PSICOLOGíA › NIñO EN CONFLICTO CON LA LEY PENAL
› Por Andrea Homene *
El chico parecía resignado frente a lo que estaba sucediendo. Detenido, acusado de cometer un delito grave, enfrentando un proceso penal que probablemente desembocaría en una extensa condena, no atinaba siquiera a intentar esbozar algún argumento más o menos exculpatorio, más o menos convincente. Lo escuchaba responder a las preguntas, desafectivizado, monótono, sin matices. Hasta que se me ocurrió decirle que tal vez ésta fuera una oportunidad para que se preguntara si ésta era la manera en la que quería seguir viviendo. Pareció despertar con mi propuesta. Su mirada cobró firmeza y una expresión de compasión hacia mí invadió su rostro. Respondió con otra pregunta:
–¿Usted cree que yo puedo tener otra manera de vivir?
Habló sin esperar que le respondiera; sólo devolvía así la propuesta que le había hecho.
Me quedé pensando durante días acerca de su respuesta, que él había formulado como pregunta.
¿Tiene alguna otra manera posible de vivir?
En aquella entrevista, sin embargo, me prometió que –aunque le daba vergüenza– la próxima vez que nos encontráramos me contaría la historia de su familia. Lo que sé hasta ahora es que desde los 10 años vive solo en la calle, en casas prestadas, en aguantaderos. Que aun en esta situación, y gracias a la ayuda de algún conocido que le compraba los útiles escolares, completó el 9O grado. Que gracias al amor de una noviecita dejó de drogarse. Con poquito, ha hecho mucho. Pero no sabe hacer nada que le permita conseguir un empleo. ¿Y de qué vive un niño que está solo, en la calle, sin recursos y sin edad ni conocimientos laborales como para conseguir un trabajo?
De acuerdo con los datos obtenidos a lo largo de varios años de trabajo con menores en conflicto con la ley, la enorme mayoría de ellos no ha completado la escolaridad primaria, carecen de capacitación laboral y los que han conseguido empleo lo han hecho en espacios pésimamente remunerados y con malas condiciones de trabajo, sin estabilidad, sin cobertura médica ni seguros por accidentes, sin vacaciones ni aguinaldo; en contextos lindantes con la explotación laboral. Trabajan muchísimas horas por magros salarios.
Estos chicos, golpeados en su infancia por un momento histórico de desintegración social y familiar, por una de las más grandes crisis que atravesó nuestro país, asoman a su adolescencia y adultez con las secuelas, en el cuerpo y en el psiquismo, de los daños padecidos tan tempranamente.
Los planes sociales tendientes a paliar las graves carencias de una parte importante de la población argentina comienzan a hacer sentir sus efectos en la población infantil. Pero no logran alcanzar a la población comprendida entre los 14 y los 21 años aproximadamente, que, habiendo quedado excluida hace una década, sin acceso a la salud ni a la educación, encuentra enormes dificultades para volver al entramado social. Es probable que en el seno de sus familias haya algunas necesidades básicas y urgentes que se han ido cubriendo, tal vez sus hermanitos menores no padezcan las mismas carencias. Pero ellos, grandes para ser niños y niños para ser grandes, no encuentran su lugar en un contexto en el que el acceso al puesto de trabajo exige cada vez mayor calificación, y en el que el terreno de los oficios se ha ido despoblando, perdiéndose la tradición de continuar con el oficio de los antepasados (el zapatero era hijo y nieto de zapateros; el pintor, el albañil, el colocador de pisos, el plomero, el que arreglaba electrodomésticos, lo mismo). Sus padres ya han padecido el impacto de la exclusión, y sobreviven gracias a changas ocasionales; tal vez sus abuelos también han corrido igual suerte. Y de este modo no encuentran dónde sostenerse para poder, no ya construir un proyecto de vida, sino imaginar qué harán al día siguiente.
Son chicos que se han vuelto atemporales. Muchos de ellos desconocen cuáles son los meses del año o cuántos días tiene un mes. No sin dificultad alcanzan a escribir su nombre, y no tienen o no recuerdan su número de documento.
Pasar años detenidos, en celdas “ciegas” con pasaplatos, de las que salen un par de horas al día, ¿propicia un cambio en su posición subjetiva?
En algunos centros de detención participan en talleres de panadería, computación, electricidad o carpintería. Sin embargo, ellos mismos aseguran que lo que pueden aprender allí es insuficiente para desempeñarse laboralmente en un futuro. Se suma a ello el estigma de haber estado presos, lo que dificulta aún más el ingreso al mercado laboral registrado.
¿Será posible pensar en la conformación de otro tipo de dispositivo, que en lugar de poner el acento en lo punitivo, lo ponga en lo formativo? ¿Que permita movimientos subjetivantes, en lugar de producir masificaciones objetivantes?
La perpetuación de dispositivos de exclusión social, como modo de enfrentar la problemática de la delincuencia juvenil, no parece ser el camino más propicio. Estos niños grandes desconocen cómo hacer el mínimo trámite administrativo, por ejemplo un cambio de domicilio (cuando los chicos son detenidos y se les gestiona la documentación de la que carecen, el domicilio que se inscribe en el DNI es el del centro de detención): ¿podrán encontrar algún otro modo de vivir en el que la violencia deje de ser el medio para lograr resultados?
Si queremos pensar alternativas que permitan abordar el tema, tan presente, de la inseguridad, es menester abordar también otras inseguridades, las que llevaron a estos niños a perder su capacidad de historizarse, de constituirse subjetivamente, de sostener un deseo que impulse sus vidas.
* Perito psicóloga en la Defensoría General de Morón.
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