PSICOLOGíA › EL ADULTO COMO MEDIADOR
› Por Stella Onetto *
En un jardín de infantes, la intervención paterna permitió descubrir que los niños eran tratados de forma violenta, con impaciencia, intolerancia y falta de contención por parte de maestras o cuidadores. La violencia verbal, los castigos a los pequeños que desobedecían las órdenes, hundiéndoles la cabeza en el agua, comenzaron a producir cambios de conducta que fueron detectados con preocupación por los padres de una niña de menos de dos años. Hasta hacía poco tiempo, bañarse en su casa era para la nena una experiencia agradable. Un día comenzó a mostrar indicios de malestar: al ver el agua, reaccionó con temores y llanto. Esa conducta, atípica en ella, hizo pensar a la madre. Sintió que su hija le estaba comunicando algo. ¿Qué le había arrebatado el placer del baño? No era sólo capricho o desobediencia. Algo amenazante había trastrocado una experiencia de placer en dolor. Los padres, para corroborar sus sospechas, colocaron en la mochila de la niña un Ipod, un pequeño grabador escondido, para grabar un día de clase. De haber ido sin pruebas a golpear las puertas del jardín, hubieran encontrado probablemente el rechazo de la docente y de la directora y la sanción de que a esa niña que llora, que no se baña o no come, “le faltan límites”.
En la grabación quedaron desenmascaradas las frases amenazantes, las formas violentas, los gritos.
Cuando lo sucedido se hizo público, se escucharon comentarios como: “A mí nunca se me hubiera ocurrido que en una escuela pudieran pasar esas cosas...”; “Uno deja el hijo confiado en que lo van a tratar bien...”. Cuando un chico vuelve a su casa llorando u ofrece resistencia para volver, la respuesta más común es: “No se adapta”, “Tiene problemas de adaptación”. Pero este episodio no es nuevo, ni en ese jardín ni en otros, ni en esta sociedad ni en ninguna otra. Lo nuevo es que el papá, con su Ipod, haya podido ingresar al lugar sospechado sin ser visto ni oído y así obtener cuatro horas de grabación.
¿Podríamos anticiparnos a estos hechos? ¿Deberemos desconfiar de todas las instituciones educativas? ¿Todo docente será a partir de ahora un enemigo a desenmascarar?
Durante la infancia, los adultos desempeñan el papel de mediadores entre el niño y los infinitos estímulos de todo tipo, humanos y ambientales, que provienen del mundo externo, como también de los estímulos que provienen de su propio cuerpo, de su mundo interior que, hasta que su cerebro y su psiquismo pueden diferenciar un adentro de un afuera, es vivido como externo. Esta función dosificadora, paterna y materna, amortigua el impacto para que no se vuelva traumático.
Antes de la aparición del lenguaje, el llanto, las gripes o anginas a repetición, los cambios de conducta son mensajes para los padres, que precisan ser decodificados y luego transmitidos en forma comprensible y sintónica con el niño. Este necesita un “yo auxiliar” que le ayude a comprender y tolerar lo que le sucede, que le explique de dónde proviene lo que lo asusta, que lo ayude cuando no pueda defenderse y, a la vez, le facilite el contacto con lo que necesita descubrir, para estar medianamente agradado de estar vivo.
De no existir esta mediación de padres y educadores, los estímulos avasallan la capacidad de tolerancia del niño –su capacidad de adaptación–, lo cual puede dar lugar a enfermedades orgánicas y trastornos de la personalidad.
La aparición del lenguaje le da al niño un gran recurso, siempre que él pueda ser escuchado en su decir. Los humanos somos los mamíferos más indefensos al nacer. Perros, gatos, caballos, jirafas, a poco de nacidos, ya pueden pararse, caminar, buscar el amparo y el alimento maternos. ¿Cuándo ocurre algo así en los humanos? Recién a los dos años, veinticuatro meses después de nacidos, pueden caminar y empiezan a hablar, a pedir lo que necesitan. Hasta entonces, el gran comunicador de mensajes es el llanto. ¿Cómo no escucharlo? ¿Cómo no intentar descifrarlo? En aquella grabación se oían muchos llantos. Cada niño enviaba su mensaje, su pedido, su incomodidad. Pero en ese jardín no había nadie capaz de escucharlos y acudir en su ayuda. La respuesta que obtenían eran castigos, palabras imperativas, impacientes, urgidas por hacerlos callar. Sin embargo, los niños seguían llorando. Frustrados, se rebelaban ante esa violencia. La maestra, incapaz para la función de contener a ese grupo de niños, varios de los cuales todavía no hablaban y usan pañales, se violentaba por esos llantos que no cesaban y multiplicaba su violencia sobre ellos.
Por más que los tiempos cambien, los niños pequeños necesitan y necesitarán siempre la presencia de adultos cálidos y receptivos, que también puedan ser firmes y consistentes, para dar confianza y sostén; adultos que disfruten con la experiencia de la crianza o de la docencia. Cuando seleccionemos un jardín, o una persona para que nos ayude con los niños en la casa, observemos si esa persona disfruta de estar con niños, si sabe jugar con ellos, si tiene buena disposición; si puede registrar sus necesidades y luego comunicárnoslas, para poder integrar un buen equipo de crianza, que acompañe al niño en la difícil tarea de crecer sin enfermar.
* Miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina.
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