Jue 22.05.2003

PSICOLOGíA  › ACERCA DE LAS CARACTERISTICAS
Y CONDICIONES DE POSIBILIDAD DE LOS DUELOS EN LA INFANCIA

“Yo quiero ver los huesitos, cómo quedan los huesitos”

No es fácil saber qué pasa en un chico cuando muere un familiar, porque el duelo en los niños se expresa en forma diferente que en los adultos. El autor de esta nota lo investiga a partir de un caso clínico donde el duelo se complica por la presencia irredenta, cruzando las generaciones, de los desaparecidos en la dictadura.

Por Gabriel Donzino *

Milagros, de nueve años, fue derivada por el colegio con motivo graves problemas en el aprendizaje. Una evaluación psicopedagógica previa había indicado “serios conflictos psicológicos”. En las primeras entrevistas el padre de Milagros se quejó, con evidente molestia, de que todas las mañanas la niña, mientras él se afeitaba, le contaba que había soñado con su madre muerta. En el sueño, la madre se le aparecía con un bebé en brazos, se le acercaba, le secaba las lágrimas a Milagros y le decía: “No llores”. Otras veces el sueño era con la imagen de una Virgen, siempre con un niño en brazos; le brotaba una lágrima que caía por la mejilla. Ante estos relatos el padre se irritaba, se desesperaba. Le preguntaba a la niña por las imágenes del sueño y comprobaba que eran descripción de la madre muerta. “¿Cómo puede soñar con la madre si no la conoció?”
El padre refería el comienzo de los episodios a que su suegra le había contado a la niña que su madre estaba muerta. La niña conocía este hecho ya que iban al cementerio a visitar a su mamá y a su hermanito, muerto de bebé, quien yacía en la misma tumba de su madre. Julia, la actual esposa del padre, contó que la abuela materna de Milagros le mostraba fotos de la madre, recordándole que Julia no era su mamá sino su madrastra: la imagen con la que Milagros soñaba era la que conocía por las fotos: “La culpa es de la abuela por mostrarle esas fotos”.
La mamá de Milagros había sido una mujer de frágil salud. Después de la muerte del primer hijo varón, de meningitis, cuando tenía seis meses, la depresión la había inundado, y se había encomendado a la Difunta Correa para que sus hijos nacieran y crecieran sanos. Nació Deolinda, la hermanita mayor de Milagros, y dos años más tarde otra Deolinda: Milagros Deolinda. Los nombres de esta niña responden: el primero, a la Virgen de los Milagros, a quien la madre le había pedido que naciera un varón, y el segundo al de la Difunta Correa.
La madre falleció pocos días después del nacimiento de Milagros. El padre, que también había quedado huérfano de madre cuando niño, acudió, desesperado, a Julia, su novia de adolescencia, y le pidió que se hiciera cargo de sus pequeñas hijas. Julia, al ver a Milagros flaca, sucia y escaldada, se decidió a aceptar.
Julia ya había criado a dos sobrinas que convivían entonces con ella. Interrogada respecto de si ella hubiera deseado tener hijos propios, rompió en llanto: contó que, de soltera, había tenido un hijo que estudiaba ingeniería en Tucumán y que “desapareció” durante la dictadura. “Supongo que está muerto pero me dijeron que no hiciera nada porque podía desaparecer yo. Si supiera dónde están sus restos, para llevarle una flor... Ni siquiera en sueños puedo verlo.”
Presuntamente, las niñas no sabían de este hijo de Julia. Sólo su esposo y las sobrinas, cuando la veían llorar, entendían por qué lo hacía. Milagros, en cambio, preguntaba con insistencia por qué, cada vez que iban al cementerio a visitar la tumba de su madre y hermanito, tenían que llevar una flor para el osario común.
Milagros se presenta en la primera entrevista como una niña sumamente rara. Hace visajes y revolea los ojos hasta el punto de dejarlos en blanco. Dibuja una arbolito con las raíces visibles y, entre ellas, un puntito ennegrecido. “Es un arbolito con raíces”, dice. “Sí –le contesto–, y veo que hay una cosita ahí”, mientras le señalo el puntito. “Es un pajarito que se murió y lo enterraron ahí... vos sabés cómo queda... la tortuguita... cuando se muere... cómo quedan los huesitos. Yo enterré un pajarito y quiero ver los huesitos, cómo quedan los huesitos”. Agrega al dibujo otra forma circular, imprecisa, me cuenta sobre una tortuguita que tuvo, y empieza a lloriquear y a hacer visajes.
A Milagros, un mito familiar arrasador la ha dejado en un lugar comprometido: ella no es el varón pedido a la Virgen, pero esta negativa alude al lugar que le esperaba: reemplazar al pequeño fallecido. Desde ese lugar mítico es la que sobrevive alimentándose de la madre muerta ytambién la Difunta que revive a su hijo; es la Virgen-madre que llora los hijos desaparecidos de otra madre. La falla en la apropiación simbólica del objeto deja a Milagros confinada a la representación de la pérdida a través de lo real de la muerte: los “huesitos”, los restos materiales.
No es posible el duelo de un niño aislado. Un niño en duelo está inmerso en un medio ambiente aquejado, a su vez, por una pérdida. La palabra del adulto, del padre superviviente, la versión sobre qué es la muerte, la negación o el silencio tienen durante la infancia consecuencias determinantes sobre la posibilidad de que un duelo sea llevado adelante o no. El duelo del niño puede quedar imposibilitado, frenado o dificultado a partir de la mentira de los adultos, de su silencio. Versiones como “está en el cielo”, “se quedó dormida”, “se transformó en un ángel”, emergen en variadas formas sintomáticas, como las fobias. Las versiones del silencio emergen en cuadros quizá más graves: enfermedades psicosomáticas, adicciones, vacíos.
Arminda Aberastury (La percepción de la muerte en los niños, 1978) se pregunta por qué los padres no pueden decir al niño lo que pasó, significar la muerte como tal: advierte que así los padres piensan que le evitarán un sufrimiento al niño pero que, en realidad, identificados proyectivamente con el hijo, los padres están hablando a sus propios aspectos infantiles, desvalidos respecto de esa muerte.
El silencio, las mentiras o las explicaciones falsas exigen al niño un doble trabajo. El niño sabe que algo ha pasado: no sabemos qué representación tiene de la muerte pero sí que tiene una inscripción de lo ocurrido, una percepción de que alguien no está. Esta percepción de lo ocurrido debe ser falseada en función de lo que le cuenten, y esto requiere un mecanismo renegatorio: el niño debe renegar de una convicción en función de una palabra mentirosa.
Este fenómeno no sería necesariamente problemático, ya que forma parte del primer movimiento normal en todo duelo: la renegación de la pérdida. El riesgo estriba en una patologización de este mecanismo, al quedar sostenido por una versión parental coincidente con la renegatoria del chico mismo.
El segundo tiempo del duelo consiste en la producción de fantasías de reencuentro con el objeto perdido, o de seguir sus pasos y morir con él, lo cual supone ya una modificación del contenido renegado: se acepta la idea de su desaparición, pero cabría un reencuentro en algún otro lugar. Estas fantasías se toparán tarde o temprano con la prueba de la realidad, la opción entre la vida o la muerte, con la consecuente posibilidad de una salida elaborativa.
El caso de Milagros nos muestra otro aspecto del lugar parental en los duelos: el niño no puede preguntar, no puede recurrir a un adulto que le ayude a significar la situación de pérdida porque golpea en un punto de imposibilidad del padre superviviente; es decir, en sus propios conflictos y duelos pendientes. El niño lo intenta, pero pronto percibe que sus preguntas angustian al otro y opta por proteger al adulto de ese dolor.
Esto tiene su contracara en la protectora actitud de los adultos que desean aliviarle al niño cualquier dolor y sufrimiento. Como señalaba Aberastury, creen que el recuerdo y la palabra sobre el dolor causa más dolor, desconociendo que la falta de palabra para un dolor es lo que más duele. El adulto superviviente teme hablar de la muerte o plantear la situación porque ese solo acto inviste sus recuerdos dolorosos.
El niño, por su parte, capta que preguntar y querer saber hace sufrir al otro: él no quiere que su único objeto se ponga mal, y el otro tampoco quiere que él sufra por pensar en eso, de modo que el niño debe callar. Algunos padres ven, con alivio, que el chico “está muy bien”, que sigue igual que antes. Motivo por el cual es poco frecuente que recibamos consultas por que se suponga, o se tema, dolor en los niños que han perdido seres queridos.
* Docente en la Carrera de Especialización en Psicoanálisis con Niños de UCES-APBA. Texto extractado del artículo “Duelos en la infancia. Características, estructura y condiciones de posibilidad”, publicado en Cuestiones de Infancia. Revista de Psicoanálisis con Niños, Vol. 7, 2003.

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