La policía aparece como institución indispensable para la defensa de los primeros.
Se comienza a hablar de “clases”: el término aparece vinculado a los carenciados de las ciudades, pero no por el lado de los revolucionarios, sino de los poseedores, que llamaron a esos carenciados “clases peligrosas”. En 1838, diez años antes del Manifiesto Comunista, el Instituto de Francia convocó a un concurso sobre las clases peligrosas. Lo ganó el comisario Frégier, que publicó su libro en Bruselas dos años más tarde (Des classes dangereuses de la population dans les grandes villes). Es un libro teóricamente pobre, porque la policía, aunque no tenía poder, no tenía discurso. Como el poder sin discurso no se mantiene mucho, los policías deben pedirlo, y quienes gustosos se prestan a aportarlo son los médicos, que desde el siglo XVI, con Wier reclamando a las brujas, miraban con codicia la cuestión penal. De este encuentro entre médicos y policías surge el mayor impulso del positivismo disciplinante en las ciudades.
Los médicos de locos –marginados por ocuparse de semejantes seres recluidos en infectos recintos– adquirieron prestigio social al pasar al papel de astros centrales en los grandes procesos. Los juristas, que primero les habían opuesto cierta resistencia (se disputaban las cabezas de los guillotinados en París), terminaron plegándose a su discurso. Pero la síntesis justificante de la hegemonía de los industriales, comerciantes y banqueros, y también del neocolonialismo, la llevó a cabo un ingeniero de ferrocarriles: Herbert Spencer. Todo evoluciona por catástrofes, planteó: triunfan los más fuertes y así se reproducen éstos y mejoran las razas, mientras sucumben los más débiles, cuya supervivencia haría que la raza involucionara y desapareciera. En esta línea trabajaron los antropólogos que legitimaron los genocidios neocolonialistas; entre éstos, uno de los más terribles fue, en la entrada del siglo XX, el de Leopoldo II de Bélgica en el Congo, que acabó con más de dos millones de seres humanos. Hoy tiene un museo y monumentos ecuestres en Bruselas.
Las clases peligrosas se asimilaron a los neocolonizados: eran salvajes regresivos que surgían por accidentes de la naturaleza entre las razas superiores: el loco moral de la psiquiatría inglesa; el delincuente nato de Cubi y Soler y, después, de Lombroso; el mestizo degenerado de Morel; los mestizajes que neutralizaban la raza superior de Gobineau.
La lógica era: hay que neutralizar a los inferiores para que no se reproduzcan y hagan desaparecer a los superiores; hay que impulsar el avance de los superiores y esterilizar a los inferiores. Galton le dio forma de ciencia con su “eugenesia”, pero se asombró –y asustó– cuando los norteamericanos la tomaron en serio y las sociedades de criadores de vacunos y caballos con veterinarios a la cabeza, y apoyados financieramente por fundaciones prestigiosas, comenzaron a aplicarla a los humanos; a partir de 1907, la convirtieron en ley. Se reprodujeron las leyes de esterilización y las prohibiciones de los matrimonios mixtos en los Estados Unidos, pese a que el pobre Galton declaraba que lo suyo eran hipótesis necesitadas de demostración. Miles de personas fueron esterilizadas: delincuentes, malformados, sordomudos, psicóticos, ciegos, toxicodependientes, débiles mentales, epilépticos. En Europa, países nórdicos y algún cantón suizo copiaron las leyes.
La eugenesia alemana estaba en pañales; los norteamericanos le transfirieron sus conocimientos científicos y financiaron sus primeros institutos. Los alemanes volvían muy contentos de sus viajes a los Estados Unidos y afirmaban que los negros estaban sobrerrepresentados en las prisiones norteamericanas porque el Estado les exigía un esfuerzo que no estaban en condiciones biológicas de realizar. En Mein Kampf se afirma que el único país que tiene una política poblacional racional son los Estados Unidos.
La consecuencia no podía hacerse esperar dentro de la propia Europa. Manipularon la ciencia médica para legitimar la explotación neocolonial y la sagrada ciencia –convertida en verdad dogmática– los llevó a que no pudieran discutir ni poner en duda su propio invento. Europa se enroscó dramáticamente en sus propias mentiras antropológicas. Las atrocidades cometidas en otras latitudes acabaron cometiéndose en su propio interior. Después de perder el respeto a la persona en sus colonizados, no podían tardar en perderlo entre ellos mismos. Los monstruos de esta razón son la creación de una gran mentira científica elaborada para explotar al resto del planeta en un festival de soberbia genocida.
Los cerebros de los niños asesinados, guardados durante sesenta años como material para la investigación, son el producto de la indiferencia y la irreflexión de sus ascendientes ante el extremo sufrimiento de otros pueblos del mundo y de la introyección de las mentiras de la ciencia que los legitimaba.
Alemania no fue potencia colonialista y tampoco lo fue el Imperio Austrohúngaro. A ambos se les negó la oportunidad de explotar en provecho propio a otros pueblos, pero asimilaron las mentiras de la ciencia colonialista y siguieron su lógica a la hora de conquistar poder: pero lo hicieron a expensas de los otros pueblos europeos y no contra los africanos, asiáticos o americanos. El nazismo no fue otra cosa que el neocolonialismo practicado dentro de Europa, conforme los principios de la misma ciencia colonialista. Debían someter a los pueblos inferiores, utilizar como mano de obra a quienes estaban en condiciones de servirles, eliminar a los que eran inservibles, y en el interior de su país también debían liberarse del riesgo de que los inferiores pudiesen reproducirse; ellos destinarían los esfuerzos a la reproducción de los más fuertes, se descargarían del lastre y del costo de mantener a los inútiles. Y, cuando la guerra exigió el máximo de esfuerzo, las razones económicas llevaron estos crímenes al paroxismo.
El psiquiatra alemán Ernst Kretschmer fue maestro del español Juan Antonio Vallejo Nágera, médico jefe de investigaciones psiquiátricas de los campos de concentración después de la masacre civil y dueño de la psiquiatría franquista hasta su muerte en 1960. Vallejo Nágera asumió las tesis lamarckianas: el ambiente hace y modifica al ser humano (curiosamente la misma tesis de la biología stalinista). En función de ella, no mataron a los niños en los campos de concentración franquistas, sino que los entregaron a familias sanas, es decir, católicas y, por supuesto, falangistas. Un puente que alguna vez será menester investigar permitió la llegada de este pensamiento hasta nuestras tierras.
* Profesor en el Departamento de Derecho Penal y Criminología, Universidad de Buenos Aires. Miembro de la Corte Suprema de la Nación. El texto forma parte del prólogo a Psiquiatría y nazismo: historia de un encuentro.
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