Jue 02.02.2012

PSICOLOGíA  › NIñO PERDIDO EN LA PLAYA

“Plap, plap...”

› Por Alejandro Del Corno *

En una playa, un aplauso rítmico irrumpe y advierte que alguien perdió a alguien. Desde la mirada de los adultos es claro que esa señal representa que un niño se perdió. Sin embargo, es al niño a quien se le perdió su adulto, su adulto responsable. Los niños experimentan devastadoras sensaciones mientras pasan por esos interminables, angustiantes momentos en que pierden de su campo de visión a su referente afectivo. Después, seguramente, será avistado por un adulto desconocido, quien lo subirá sobre sus hombros y lo trasladará, como a una imagen religiosa en procesión, con un séquito, también de desconocidos, que se suman y asocian rápida y solidariamente en este significativo rito playero, batiendo palmas.

Un singular aplauso, corto y cadencioso, con un único objetivo: reencontrar al niño con sus padres. El aplauso distrae a los demás veraneantes de sus actividades e impone la necesidad de focalizar la atención en esta escena que transcurre mientras se verifica dónde están los niños propios, quienes al ser localizados con nuestra mirada nos devuelven cierta tranquilidad y una sensación tácita de silencioso orgullo, cercano a una especie de recompensa por nuestra correcta función de cuidado.

Luego, siempre con nuestra mirada, se intentará localizar, como desde arriba, a los padres perdidos/perdedores para establecer una suerte de conexión invisible entre éstos y el niño buscador. Volviendo al quién pierde a quién, y contrariamente a lo observable en estas situaciones que se presentan en los escenarios de las playas, no son los padres los que pierden a los niños sino que son éstos los que pierden a sus padres.

“Te me perdiste”, “¿No nos encontrabas?”, “Se alejó y se perdió”; “...una vez, cuando eras chico te perdiste en la playa”. Frases como éstas le otorgan al niño, sujeto de esos enunciados, el peso de cargar con una responsabilidad de sujeto autónomo; con una supuesta, prematura e impuesta capacidad de orientación, cuando en realidad son los padres quienes deberían estar al alcance de la mano o de la vista de ese niño para que pueda ir inaugurando su propio espacio y así poder apropiarse de él.

Asimismo, el primero que vivencia la sensación de pérdida es el propio niño, de hecho los papás son anoticiados por terceros de que su hijo “se les perdió”.

Al entrar en una espacialidad apenas conocida, la sensación vivenciada por los chicos es abismal y de vacío, ya que no se logró aún incorporarla como tal, agrandándose y transformándose, en un espacio, otro. Con cada pasito que se da en falso en dirección fallida, en sentido opuesto al lugar conocido, se aleja del lugar al que se desea volver. El instante se eterniza. Este espacio que hasta hacía muy poco era un lugar de juego y diversión, que podía ser conquistado mansamente, se transforma ahora en una zona difícil de atravesar; tiempo y espacio confluyen, cambian rápidamente sus configuraciones y dejan ya de acompañar para transformarse en amenazantes, abandonando al niño o por lo menos jugándole sus propios trucos.

¿Cuál será el momento exacto en que irrumpe la sensación de no reconocimiento? ¿Cuándo cada paso se transforma en una trampa hacia lo desconocido? Los niños reaccionan primero intentando correr y luego haciendo sus pasitos más lentos y sigilosos hasta no avanzar más. Miran hacia ambos lados y, desde esa escasa y limitada altura que parecieran no alcanzar, confirman que no hay salida. Como si el avanzar-atravesar impusiera más extrañeza, empujándolos hacia el temor. Allí se detienen, registro instintivo de supervivencia, con la inmovilidad como defensa frente a la sensación de desamparo.

El espacio se transforma entonces en esa especie de bosque encantado de los cuentos infantiles donde los niños, por desoír el mandato de sus mayores, devienen perdidos, quedan atrapados por lo desconocido y arrojados a una suerte que no pueden manejar. Arboles que adquieren aspectos terroríficos, ramas que ocultan y redibujan el paisaje, vientos que se convierten en sonidos espectrales. Un sin fin de percepciones que devienen en representaciones mentales: bosques devoradores de niños.

Estas son algunas de las significaciones que puede adquirir la representación del espacio en los distintos momentos de la construcción psíquica en los niños. Procesos posibilitadores de un registro imaginario que permiten estructurar un tránsito hacia un espacio habitable.

* Psicoanalista de niños.

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