Jue 11.11.2010

PSICOLOGíA  › GRUPO DE NIñOS SOBREVIVIENTES DE UN TERREMOTO

“Por la noche vuela un muerto”

En un texto inédito hasta estos días, la recordada psicoanalista Silvia Bleichmar dio cuenta de la supervisión del trabajo con un grupo de niños, en un albergue para refugiados del terremoto que devastó la Ciudad de México en 1985: entonces, “el derrumbe real de los edificios activó fantasmas muy primitivos”.

› Por Silvia Bleichmar *

El 26 de noviembre de 1985 comenzó el proceso de trabajo en el albergue Casa de la Cultura, de la Colonia Culiacán. Las sesiones que voy a exponerles fueron realizadas con niños de 9 y 10 años. Y las condiciones en que los albergados se vieron obligados a convivir y que dan cuenta de muchas de las situaciones que los niños debieron enfrentar, y los equipos técnicos tener en cuenta, nos proponen algunas reflexiones. En este albergue –dadas las condiciones del edificio, según las autoridades–, la mayoría de los hombres fueron separados de las mujeres y de los niños. El informe del psicólogo que tuvo a su cargo la coordinación del trabajo consigna que reinaba un ambiente de confusión respecto de los límites que se debían establecer, lo cual desencadenó problemas maritales, problemas en la relación padres-hijos y problemas de integración familiar. La censura grupal a la relación de pareja llegó a tal grado que algunos pobladores decidieron, al cabo de un tiempo, visitar un hotel con el objeto de recuperar un mínimo de intimidad conyugal. Los efectos psicológicos de todo ello pueden notarse en las sesiones grupales con los niños.

Sería de un simplismo absoluto reducir el traumatismo al terremoto mismo. Las consecuencias posteriores se encadenan de modo particular en la singularidad de los sujetos que las padecen, y algunos rasgos comunes se ofrecen a partir del momento vital y de las experiencias previas que constituyen el residuo histórico sobre el cual lo acontencial actual se inscribe. Niños de 9 y 10 años que han atravesado trabajosamente los movimientos que llevan al sujeto humano de los abrochamientos originarios al establecimiento de su identidad sexual diferenciada, niños enfrentados a las tareas puberales sometidos por las circunstancias al poder omnímodo materno y al “asesinato del padre”, ¿de qué manera veremos constituirse un proceso grupal en esas circunstancias?

Elías Canetti plantea en Masa y poder que la atracción que la masa ejerce sobre los sujetos rompe con el horror que todo individuo tiene hacia el cuerpo del semejante. La función devoradora de la masa barre los tabúes del sujeto ante la atracción primaria que ésta impulsa, y el sujeto sucumbe a la atracción propiciante de la misma. Canetti parte, para su propuesta de análisis, del sujeto psíquico constituido, de aquel que ha cercado ya el territorio diferencial de un yo y que teme, en razón deello, confundir su propio cuerpo con el del semejante. Pero, desde el psicoanálisis, no podemos dejar de exponer los momentos que llevan al establecimiento de estas modalidades de relación con el semejante para encontrar un orden de explicación –no sólo de descripción– a la facilidad con que la misma sucumbe.

La lucha del sujeto psíquico por constituirse en su diferencia con el otro, el cercamiento de un yo que abre las vías de un no-yo, implica la represión de los tiempos primordiales en los cuales la fusión imaginaria al semejante materno propició la creencia en la omnipotencia absoluta de ambos términos de la díada. El diferenciarse de la madre constituye entonces una tarea titánica, cuyos remanentes producen siempre el deseo-temor de un retorno a esa fusión originaria a la cual se ha tenido que renunciar. De ahí la facilidad que asombra a Canetti –que parte del sujeto constituido, sujeto de la represión– con que esta supuesta individualidad queda fracturada en el interior de la masa, en la cual se activa el intento siempre posible, siempre anhelado, de recuperación de un tiempo de los orígenes en los cuales el sentimiento de seguridad absoluto, la omnipotencia, libren al sujeto de todo riesgo.

Este movimiento que él describe, y que no dejamos de observar en todo proceso de constitución de un grupo en su etapa fusional, no podía dejar de tener características peculiares en el proceso que estamos analizando, si tenemos en cuenta que en los niños que lo integraban, el mediador fundamental que propiciaba la separación simbólica de la madre, es decir el padre, había sido eliminado del circuito de circulación libidinal. Esto a partir de las condiciones de existencia en el albergue, siendo el padre destituido de este circuito en sus posibilidades tanto protectoras como mediadoras por relación al niño y a la madre, en un momento de la evolución psíquica en el cual se propiciaba entonces un movimiento regrediente del colectivo social en su conjunto.

No es casual entonces que una de las características que tuvo la sesión grupal que les voy a describir fue la de que, en el momento en que se iba a comenzar el trabajo, las madres se negaron a salir del recinto donde debía efectuarse la sesión. Ante esto se podían tomar dos resoluciones: una consistía en negarse a comenzar y la otra, que es la que escogió el equipo que la llevó a cabo, la de iniciar la sesión con la presencia de ellas “cercando” al grupo, considerando esto como uno de los elementos centrales a tomar en cuenta (y que corroboraba las hipótesis previamente establecidas respecto de posibles consecuencias de las medidas de distribución tomadas en el albergue).

Se trata de una segunda sesión grupal, hay seis niños presentes: cinco varones y una niña (dos están ausentes). Se da la consigna inicial, el coordinador distribuye las bolsitas y pone las hojas en el suelo, en el centro del círculo. Elvia, la única niña, se las apropia y las distribuye. El papel activo corresponde, indudablemente, a la mujer, no sabemos aún mucho de las características personales de esta niña, pero sí de la pasivización a la cual han sido sometidos los varones. Todos comienzan a jugar con plastilina, menos la niña, que dibuja. Ella deja de dibujar y toma un trozo de plastilina –la presión del “grupomasa” es demasiado intensa como para que alguien haga algo diferente–. El grupo ha comenzado a constituirse, la unificación da cuenta de un movimiento de anulación de las diferencias, no hay lugar para la singularidad.

Segunda secuencia: uno de los niños hace un gato; otro un edificio. El coordinador interpreta la necesidad de ser todos iguales, de hacer todos lo mismo. Elvia vuelve a su dibujo, pinta una parte roja, a su alrededor hace un círculo con plastilina y dibuja lo que ha quedado fuera del círculo en verde: cerca un territorio. El coordinador le pregunta qué está haciendo. “Una cosita”, responde –el paradigma de todos los objetos–. En la dinámica grupal no se tolera la diferencia, y si Elvia necesita tener “una cosita”, de este modo se logrará la homogeneidad total, anulándose aquello que marca, en forma paradigmática, la diferencia de la humanidad en dos géneros que la escinde, antes de que se metonimicen otras diferencias que la constituyen en una asimetría definitiva.

A continuación, Elvia muestra su dibujo: “Donde nadaba mi papá, el suelo está rojo (o roto, no se entiende bien) y se ensangrentó”. Aparece el primer fantasma verbalizado en el grupo: una secuela que alude a la muerte del padre (que, por otra parte, “en realidad” no ha muerto). Poco importa si el piso real donde nadaba el padre se rompió, se ensangrentó, lo que importa es este fantasma de padre muerto, su destrucción. Primera emergencia de un fantasma de parricidio ligado a las mujeres sin hombres, a niños fusionados con sus madres, fusionados al punto de que las madres no puedan separarse de sus hijos y custodien la sesión.

Eduardo dice: “Donde vivía se cayó y murieron mis tíos”. Los demás trabajan en silencio, reflexivamente. Dirigiéndose al coordinador y al observador, la niña pregunta: “¿Por qué vinieron tarde?”. Otro de los niños, José, intenta una respuesta: “Fueron a otro albergue” (No había habido tal llegada tarde, se había cambiado el día de sesión debido a dificultades en el albergue). Sin embargo, el equipo (compuesto por dos hombres) llegó tarde, tarde para resolver lo irresoluble, han “fallado” dejándolos, otra vez, abandonados y sometidos al peligro.

El niño que estaba haciendo un gato es interrogado por el coordinador: “¿Qué dice tu gato?”. “No habla”, responde. El coordinador se siente burlado: “Pero tú sí”. “Dice miau”, agrega el niño. Todos ríen: son gatitos, bebés gatos que no hablan en presencia de las madres, sólo pueden emitir sonidos, porque si hablan lo temido se presentifica inmediatamente. En ese momento, la niña se ha ido con su mamá, anda caminando, y todos vuelven al trabajo en silencio. Uno de ellos, ante la pregunta del coordinador acerca de qué era lo que había dibujado, dice: “Un cometa más grande que la Tierra”. “No –agrega otro–, nada puede ser más grande; sólo Dios.” La Madre Tierra ocupa todo el espacio, sólo un padreDios más grande podría sacarlos del encierro. Todos dibujan círculos. “¿A qué hora vamos a salir?”, pregunta alguien. El coordinador está invadido también por la presencia de las mamás, no puede, entonces, interpretar este movimiento de encierro, de atrapamiento en un círculo que aparece en todas las representaciones.

Uno de los niños dice: “Yo dibujé un edificio con ruedas en la base, ¿cómo me siento en un edificio con ruedas?, me sentiría mareado y no sé por dónde correr, no sabría dónde está la puerta, me marearía”. Es inevitable la tentación de remitir esto a lo real, a los rulemanes que se ponen en la base de los edificios en zonas sísmicas, al movimiento sentido durante el temblor. ¿De qué serviría eso? Y, aún más, ¿por qué aparece esta problemática en el grupo en este momento, de este modo particular? La cuestión del encierro no es sólo, en este momento del grupo, encierro en los edificios que se derrumban. El derrumbe real de los edificios ha activado fantasmas muy primitivos: ser encerrados, atrapados en un interior que ha devenido maligno, asfixiante. La “inquietante extrañeza”, lo siniestro, aquello familiar que ha devenido amenazante a partir de su sepultamiento en el fondo del inconsciente retorna de modo aterrorizante. Quedar atrapado en el interior de la madre; deseo que implica, al mismo tiempo, el asesinato del padre y se convierte en angustia. Desde lo real, los interiores protectores de la vivienda se han transformado en amenaza mortífera, pero ello no hace sino reactivar ese movimiento fantasmático de renuncia a la reinclusión en la madre primordial, lo cual conduce a estos temores innombrables en los niños.

A continuación, viene una larga secuencia donde los pequeños sienten que todo se cae: Luis hace un muñeco, “Perdió la cabeza”, dice. Ante el edificio de José que se cae, Carlos propone: “Ponle un piquito”. Luis lo sostiene con una viga de plastilina, tan grande como el edificio, y dice: “Es otro edificio”, uno se apoya en el otro. Hablan de los peligros posibles. Luis: “Es más peligroso un barco que estar en tierra, se puede hundir”. Ramón habla de su casa: “Mi casa propia la tuvo que entregar papá; ya teníamos mucho allí, doce años. A papá ya lo querían correr de allí; abajo había un sótano; mi casa es de madera y el piso se mueve, tiene una cuarteadura, se cayó un pedazo de calle y se vino para abajo; cayó sobre una camioneta, como ésa en la que llevan el dinero de los bancos; le cayó un edificio y la aplastó; y no queríamos correr, por la fuga de gas, por tres tanques. Lo bueno es que el grande estaba vacío y el mediano, a la mitad”.

El coordinador interpreta la sensación que tienen en ese momento los niños de tener la cabeza llena de cosas que presionan, como si fueran a explotar. A partir de ello, se van agregando nuevos elementos que no habían podido ser verbalizados hasta ese momento. Luis dice: “Este es un rascacielos que se cayó. Se cayó de lado, se partió y con el peso de arriba no se aguantó”. Ramón: “Por la noche vuela un muerto; se cayó un edificio, y estaba una señora cuando se cayó, allí está la persona, y no la han podido sacar, se quedó allí y un señor, el que alcanzó a salir, es el hijo de la señora. A un niño se le quemó su casa, está huérfano, su hermanito está durmiendo y como la mamá estaba borracha le encendió un cerillo y la casa era de palo, y le cayó un palo en el estómago, y lo sacaron y su mamá era borracha y no se fijaba cómo le hacía, ya no lo quería su mamá, no tenía casa, pero nosotros lo seguimos, salió y se fue, y como se salía a cada rato ya no les dejaban entrar”.

Ante la angustia que despierta este material que comienza a aparecer en una parte del grupo, uno de los niños pregunta qué hora es y si ya van a terminar. Otros continúan haciendo modelos de plastilina, fundamentalmente edificios. Carlos, el que quería terminar, insiste en salir: “¿Puedo ir al baño? Aquí, el baño es de mujeres”. La situación de regresión a los orígenes pasivizados por la cual atraviesan, producto de la ausencia temporaria de un padre, los somete a una intensa angustia de feminización al sentirse sujetados a la figura fálico-omnipotente materna que proscribe todo pasaje a las identificaciones masculinas. Ramón dice: “En un edificio, un niño que se llama como yo, quedó atrapado”. ¿Cuál será la forma en que estos niños se defiendan de su angustia de pasivización, encierro y pérdida de la identidad masculina? Al no haber interpretación por parte del coordinador, comienzan a arrojarse bolas de plastilina entre los varones, e incluso una de ellas cae en el pie del observador (algunos ríen). Forman grupitos, alianza de tres a tres y corren por el salón. La sesión termina desorganizadamente, aun cuando el coordinador fija la hora de salida y de reunión para la próxima.

Para seguir los movimientos de elaboración que los niños de este grupo establecieron en el interior de este proceso terapéutico, les voy a hacer un resumen de las sesiones posteriores y de la finalización de este grupo. La tercera sesión se caracteriza por la puesta en evidencia de algunas de las líneas que ya se anticipaban en la sesión anterior. Los niños se distribuyen en dos grupos, varones de un lado y niñas del otro (ya están presentes las dos niñas ausentes de la sesión anterior), poniendo de relieve la necesidad de retornar a sus formas habituales de diferenciación (las madres ya no están presentes). Los varones llegaron a la sesión después de un partido de fútbol y concurrieron al espacio de trabajo sin camisas. Sucios, sudorosos, desordenados, daban la impresión de una pequeña horda primitiva que retornara a la naturaleza.

Luego de ciertas dificultades para empezar, caracterizadas por el desorden de los niños y el intento de las niñas de conversar entre ellas, remedando a las señoras, el tema central de esta sesión se hace manifiesto. Luis hace dinosaurios. Aclara: “De la película del temblor, se caía todo, el templo... Es donde vivían los cavernícolas”. Juana da su propia versión: “De la película que vimos... hubo un temblor... él se casó, le dio algo de tomar y se quedó dormido, empezó a temblar y los demás cavernícolas... y ya todos los cavernícolas se vistieron bien”. Luis: “¡No es cierto!, eran sus antepasados, ¿cómo se van a vestir bien los cavernícolas?”. El coordinador interpreta la vuelta al pasado que ellos están viviendo, la sensación de sentirse cavernícolas sin ley ni normas. Noten la relación estrecha que se pone de manifiesto en este grupo entre el asesinato del padre, la ausencia de normatividad edípica, y el retorno a los orígenes que se plasma como fantasmas en complementariedad.

Luis agrega: “Un siglo es cien años, cada cien años nace la persona, lo leí en un libro; se acaba una civilización y empieza otra”. A partir de ello, los niños empiezan a hacer cavernas de plastilina y a empujarse y golpearse unos a otros. Uno de los niños intenta meter, en una caverna que está haciendo otro compañerito, un trozo amasado de plastilina de forma alargada. El coordinador interpreta en ese momento la necesidad que tienen de volver a recuperar su masculinidad, el carácter salvaje que le dan a la misma, como si sintieran que ante mujeres tan poderosas como las mamás, que pueden desprenderse fácilmente del hombre y ser dueñas del albergue, sólo pudieran ejercerla brutalmente. Esta sesión, como la que sigue, ha podido realizarse sin la presencia de las madres, que han aceptado que el equipo de terapeutas trabaje con sus niños.

La cuarta y última sesión estuvo marcada por la despedida. Desde el comienzo, Ramón lo verbalizaba claramente: “¿Por qué se van? ¡Quédense!”, reclama al equipo que ha señalado desde la consigna misma el hecho de que ésta es la última sesión. Juana agrega: “Vamos a seguir hasta abril”. Mientras las niñas hablan de mantas y lanas para tejer, a los varones se los ve deprimidos. Luis dice al coordinador: “¿Vio la película de ‘Matre’?; era una oruga gigante, hizo un capullo y le echaron fuego, y luego de unos meses salió con alas, era una mariposa”. Se inaugura, evidentemente, la posibilidad de rehacerse e incluso salir transformados de la situación de riesgo por la cual han pasado. Las niñas hacen de comer para los varones, adoptan poses tradicionalmente femeninas, dos varones discuten acerca de quién quiere ser “chingón” (hábil, que se las sabe todas). Julia finge estupidez congénita, coquetamente empleada como rasgo de femineidad: “¿Qué significa esa palabra...? Una vez me fijé en el diccionario, decía algo sobre el cocinero, pero no me acuerdo de la palabra” (es evidente que alude a “pinche”, ayudante de cocina, palabra que en México se emplea también como grosería). Sigue una larga secuencia con estas características: cada uno hace gala de masculinidad y femineidad. El contenido sexual de la misma aparece en lo manifiesto. Elvia hace una cama, todos los hombres se congregan y hacen bolitas entre ellos. Reclaman de comer a las mujeres. Estas despliegan un juego en el cual agregan a sus comidas cebollas y chiles, preguntan a los hombres cómo las prefieren. A partir de ello comienzan a hablar del futuro, imaginan adónde irán cuando salgan del albergue. Ramón dice: “Puede que me vaya a la tierra de papá, a Tabasco; allí hay mucho sol”. Carlos: “Cuando salgamos de aquí, nos vamos a una casa que compró papá”. “¿Y tú, Elvia?”, preguntan. Juana responde: “Se va para su casa”. Elvia: “Yo no tengo casa. Me quedo en el albergue”. Todos permanecen en silencio. Es posible que además de sentir el dolor de que algunos compañeros no pueden avizorar un futuro, la terminación del grupo les produce a ellos mismos el sentimiento de quedarse sin un espacio propio donde seguir elaborando las distintas dificultades a las cuales la vida los ha sometido.

* Fragmento de Psicoanálisis extramuros. Puesta a prueba frente a lo traumático, de reciente aparición (ed. Entreideas).

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