PSICOLOGíA › MúSICA EN LOS CAMPOS DE CONCENTRACIóN
En relación con la reciente muerte de Alice Herz-Sommer –pianista; la más longeva sobreviviente de los campos de concentración–, el autor recapitula distintas posibles funciones de la música, destacando que no se trata sólo de una combinación de sonidos y silencios, sino que “la música es fruto del interjuego de las subjetividades inscriptas en cada cultura” e “implica cuerpos en juego”.
› Por Alejandro Vainer *
“Nuestro tango de esclavas/ bajo el látigo de los opresores./Oh, el tango de las esclavas/ del campo de Auschwitz,/ Espuelas de acero de esas bestias, nuestros guardianes./ Oh, libertad, los días de la libertad nos reclaman.”
“El tango de Auschwitz”, canción compuesta en ese campo de concentración por una joven judía desconocida (Gilbert, Shirli, La música del Holocausto. Una manera de confrontar la vida en los guetos y en los campos nazis, Eterna Cadencia Editora, 2010.)
El domingo pasado murió, a los 110 años, Alice Herz-Sommer, la sobreviviente más longeva de los campos de concentración. Concertista de piano judía de origen checo, fue prisionera en el campo de concentración nazi de Theresienstadt. Su marido y su madre fueron asesinados en los campos, pero ella y su hijo se salvaron porque podía tocar el piano para los nazis. Tras el fin de la guerra volvió con su hijo a Praga y se instaló primero en Israel y luego en Londres; su hijo también se dedicó a la música. Sobre ella se realizó el documental La dama en el Número 6: Cómo la música me salvó la vida, nominado para los premios Oscar que se entregan el próximo domingo 2 de marzo.
Durante su reclusión en el campo de concentración, Alice daba conciertos ordenados por los nazis. Para ella, esto hacía más soportable su propia existencia y la de su hijo. Lo más difícil, decía, era no tener para darle de comer, pero intentaba transmitir esperanza y ganas de vivir en medio del horror mediante la música. Posteriormente afirmó que Beethoven era su religión y que la música le había salvado la vida.
No todos quienes pasaron por los campos de concentración tienen la misma versión sobre la música allí ejecutada. Ni toda la música de los campos fue ordenada por los nazis.
Pascal Quignard, en su libro El odio a la música (Ed. El Cuenco de Plata; Página/12 publicó fragmentos el 29 de marzo de 2012), analiza la función de las orquestas que los nazis organizaban para tocar mientras llegaban los trenes de la muerte y se asesinaba a miles de personas. Los nazis eligieron su propia banda sonora para la Solución Final. Quignard desenmascara la que considera función primordial de la música: la obediencia. Esta surgiría desde la audición intrauterina, para continuar con los sonidos que perturban al recién nacido y los del canturreo de la madre, presente desde los primeros momentos de la vida. “Los hombres escuchan frases de inmediato. Para ellos una secuencia de sonidos forma de inmediato una melodía... Y así el lenguaje se organiza en ellos, y así también los convierte en siervos de la música.” Quignard cita a varios autores y mitos. Platón, en La República, afirma que la música penetra en el interior del cuerpo y se apodera del alma. Tolstoi decía que “allí donde se quiere tener esclavos, hace falta la mayor cantidad de música posible”. La historia del flautista de Hamelin nos recuerda el poder de quien, mediante la música, primero se lleva ratas y, después, a niños. Y, tal como narra Homero en La Odisea, el canto de las sirenas atraía a los navegantes hacia la muerte. Quignard afirma que “durante la audición los hombres son reclusos” y que esto es lo que, descarnadamente, pone al descubierto la música de las orquestas de los campos de concentración.
El odio a la música cita también testimonios de sobrevivientes. Simón Laks hizo una “carrera musical” en Auschwitz: allí fue primero violinista y finalmente director de orquesta. Al terminar la guerra publicó Músicas de otro mundo, donde relata y trata de procesar esa experiencia. Allí se pregunta cómo la música pudo verse involucrada en un papel “más que activo” para la ejecución de millones de seres humanos. Primo Levi, en Si esto es un hombre, recuerda que la música de las orquestas de los campos se vivía como un “maleficio”, que era una “hipnosis del ritmo continuo que aniquila el pensamiento y adormece el dolor”; destaca el placer de los nazis ante estas “coreografías matinales y vespertinas de la desdicha”, donde la música no era para aligerar el dolor de las víctimas, sino para “aumentar la obediencia y unirlos a todos en esa función impersonal, no privada, que engendra toda música”. Pero también “por placer, placer estético y goce sádico experimentados en la audición de melodías animadas en la visión de un ballet de humillación danzado por la tropa de quienes cargaban con los pecados de aquellos que los humillaban”.
Quignard advierte que “la música es la única entre todas las artes que colaboró en el exterminio de los judíos organizado por los alemanes entre 1933 y 1945. La única solicitada como tal por la administración de los Konzerntrationlager. Hay que subrayar, en detrimento suyo, que es la única que pudo avenirse con la organización de los campos, del hambre, de la miseria, del trabajo, del dolor, de la humillación y de la muerte”. Y afirma: “No escasean las publicaciones que declaran, no sin cierto énfasis, que la música sostenía a los prisioneros esqueléticos y les daba fuerzas para resistir. Otras afirman que esa música producía el efecto inverso, que desmoralizaba a los desdichados y precipitaba su fin. Por mi parte, comparto esta última opinión”.
Pero hay testimonios diferentes sobre los efectos subjetivos de la música en esas condiciones. Herbert Zipper estuvo preso en Dachau y Buchenwald entre mayo del ’38 y febrero del ’39, cuando era todavía sólo un campo de trabajo forzado. Al principio recitaba con un amigo versos del Fausto de Goethe, alternando entre ellos, para tratar de trascender el hambre y la suciedad que lo rodeaban. “Pronto los presos que estaban en el suelo se agruparon a nuestro alrededor escuchando con evidente intensidad... En las noches siguientes, una multitud creciente nos urgió a que siguiéramos... La poesía hizo su trabajo previsto.” (Citado por Gilbert Rose en Entre el diván y el piano. Psicoanálisis, música, arte y neurociencia, Ed. Lumen, 2006.) Esto lo llevó a tocar música que componía en su cabeza durante los trabajos forzados. Encontró fabricantes de instrumentos en el taller de carpintería. Los domingos a la tarde, cuando los guardias estaban de franco, organizaban “conciertos” en una letrina en desuso. El conjunto nunca fue descubierto.
En el ghetto de Lodz, en Polonia, un sobreviviente recordaba que, como “a la noche no había suficiente luz para leer, entonces nos sentábamos en la oscuridad y cantábamos. Cantábamos y cantábamos, por cantar. Creo que fue una de las cosas que nos ayudaron a sobrevivir”. Sólo cantar podía ayudar. Cuando uno canta, incluso cuando canta una canción triste, su soledad desaparece, uno escucha su propia voz. Uno y su voz se convierten en dos personas... y después uno se siente libre... (citado por Gilbert Rose).
Shirli Gilbert, en su documentado libro La música del Holocausto, se dedica a analizar la música que crearon, interpretaron e hicieron circular de manera informal prisioneros de los diferentes campos nazis, así como la de los que vivían en los ghettos, a la vez que las actividades musicales iniciadas por los nazis. Para ello estudia diferentes casos y recopila canciones compuestas en tales situaciones. Gilbert plantea que “la descripción de las actividades musicales se ha basado en una supuesta experiencia uniforme de los prisioneros. De este modo se marginaron o se ignoraron las experiencias de ciertos grupos... Destacar la diversidad ayuda a corregir ciertas simplificaciones del recuerdo y abre la posibilidad de considerar representaciones históricas más complejas”. Esto lleva a cuestionar la común idea de que la música siempre funciona como “resistencia espiritual”, y permite abrir otros caminos.
Música con sujetos
Las definiciones más conocidas de la música llevan a la reificación: sostener que es una “combinación de sonidos y silencios” o “una sonoridad organizada”, considerarla un “arte inmaterial”. Esas posturas llevan a una música sin sujeto, parafraseando a León Rozitchner (“La izquierda sin sujeto”, en Las desventuras del sujeto político. Ensayos y errores): una música que se cosifica y se supone igual a lo largo de la historia de la humanidad y con la misma significación para cada sujeto. La música es un producto humano y es fruto del interjuego de las subjetividades inscriptas en una cultura. Pero esto implica la definición de subjetividad con la que operamos. Tomar al cuerpo como subjetividad que se construye en lo intersubjetivo, en el interior de una determinada cultura, implica situar la música como fruto de intercambios corporales en su producción y su activa escucha. Parto de la perspectiva de subjetividad desarrollada por Enrique Carpintero a partir de Registros de lo negativo. El cuerpo como lugar del inconsciente, el paciente límite y los nuevos dispositivos psicoanalíticos, Ed. Topía, 1999). La música implica cuerpos en juego. Esto va desde los momentos iniciales de nuestra vida, en los intercambios con los primeros otros significativos, hasta la relación corporal con la música que cualquier adulto tiene hoy, sea en recitales, conciertos, reproducciones en su propia casa o caminando en una ciudad con auriculares. Y la relación que cada uno tenga con la música tiene una doble historia compleja y determinante, fruto de las producciones del aparato cultural y del aparato psíquico de cada sujeto, con el necesario sostén del aparato orgánico, que cuando presenta problemas cambia nuestra relación con la música (Oliver Sacks, Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro, Ed. Anagrama, 2009).
Por un lado, la música tiene un lugar y una función según el tipo de sociedad en que se viva. Los músicos y la forma de escuchar música son radicalmente diferentes antes del capitalismo y a lo largo del capitalismo hasta hoy. Jacques Attali (Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música, Ed. Siglo XXI, México, 1995) resume este pasaje: “La música era un atributo del poder político y religioso que significaba el orden, pero que también anunciaba la subversión. Luego, entrada en el intercambio comercial, ha participado en el crecimiento y la creación del capital y del espectáculo; fetichizada como mercancía, la música se ha convertido en ejemplo de evolución de toda nuestra sociedad: desritualizar una forma social, reprimir una actividad del cuerpo, especializar su ejercicio, venderla como espectáculo, generalizar su consumo y luego organizar su almacenamiento hasta hacerle perder su sentido”. Este texto es de 1977, y esos cambios continúan desde entonces: tuvimos el surgimiento, apogeo y decadencia del CD que reemplazó al disco de vinilo, se popularizó el uso de los auriculares, a partir del walkman hasta el IPod y los celulares, y hoy el libre intercambio de archivos musicales conlleva el debate sobre los derechos de autor, la “piratería” y la relación con la industria discográfica. A la vez, la música ha invadido casi todos los espacios de la cotidianidad. Con este panorama cada lector puede constatar en carne propia cómo la forma de escuchar música está cambiando.
Por otro lado, tenemos una propia historia libidinal musical, que es la historia de nuestras relaciones corporales con otros donde la música tuvo algún lugar. No hay relación con la música sin cuerpos y sin relaciones libidinales con otros. Lo sonoro nos toca desde antes del nacimiento. Luego, es inseparable de la relación corporal con el otro significativo que nos sostiene desde los primeros momentos de nuestra vida. Entonces se organizan los cimientos de nuestra subjetividad, y de la primera relación con la música, que tiene el mismo canal sonoro desde el cual se organiza nuestro lenguaje. A partir de allí se conforma nuestra particular historia libidinal musical, con las huellas de aquello que hemos vivido en encuentros corporales musicales con otros. Esta es la materialidad que conforma la trama intersubjetiva donde se produce aquello que luego llamamos “gusto musical”. Algunas veces somos conscientes de cómo dichas escenas y encuentros dieron soporte a nuestra relación con la música. Pero mucho de esto queda insconciente. Esta historia se actualizará en las diversas experiencias musicales que tengamos a lo largo de nuestra vida, siempre carnales e intersubjetivas en una cultura dada. Pero, a la vez, cada experiencia, cada encuentro tocará algo de esta historia. Y de esta dialéctica surgirán en cada momento las músicas que nos apasionan, las que nos gustan, aquellas que nos son indiferentes y las que odiamos.
Retomando la cuestión de la música en los campos de concentración: si la música es fruto de una relación material y libidinal intersubjetiva y actualiza nuestra historia libidinal musical en cada contacto con ella, la música no es sólo música; pero hay dos situaciones radicalmente diferentes. Si fue gestada por prisioneros en forma clandestina y como resistencia, puede tener diversas funciones, tales como ayudar a conectarse con la vida anterior a la guerra, escapar con la imaginación fuera del campo, aliviar colectivamente el desamparo y drenar el odio suscitado por el sometimiento. Así, el conocido “Cuarteto para el fin de los tiempos”, de Oliver Messiaen, fue compuesto para los cuatro instrumentos de que disponía como prisionero de guerra de los alemanes en 1940. Luego de la guerra se recopilaron más de 500 canciones gestadas en los diversos campos y ghettos.
Entre ellas se destacan 38 tangos en idish (José Judkovski, El tango. Una historia con judíos, Ed. Fundación IWO, 1998). Hay varias hipótesis sobre los distintos caminos por donde el tango se había expandido en Europa como música popular. París fue la segunda sede del tango, que, hacia la década de 1930, se había extendido a las diferentes ciudades del continente. Esto le permitió canalizar y expresar “un pensamiento triste que se baila” –tal como lo definió Enrique Santos Discépolo– en distintas situaciones en ghettos y campos. Entre ellos, “El tango judío”, “Primavera” o “Un niño judío”. Es paradigmático el “Tango de Auschwitz” citado al inicio de este texto, que pudo ser transcripto gracias a la memoria de la ex prisionera Irke Yanovski, quien recuerda que se cantaba al son de la melodía de un tango de preguerra para levantar el ánimo de las prisioneras.
Pero la música pudo tener un sentido totalmente diferente cuando fue organizada y producida por los nazis. Los prisioneros eran sometidos a tocar y escuchar una música que sonorizaba sádicamente la degradación y la muerte. Aquí la música suele tornarse siniestra. Primo Levi decía que esas marchas y canciones se grabaron en los cuerpos: “Será, sin duda, lo último que olvidaremos del Lager, porque son la voz del Lager”. Pero dependió, en cada caso, del sentido de la experiencia entrecruzada con la propia historia libidinal musical que se actualizaba en cada prisionero de cada campo cuando su cuerpo era atravesado por la música. Esto permite entender por qué son tan diferentes los testimonios.
Entre los diferentes temas que ejecutaban las orquestas organizadas por los nazis también hubo un tango. Era “Plegaria”, del violinista argentino Eduardo Bianco. Fue una de las melodías elegidas para el horror cotidiano en Auschwitz. Por ello, el poeta Paul Celan lo rebautizó como “El tango de la muerte”. “La frase ‘Odio la música’ quiere expresar hasta qué punto la música puede volverse odiosa para quien la amó por sobre todas las cosas”, escribió Quignard. Por supuesto que se puede odiar la música. Ya que toda música, siempre, es mucho más que los sonidos organizados, ya que condensa la relación corporal, intersubjetiva, en la cual los sonidos se convierten en música para cada uno. Ese “tango de la muerte” y otras melodías que musicalizaron las matanzas se convirtieron en la voz de lo siniestro.
* Psicoanalista. Coordinador de la revista Topía. El texto es una versión ampliada del artículo “Tango de la muerte”, que puede leerse en www.topia.com.ar.
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