PSICOLOGíA › PSICOANALISTAS EN LA INUNDACIóN
Un grupo de psicoanalistas intervino en forma voluntaria durante las últimas inundaciones. Una de ellas da cuenta de su trabajo en el que, “gracias a la experiencia con poblaciones en villas de emergencia, logramos detectar un lugar desde donde intervenir sin invadir”.
› Por Silvia Sisto *
Un grupo de psicoanalistas miembros de la Red Otro Lugar participamos del trabajo en territorio con los inundados de La Plata, en la zona de Los Hornos. Gracias a la experiencia que tomamos de nuestro trabajo con poblaciones en villas de emergencia, logramos detectar un lugar donde intervenir sin invadir, sin hacer disrupciones. Este es uno de los mayores riesgos en estas tareas. Como sucede en los casos graves, ir a la conquista del territorio del otro es provocar más angustia de la que hay. En los primeros momentos, preguntar, indagar, relevar datos puede ser sumamente invasivo, si el otro no está disponible. Y no lo está. Nuestro trabajo es diferente: se trata de escuchar, aun cuando no haya palabras para nombrar o justamente por eso. Se trata de generar algún encuentro posible sin que se asimile a más desbordes. Y, aunque parezca desproporcionado frente a la magnitud de una catástrofe, la atención libremente flotante es un elemento muy noble.
Fue así que una de las colegas, Laura Lueiro, propuso caminar, simplemente caminar. Claro que caminar en la desolación –aunque por suerte había sol y eso mejoraba las cosas– no es tan simple. Nos fuimos acercando a la gente amablemente, desde nuestro lugar de psicólogas voluntarias. Hace a mi posición ética reconocerme también en esta función cuando de intervenciones comunitarias se trata; es el título que me habilita desde la ley social. La experiencia personal y la lectura de nuestros maestros indica que, en muchos casos, la demanda hay que generarla. Nos acercamos a los que estaban en la puerta o en la calle. No golpeamos puertas ni empujamos conversaciones. Sólo caminamos y charlamos con los vecinos.
En esa deriva triste y desolada, mezcla de angustia y cansancio –nuestros cuerpos estaban afectados por la situación– vi a lo lejos un alambrado y, del otro lado, un señor con una olla enorme. Y me dije: allí hay algún recurso, quizá un recurso simbólico que ha resistido el desborde. El caos se ordenaba alrededor de una olla. Era en una casa donde el abuelo había organizado una merienda para los chicos de la zona. Nos acercamos y nos dijo: “Sí, jueguen con los chicos, así los sacamos un poco de todo esto”. Armamos entonces un espacio de juego para los que asistían a buscar la merienda. La merienda no era un detalle menor: se llevaban botellas de chocolatada para tomar en su casa con sus hermanos y familia; ellos no eran “evacuados”.
La palabra “evacuados” entra en la serie de palabras en uso, cotidianas, que parecieran perder su valor plurisémico. Pero estas palabras a veces precipitan y generan un dolor traducido en violencia, depresiones y otros malestares. No es lo mismo “evacuar” que ser un “evacuado”. El evacuado está en posición absolutamente pasiva. Ese abuelo, en su acto, imprimía dignidad y lograba un cambio de posición. Se llevaban la merienda y a la noche la cena. Para eso tenían que hablar, pedir, agradecer y esperar, en un orden muy espontáneo. Su presencia, la olla, los objetos necesarios, armaban una escena donde sostenerse.
Con su permiso, nosotras armamos el espacio en la vereda. Con un tablón y dos sillas, también resto del desastre, se construyó una mesa: no sería para comer, sino para dibujar otro desplazamiento. Los chicos aparecieron antes de terminar de ubicar los materiales. Hubo dibujos, relatos, encuentro. Nuestra función fue hacer lugar, por distintas vías, al relato de lo traumático. Fue sorprendente que, en semejante caos, respondieran con tamaña armonía. Nadie se abalanzó sobre nada, nadie disputó un lápiz. Todos cuidaban, prestaban, preguntaban. Nosotras sólo conteníamos la escena desde los bordes; ayudando, pegando y colgando los trabajos en el alambrado. Muchos querían poner el suyo, pero sólo después de llevar el primero a su mamá. Las edades eran muy variadas, desde 2 a 12 años. Nos decían “seño”. La función de la escuela nos ocupaba. Para ellos éramos “las seño”.
Con la caída del sol llegó el repliegue. Uno de los chicos preguntó: “¿Vienen mañana?”. “¿Para qué querés que volvamos?” “Para jugar.”
Jugando, tal vez rearmaron su construcción simbólico-imaginaria acotando lo real, soportando realidades. Cada uno con su particularidad atenuó en ese movimiento labilidades arcaicas, miedos nuevos, ruidos de agua golpeando el rancho. No pedían ni agua ni comida, querían jugar. Estaban aliviados. Habían pasado del ir y venir a sentarse a jugar. Estaban tranquilos. Salieron del puro llenado –recibir tanta cantidad de donaciones es muy intenso–. Del vacío que la inundación había dejado pasaron al deseo/anhelo de seguir jugando.
Frente a las fragilidades de cada uno, hay episodios que empujan al desborde, al derrumbe. Y dependerá de las circunstancias previas que se responda con empobrecimiento o construcción. El agua es imparable, sobre todo si sube dos metros en media hora. Y el abuelo contó que, cuando el rancho se venía abajo, él pensó: “Abro la puerta de adelante y la de atrás, y el agua pasa”. Y así salvó su casa. Cuantas personas, frente a lo mismo, no pudieron pensar y responder intuitivamente. Este recurso, la intuición, es clave en algunos momentos de decisión, pero no todos la tienen disponible, sobre todo cuando no hay una organización simbólico imaginaria previa. Esta organización no sólo es interna, sino que también puede ser social, por ejemplo: un protocolo de emergencia; que proteja, que ortopedice las fallas subjetivas y los desbordes emocionales en momentos tan difíciles.
Cuando ese protocolo no está, algunos responden con todos sus recursos y otros responden regresivamente: llorando, gritando, puteando al Estado que no está en función. Muchos vecinos se quejaban diciendo: “Acá no vino nadie”. Y frente a la pregunta sobre qué necesitan, repetían: “Nada, acá no vino nadie”. No se referían a los voluntarios que llevaron comida, ropa o agua. ¿Se referían a la presencia del Estado en función protectora más allá de los objetos de necesidad? Otros vecinos, el de al lado, por ejemplo, decía: “Estamos bien, nos trajeron de todo”. Es evidente que la diferencia está en la subjetividad de cada uno. Este planteo no pretende salvar al estado en su ausencia de diferentes modos. Ni le quita el mérito a su presencia en otros. Lo que se hizo evidente es que las donaciones no suplían esa función protectora reclamada por los más frágiles, que no siempre son los más pobres. La función que verdaderamente se reclama es la materna y la paterna: alguien que nos cuide, que nos abrigue, ¡que haga algo! Es la demanda desmedida de un niño. Y es muy lógico también.
El abuelo de nuestra historia pudo tomar otra posición, él hacía algo con lo que le pasaba. Fue muy grato conocerlo y poder aportar un detalle más para terminar con esas torpes ideas de que los pobres no tienen recursos y de que los psi no tenemos nada importante que hacer en una catástrofe entre natural y político-social.
* Extractado de un artículo que se publicará en el próximo número de la revista ImagoAgenda.
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