PSICOLOGíA › UNA SITUACION REITERADA EN CONSULTAS DE PAREJAS
“Antes de los chicos era acostarnos y coger. Ahora estamos cansados, los llevamos a la cama y vemos Gran Hermano o Tinelli”, cuenta un marido, en sesión de pareja. A partir de esa “escena frecuente” en parejas actuales, el autor de este ensayo procura vincular la cuestión del “lugar-hijo” con la crisis de la intimidad en la sociedad actual.
› Por Daniel Waisbrot *
En la última sesión de pareja, Marina había podido pensar que no se trataba de que ella no deseaba a Francisco: lo que estaba en el horizonte de su negativa era el temor a un acercamiento frustrado como el de muchísimas veces. Así que, esa noche, ella también lo esperaba. Joaquín, el hijo de ambos, había cumplido cuatro años y, mientras los últimos invitados se iban, ella corrió al dormitorio matrimonial, con Joaquín y Johana, como todas las noches, a intentar que se durmieran. Acostada en la cama, con su panza incipiente que preanunciaba otro niño, prendió la tele; mientras escuchaba alguna absurda discusión de Gran Hermano, los chicos abrazados a ella se iban durmiendo. Francisco, después de llevar los vasos a la cocina, fue al dormitorio.
“Cuando entré, el espectáculo era tremendo”, contó en la siguiente sesión de pareja: “Ella mirando Gran Hermano con los pibes abrazados a ella durmiendo..., yo no tengo lugar, no hay lugar ahí para mí. Me enojé. ‘Otra vez sopa, andá a cagar’, dije, agarré mi almohada y me fui a dormir al sillón del living. Con ella, entre los pibes y Gran Hermano, no se puede.”
“¿Ves que sos un pelotudo? Los estaba durmiendo para estar con vos, tarado. Andate al living, qué carajo me importa, nunca entendiste nada ni vas a entender.”
“Yo quería encontrarme con vos, no con los pibes, siempre están los pibes y, ahora, la panza.”
“Los estaba durmiendo, solamente quedaba llevarlos a la cama de ellos. ¿Por qué no me ayudaste y los llevabas vos y listo? Yo también quería estar con vos, pero no, el señor se ofende y se va.”
“Si querías eso, ¿por qué no me lo dijiste? Cuando me fui para el living, ¿sabés lo que me dijo?”, se dirige al terapeuta: “Vino corriendo y me gritó que yo los había despertado, con lo que le costó dormirlos... Una mierda, todo es una mierda”.
La sesión siguió, el clima fue cambiando y algo pudieron decir de sus encuentros.
“Antes de los chicos era acostarnos y coger. Ahora terminamos muertos, estamos cansados, se duermen acá, los llevamos a la cama y nos quedamos viendo Gran Hermano o Tinelli. Nos decimos dos boludeces, qué lindos los nenes, te amo. Y nos vamos quedando dormidos.”
Marina y Francisco reproducen una escena frecuente: parejas en las que la sexualidad parece haberse extinguido, y la noche va pasando entre los hijos y la tele. Algo ocurre en el pasaje de pareja a familia, que muchas veces deja afuera la sexualidad.
Para pensar qué sucede en ese pasaje, recordemos que históricamente pueden distinguirse tres espacios, con características diferenciales, en los que fluye la vida humana: lo íntimo se caracteriza por la opacidad; lo público concierne al orden de la trasparencia y en una zona de fronteras blandas, con poca consistencia, se halla lo privado, organizado alrededor de cierta discreción. Paula Sibilia (“Mutaciones de la subjetividad” en La intimidad. Un problema actual del psicoanálisis, ed. Psicolibro, Buenos Aires, 2010) sostiene que últimamente parecen haberse desdibujado los límites entre esos espacios y pareciera emerger “cierto modelo hegemónico de subjetividad: un ‘modo de ser’ que se autojustifica porque es perfectamente compatible con las exigencias y necesidades del mundo contemporáneo. En la sociedad del espectáculo, la soledad y el silencio se han vuelto inaguantables”. Sibilia propone que la subjetividad actual produce extimidad allí donde había intimidad.
Para esta autora la interioridad ha dejado de ser el núcleo de lo verdaderamente humano; lo que ayer se escribía en un diario íntimo se expone hoy, en la web, a la mirada obscena del conjunto. El modelo de la vida interior está en crisis: la supuesta verdad del ser se cifraba en ese contacto con la propia interioridad, donde el pudor y el secreto dominaban la escena, pero hoy el escenario es la pantalla donde se ofrece la vida a lo público, como espectáculo: resta entonces saber qué sucede con el que observa, consume y goza de esa exposición pública del otro; y, también, qué ocurre con esa trasmutación en la vida de las parejas.
¿Por qué Marina y Francisco forman parte de ese conjunto monumental que mira con pasión la extimidad de los personajes de Gran Hermano? ¿Qué ocurre en la vida de esta pareja que rehúsa a su propia intimidad y en las noches, terminadas las demandas de sus niños, se dedican, a veces hasta altas horas, a observar las vidas expuestas por otros en una pantalla?
Me gustaría plantear la hipótesis que, en la experiencia amorosa, el rehusamiento a la intimidad reviste siempre un carácter sintomático. El amor es un espacio privilegiado de resistencia a la experiencia de la extimidad, a la transformación de la intimidad en espectáculo. Y lo es por cuanto el amor enlaza intimidad y otredad.
El encuentro amoroso es del orden del acontecimiento y supone una experiencia, un “hacer el amor”. Ese hacer los ubica a ambos en alguna relación con lo sexual. El amor, al poner en escena la diferencia (Alain Badiou, Elogio del amor, ed. Flammarion, Madrid, 2010), permite establecer un lazo entre uno y otro, y así declarar la existencia del Dos. La subjetividad de ambos se verá alterada en la experiencia de la otredad.
Pero no es una tarea que se produzca de una vez: exige un trabajo vincular que permita sostener la alteridad, más allá de la ilusión de espejamiento y completud que pudiera habitar a los sujetos de esa relación en los momentos del encuentro. Si el resultado de ese encuentro arma una pareja, se producirá seguramente un reordenamiento subjetivo y una cierta estabilización fantasmática, una suerte de equilibrio inestable que les otorga pertenencia a ese conjunto. Algo habrá armado comunidad entre ellos, fundamentalmente en lo que concierne a la diferencia sexual, pero también a todo aquello que tenga que ver con experiencia de la diferencia en todos sus niveles. Se habrá armado una intimidad especial, diferente, una intimidad del Dos.
Badiou propone pensar el amor como una construcción de verdad. Escribe: “El amor es un proyecto, que incluye por cierto el deseo sexual pero también mil otras cosas, o sea, cualquier cosa siempre y cuando se trate de vivir una experiencia desde el punto de vista de la diferencia”. El amor, entonces, como procedimiento de verdad, comienza con un acontecimiento, el encuentro, y continúa con las consecuencias de ese encuentro.
Pero, advierte Badiou, “el amor está amenazado por la sociedad contemporánea. Esa sociedad bien quisiera sustituir el amor por una suerte de régimen comercial de pura satisfacción sexual, erótica, etcétera. Hoy se busca domesticarlo con una mezcla de pornografía libre y contrato financiero. El amor debe ser reinventado para defenderlo, debe reafirmar su valor de ruptura, su valor de casi locura, su valor revolucionario como nunca lo hizo antes”.
De manera que el amor será una construcción de verdad, verdad que se experimenta a partir del Dos y no del Uno; la experiencia de la diferencia y no de la identidad. Si la sexualidad termina en una suerte de vacío, algo así como una experiencia del Uno, donde el otro estaría más en la posición de objeto que de sujeto, el amor, en cambio, sostendría la ilusión de que algo permanece en ese vacío, de que hay vínculo, más allá de esa relación sexual que no existe. Construcción de verdad acerca de la diferencia, construcción de una intimidad compartida, una interioridad del Dos.
Badiou no indaga sobre los problemas que se les presentan a las parejas para tramitar esa diferencia. Eso nos compete a nosotros. Y lo que nosotros, más o menos, sabemos, es que el problema es el otro. El otro, muchas veces ilusionado como idéntico pero, en verdad, semejante. El otro, que estalla en sus diferencias todo el tiempo y rara vez está donde uno lo espera. Y allí su condición de ajenidad, de irrepresentable, de inabarcable.
Habrá siemspre un resto que no se deja representar. Su presencia incluye ese resto, impide su totalización, haciendo estallar las coordenadas del saber acerca del otro. Nunca hay presencia plena, porque siempre está atravesada por lo inapropiable, por su ajenidad radical.
Decíamos que ese acontecimiento, el encuentro, fue deviniendo en una intimidad compartida donde la sexualidad se fue explayando desde el Uno hacia el Dos. Esa experiencia de la sexualidad va por más, no sólo por el cuerpo del otro, sino por el ser del otro. Ahora nos preguntamos: ¿qué genera el deseo del hijo y cómo se combinan alianza y filiación para fundar familia?
En un trabajo anterior (Más de un otro, ed. Psicolibro, Buenos Aires, 2010) señalé que la decisión de habilitar la filiación pone a trabajar en el vínculo la sucesión de generaciones y con ello el tema de la deuda y de la muerte. También destaqué que la presencia del hijo “interpela como acontecimiento, tanto a la pareja de la alianza como al vínculo de filiación” (Gáspari, R., Rajnerman, G., Santos, G., “Estructura y acontecimiento. La pregunta por el origen en la familia adoptiva” en Revista de la Asociación Argentina de Psicología y Psicoterapia de Grupo, 1994).
Se trata de trabajar la posibilidad de la pareja de producir el lugar “hijo” como un espacio acontecimental, que les permita introducir un cambio en la cadena de repetición y transmitir ese giro en la cadena, ubicándose en una genealogía desde una posición diferente de la legada por sus familias de origen. Me interesa retomar esta cuestión a la luz de la enorme presencia clínica que tienen, en las consultas de pareja, las dificultades en ese tramo de la vida.
La presencia del hijo inaugura una nueva tarea intersubjetiva para la pareja. El trabajo del amor deberá sostener sin claudicar la tensión inédita entre amor sexual y amor filial.
Podríamos decir, nuevamente con Badiou, que el hijo forma parte del espacio amoroso en lo que ese autor denomina: un punto. “Un punto es un momento particular sobre el cual un acontecimiento se estrecha, donde, de alguna manera, debe volver a reinterpretarse el acontecimiento, como si volviera bajo una forma desplazada, modificada, pero obligándonos a redeclararlo. En suma, un punto es cuando las consecuencias de una construcción de verdad generalmente nos obligan a rehacer una elección radical.”
Ese punto inaugura la tensión. Será, a partir de allí, una parte del trabajo intersubjetivo del amor, “trabajo psíquico del otro o de más de un otro en la psique del sujeto del inconsciente” (René Kaës, Un singular plural, ed. Paidós, Buenos Aires, 2010). El deseo de hijo forma parte del deseo amoroso bajo esa interesante formulación de un punto para el amor. Vemos que en las parejas hay una suerte de prueba alrededor del nacimiento, y esa prueba resulta de cómo va a desplegarse la experiencia del Dos después de haberse confrontado con ese punto.
Pareciera entonces que el recorrido de la experiencia amorosa se pliega en la experiencia del nacimiento, a la manera de un embudo. “Antes era acostarnos y coger”, decían Marina y Francisco. Algo habían desplegado en torno de su sexualidad amorosa que se replegó ante la experiencia del nacimiento y quedó atrapado allí, como atascado sin poder volver a desplegarse. La experiencia amorosa quedó subsumida en el amor parental, a costa del sacrificio del amor sexual. Esa doble vía, esa tensión necesaria entre los distintos espacios no pudo ser sostenida.
Si Marina está esperando que los niños se duerman para llevarlos a su cama, mientras Francisco supone que ella está en la cama con ellos para no encontrarse con él, el malentendido da cuenta de la negación de ese resto ajeno que les imposibilita algún nivel de encuentro. Sin embargo, allí, justamente allí, algo de otro orden, ligado con sus alianzas inconscientes, le dará formato a una intimidad que consiste en observar al Gran Hermano, dejando a la vista que el estar juntos y solos se les sintomatiza.
Ellos se duermen, como duermen a sus hijos. Los chicos no “se van a dormir”, sino que “se van durmiendo”. No están a solas en su cuarto, en ese encuentro con su propia interioridad posibilitadora del sueño. Y ellos, en lugar de recorrer el camino de su propia intimidad, o de la intimidad compartida alrededor de su sexualidad, se entregan a la pantalla de las vidas ajenas, mostradas en el gran reality televisivo.
El trabajo intersubjetivo se ha trabado. Los dos creen saber por qué el otro hace lo que hace. Habrá que ver qué posibilidad tienen de sustraerse a la oferta alienatoria de la pantalla y volver a desplegar algo de aquel amor sexual que quedó plegado en el punto de los nacimientos.
* Psicoanalista. Texto extractado de “El trabajo del amor. La tensión entre amor sexual y amor filial”, presentado en el Congreso de la Federación Latinoamericana de Psicoterapia Analítica de Grupos (Flapag), 2011.
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