PSICOLOGíA › EN LA PAREJA, EN LA POLíTICA Y EN LOS CUERPOS
El autor sostiene que “en la Argentina hay un renacer de la pasión política y una recuperación del amor”, y diferencia –para el individuo y para la política– entre tres formas: el amor romántico, “que le acontece al sujeto y lo obliga a tomar posición”; el amor conyugal, “que rehúsa el enamoramiento y busca la seguridad”; y el amor fascista, “que procura tomar posesión del otro”.
› Por Emiliano Galende *
Creo que, en la Argentina, constatamos un renacer de la pasión política y una recuperación del amor, especialmente entre los más jóvenes. En principio, el amor supone dos personas que constituyen una comunidad mínima, es decir, son ya una relación social, que implica un lazo social específico. Esta forma particular es sin embargo equiparable a otras formas de lazo social y, también, de enamoramiento, a más de la pareja: así en la política, en el arte, en las disciplinas. Para toda relación de amor se trata, al menos, de dos, pero en cada uno el amor trasciende el plano individual del narcisismo, la satisfacción del yo. Cada amor, cualquiera sea su objeto, pone en juego partículas de algo universal, cultural. Es más, trasciende a una cultura determinada y aun a los tiempos de la historia.
El amor humano es el primer grado del pasaje del individuo a un más allá de sí mismo, es una presencia, en la singularidad, de un universal cultural. El amor, como el vivir, no se reduce nunca a los intereses individuales, sino en la manera como el mundo se expone al sujeto; es, en este sentido, el “nosotros” temprano, ya que nunca, desde el nacer, estamos solos. El amor, como la vida, no pertenece enteramente a la voluntad de cada uno, es algo que nos ocurre en la vida, y sólo cuando nos acontece podemos decidir.
Esto es lo que nos ha enseñado el amor romántico: se trata de lo que nos ocurre, lo que llega al individuo y, como un acontecimiento –en el sentido que dio a este término Alain Badiou–, obliga a tomar posición. En esta toma de posición, podemos diferenciar tres formas subjetivas de respuesta, tres tipos de sujeto, siguiendo aquello que en el siglo XIV ya nos enseñó Giovanni Boccaccio en su Decamerón. Al primero de estos amores lo llamaré “amor romántico” y lo vincularé con el Romanticismo del siglo XIX; al segundo, “amor conyugal”; al tercero, “amor fascista”.
El sujeto del amor romántico no responde a un mandato cultural –casarse, ser madre o padre, etcétera– ni responde a leyes, como el matrimonio. Enamorarse no es obligatorio ni responde a una voluntad: es algo que le ocurre al sujeto. Este amor, como lo señalaron los románticos, tiene su opuesto en la moral religiosa o cultural; por eso fue vivido como una experiencia de transgresión y libertad, y en la actualidad lo vivimos como reacción a lo dominante cultural. Recordemos que el amor romántico fue un grito de libertad, de igualdad entre hombre y mujer, frente a las imposiciones de matrimonio del siglo XIX.
Las luchas por la igualdad de género y contra las leyes del patriarcado, en nuestro tiempo, responden también a este amor romántico, al romper con la idea de que, frente al sexo y el amor, los sujetos sean sujetos morales, regulados por la religión o la cultura burguesa. En los enamorados, la moral y las decisiones sobre el sexo son resultado del acuerdo libre entre ellos sobre lo prohibido y lo permitido, asumiendo cada uno sus consecuencias. La ley sobre el matrimonio igualitario parte de reconocer esto.
Todas estas formulaciones sobre el amor romántico se ajustan también al sujeto del enamoramiento en el orden político, que asume este amor trascendiendo su yo, apostando a un nosotros, al compromiso social y sus consecuencias. El amor romántico en la política es a la vez un amor por la verdad.
El sujeto del amor conyugal es el que rehúsa asumir las consecuencias del enamoramiento, el riesgo de la dependencia; teme el acontecimiento, que no domina, y cree en una existencia satisfactoria bajo la seguridad conyugal. Elige la seguridad, la continuidad, los roles fijos, la dependencia asegurada del otro. De alguna manera, en la actualidad, el contrato matrimonial vuelve a tener algo del siglo XIX: establecer las ventajas (ahora no sólo económicas) que el matrimonio ofrece para su vida: no estar solo/a; llenar el amor y el sexo para que, controlado, no lo asalte o lo sorprenda; cubrir las necesidades en familia; asegurar un lugar social frente a los demás.
Se trata así de confinar en un espacio social –el lazo conyugal, tan restringido y seguro como sea posible– esa parte salvaje, pasional, desigual, no controlada, que supone el amor en tanto nos sucede como acontecimiento. Desde siempre se afirmó que la familia es el adversario permanente del amor romántico. En la política, el amor conyugal también se expresa, y en la misma dirección: contrato social, seguridad, consenso, evitar los conflictos, dominio de la tradición, continuidad de sus instituciones. Es lo que identificamos como política conservadora. Si el amor romántico es pasión del cambio y ruptura del orden instituido, asumiendo los conflictos reales, este otro es reproducción de la sociedad en un orden conservador de sus instituciones y sus tradiciones. Entre ambas dimensiones se debate la política actual.
El sujeto del amor fascista se caracteriza por los celos extremos, la posesión del otro, borrar en él todo aquello que le otorgue una vida autónoma, siempre bajo la sospecha de la existencia de un amante o una amante que ponga en riesgo la posesión. La ficción de ser “uno”, en la pareja, requiere suprimir todo lo que haga sentir que son dos, o más, como sucede en la vida; forzar una fusión que anule toda contingencia. En el extremo, tanto en el amor de la pareja como en la política, prima la violencia de eliminar al otro como otro, así ocurre en parejas con estos rasgos, y así ocurre en los grupos fascistas.
En el amor fascista, el pacto requiere que todo esté en “dos que somos uno”: identificación caníbal, y un exterior, los otros, por principio enemigos o amenazantes. En ambos, el amor de pareja y el amor político, están presentes la violencia y la muerte, infligida al otro exterior, extraño, o al interior: al infiel o al traidor. En política, el fascismo es exigencia de identidad total en el grupo, bajo símbolos que identifican al grupo y lo unifican; entrega, renuncia a lo personal, juramento de fidelidad al líder y enfrentamiento a los enemigos. El amor fascista anida en los sujetos y en la sociedad; es, desde siempre, la amenaza que acecha a todo convivir democrático.
Estos tres tipos subjetivos nunca son puros: están en un mismo sujeto, sometido a tensión; siempre hay, en cada sujeto, montantes diferentes de los tres tipos de subjetividad. En la vida social también anidan estos tres tipos de subjetividad. Una política romántica, de cambio y transgresión, debe enfrentar siempre a la seguridad conservadora y a la violencia fascista.
Esto da razón de por qué, en diferentes momentos de la cultura, de la vida social y del amor de pareja, domina uno u otro tipo de comportamiento. Así como un amor conyugal puede dejarse para asumir el riesgo de una pasión que ha acontecido, también en política la sociedad puede girar desde una posición conservadora o escéptica hacia una pasión optimista, de transformación de un orden injusto u oprimente. Dentro de los límites de las identidades de clase social, estos cambios no suelen ser previsibles ni productos de una voluntad: son también acontecimientos, que se hacen presentes en una sociedad.
En uno y otro caso, es esencial que surja lo que llamo “un otro desencadenante del acontecimiento”: no es la figura de un líder preexistente, sino un sujeto que construye su liderazgo al desencadenar el acontecimiento político, o la pasión amorosa. El amor no llega al sujeto desde una pasión interior que preexista al enamoramiento, sino que acontece cuando alguien, siempre singular e inesperado, dispara en él esta pasión. No es, como en el mito de Cupido, un ángel que dispare su flecha: somos flechados siempre por un semejante concreto y visible.
Y en política ocurre del mismo modo: en los sujetos existe la disposición, el interés por lo social, por la vida en común y su gobierno, pero sólo cuando un político enuncia sus principios, encarna las ideas, asume la pasión por realizarlas, se constituye en líder, logra representar esas ideas y despierta el amor por esa política. El líder de un proyecto de vida en común no preexiste al surgimiento de esa pasión; sólo al despertarla se constituye como tal. Creo que esto está presente en el actual enamoramiento por la política en el país.
No dudamos de que el amor es un valor en la vida psíquica, así como el odio, el resentimiento, la decepción, el engaño sufrido, actúan como tóxicos para el psiquismo. Todos lo reconocemos en nuestra vida amorosa: en el amor de la pareja, como en la fiesta, como en la tribuna cuando el equipo gana, como en el baile compartido, como en la manifestación política, los cuerpos se aligeran y saltan, toman ritmo; se vivencia al otro como compañero, como amigo o como amante; sentimos que la unión es placentera, que la satisfacción reside en el integrarnos.
También conocemos lo contrario: el rencor, el odio, la decepción, el miedo, la incertidumbre sobre el futuro, hacen que los sujetos se retraigan sobre sí mismos; sus cuerpos, decaídos como su ánimo, no son aptos para saltar o bailar; la pasividad los invade: no es posible la manifestación de los desanimados, de los pesimistas o de los resentidos: el otro, los otros, o son indiferentes o son enemigos. Recordemos cómo las dictaduras que hemos sufrido provocaron y utilizaron estos sentimientos. Y tengamos presente ahora que la mentira, la falsedad, con la intención de provocar estos sentimientos de decepción, rencor, temor, tiene el mismo sentido político: paralizar las ilusiones, alentar la pasividad, atenuar los entusiasmos, mantenernos pesimistas y aislados.
Vale recordar las consignas del Mayo francés: “la imaginación al poder”, “amor libre”. Las luchas por el amor, la igualdad, la libertad, el deseo de protagonismo, siempre han causado temor a los poderes dominantes, porque entienden bien que sus privilegios individuales están amenazados.
No dudo de que asistimos a un renacer del amor y la verdad en el país. Observamos muchedumbre de jóvenes, y también viejos románticos, decididos a luchar contra los escepticismos en política, y a inventar formas de encuentro más libres y dispuestas a exponerse al amor verdadero; cuerpos que anhelan encontrarse en manifestaciones, sujetos que se sienten protagonistas de la construcción de su vida y, en un mismo gesto, la construcción de lo social.
Y, lo que creo esencial para la salud mental de cada uno, sujetos decididos a enfrentar esos dos polos que desde siempre amenazan la vida libre: el discurso de la seguridad, discurso conservador si lo hay, en la pareja amorosa y en la política; y el discurso fascista, violento, que se vale desde siempre de la mentira, el miedo y la amenaza sobre el futuro. Defender un discurso romántico en la política, como creo está comenzando a ocurrir en el país, es generar en los individuos condiciones para un renacer romántico en el amor entre sujetos libres. Este camino es también el camino de ampliación del dominio de los valores de la salud mental: lograr un sujeto activo, comprometido con su comunidad y capaz de comprometerse en el amor.
* Director del doctorado en Salud Mental Comunitaria de la Universidad de Lanús. Texto extractado del trabajo “Amor, política y salud mental”.
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