PSICOLOGíA › DERECHOS HUMANOS Y SALUD MENTAL
› Por Fabiana Rousseaux *
El viernes 21 de febrero, Gonzalo y Matías Reggiardo-Tolosa dieron testimonio por primera vez ante el Tribunal Oral Nº 1 de La Plata: relataron las circunstancias vinculadas con su nacimiento en la enfermería del penal de Olmos, al lado del centro clandestino de detención denominado La Cacha, y acerca de su inmediata apropiación por parte del ex subcomisario Samuel Miara. “No voy a decir nada relativo a lo jurídico. Dejaré que nuestro sistema republicano haga justicia, pero quería trasmitir mi fe cristiana. Imploro a Dios que le dé a usted la sabiduría más magnánima que necesita un magistrado para impartir justicia. De más está decir que espero justicia por mis padres. Este es un día bisagra en la historia de mi vida”, dijo Gonzalo Reggiardo-Tolosa al finalizar su testimonio. Sin lugar a dudas, estos testimonios significaron un acto reparador para los dos hermanos, ya que, luego de un largo y doloroso derrotero, lograron llegar a los estrados judiciales y pedir justicia por sus padres, frente a una sala que sostuvo un largo y conmovido aplauso.
Desde el Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa, dependiente de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, acompañamos estos procesos reparadores y sostenemos que es preciso insistir en la necesidad de una reconceptualización de la idea de daño frente a delitos de lesa humanidad, ya que si bien los testimonios, en su mayoría, otorgan un sentido reparador a las víctimas, éstas han tenido que transitar por otros diversos dispositivos testimoniales a lo largo de su extenso recorrido en busca de justicia y de reconocimiento de memoria y verdad, para lo cual contaron en muchas oportunidades los horrores vividos. Entre esos dispositivos testimoniales se encuentran, por ejemplo, los vinculados con los procesos terapéuticos por la magnitud de las situaciones padecidas, y en ese sentido traeré al análisis el recorte de las coordenadas históricas de este caso, que fue paradigmático en la década de 1990 y que da cuenta de cómo las políticas de reparación, que los Estados promueven o cancelan, inciden sobre la construcción de un discurso ético-científico, ya que los procesos clínicos o psicológicos pueden –a través de sus lecturas y construcciones narrativas– cancelar los procesos históricos, con su consecuencia directa sobre los sujetos: cancelar también la reparación de lo dañado.
El tratamiento institucional que a veces recae sobre estos temas puede provocar una forclusión (N. de la R.: este término, para Jacques Lacan, designa un mecanismo por el cual un significante fundamental es rechazado del universo simbólico del sujeto): la forclusión de la responsabilidad que, en tanto representación de una función pública, encarna cada profesional de la salud al momento de dictaminar el estado de salud mental de un sujeto cuya vida ha sido arrasada por la violación sistemática de derechos humanos; se pretende en ocasiones asimilar ese análisis a criterios psiquiátricos, como si se tratara de un problema individual.
Se recordará la trascendencia mediática del caso de los mellizos, en épocas donde los horrores cometidos por el terrorismo de Estado saltaban a la luz, en lo que dio en llamarse el “show del horror”: la exhumación obscena, sin velo, de la memoria de lo ocurrido. En esa lógica, sostenida y profundizada en la década de 1990 (la del clamor neoliberal y las políticas de indulto), dos niños, mellizos, Matías y Gonzalo, aparecían en la televisión, diciendo –como puede decir un infante sometido a un delito de lesa humanidad como es la apropiación, ejercida por adultos– que querían continuar al lado de sus apropiadores.
Los niños habían nacido en cautiverio en 1977; ambos padres, que permanecen desaparecidos, fueron vistos en La Cacha. Al momento del secuestro, la madre de los niños se encontraba embarazada de seis meses. Inmediatamente después de la separación violenta y forzada de su madre, en el momento del parto, en una cárcel clandestina, y dada la prematuridad de los bebés, se los puso a ambos en una incubadora, ya que en el hospital donde fueron trasladados no había dos incubadoras, sólo una. Podría pasarnos inadvertido este dato siendo que el contexto casi lo naturaliza; no obstante nos parece que, a partir del momento del secuestro, cada hecho, cada acto, cada violación debe tener el estatuto de marca. ¿O acaso no es esa imagen la representación de la objetalización extrema de un niño que acaba de nacer?
Cabe señalar que en el delito de apropiación se producen varios delitos simultáneos; secuestro clandestino, tortura, asesinato, robo, entre otros. Al tratarse del secuestro de una mujer en estado de embarazo, con el objeto de apropiarse de sus hijos, estos delitos atroces recaen sobre el cuerpo y constitución subjetiva de los niños en gestación, tal como lo refiere el informe técnico presentado ante la causa Nº 10326, “Nicolaides, Franco Rubén, Suárez Mason, Carlos, sobre sustracción de menores”, iniciada en diciembre de 1996 (informe pericial firmado por Eva Giberti, Marisa Punta de Rodulfo, Ricardo Rodulfo y Fernando Ulloa), lo cual los define ya como sobrevivientes de la tortura practicada contra el cuerpo de su madre y los de ellos mismos. La afectación que este delito constituye es de tal grado que debe considerarse entre las más graves formas de vulneración de la integridad, no sólo psíquica sino también física, ya que se ha puesto en riesgo la propia vida del recién nacido. Tal como consta en dicho dictamen, “la naturaleza, gravedad y persistencia de los daños psíquicos que sufre un niño recién nacido son de diversos órdenes”.
En la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sobre el caso Gelman vs. Uruguay, se expresa:”... el haberse enterado de las circunstancias de la desaparición de ambos padres, la complicidad de los apropiadores a quienes ella consideraba los propios padres, en el delito que tuvo por víctimas a sus padres biológicos, como así también de la violación de su derecho a conocer la verdad sobre su propia identidad, y la falta de esclarecimiento sobre el destino final de sus padres, constituyen daños indimensionables que ningún profesional puede reducir a una mera tabulación psiquiátrica”.
En los casos de apropiación de niños, aun cuando por el accionar de la Justicia se restituya el vínculo filiatorio, debemos saber que estos vínculos nunca serán restituidos en su totalidad, ya que el impacto extremadamente traumático que los atraviesa no hace posible retornar las cosas al estado anterior al arrancamiento materno en momentos determinantes para la vida de cualquier sujeto humano.
Volviendo al informe de la causa Nicolaides y Suárez Mason, “... las pruebas ofrecidas desde todos los ámbitos científicos pertinentes son absolutamente concluyentes en cuanto a que el daño psíquico y los traumatismos psíquicos y físicos del más diverso tipo sufridos por la madre se trasladan tanto al feto como al recién nacido, y repercuten directamente sobre él y devienen noxas o agentes patógenos”. En tal sentido, el discurso que enmarca las lecturas de los síntomas no debería soslayar el significado que esas verdades subjetivas adquieren en el texto social donde se inscriben; soslayarlo puede hacernos patinar hacia un sostenimiento de lo peor, de la calamidad a la que, como sociedad, ya debemos dejar de acostumbrarnos. Nos atraviesa en esa función una responsabilidad que se pliega a la del secreto profesional: la responsabilidad ética de no anular, desde un lugar de analizador clínico, los crímenes cometidos por el propio Estado en épocas del terror generalizado, desestimando así el valor que esos crímenes tienen en la producción de marcas subjetivas.
Continuando con el caso, cabe aclarar que la serie delictiva continuó. En 1984, ante la intervención de la Justicia, los apropiadores huyen a Paraguay con los niños. En 1987, se dicta prisión preventiva a fin de obtener su extradición. En 1989, regresan los niños al país. En 1990 se produce la extradición de los imputados.
En 1991, la jueza interviniente solicitó a un hospital público un informe para determinar el estado de salud psíquica de los niños y de ese modo dirimir qué convenía hacer con la vinculación familiar en relación con los apropiadores y con la familia de origen, tal como desde el discurso jurídico-social se ha dado en llamar cada uno de los universos puestos en juego en estas historias. Para ese año, el apropiador se hallaba con prisión preventiva. Desde ese hospital se recomendó mantener la ligazón afectiva de los niños con los apropiadores, en pos de lo que se consideró el bien de los niños, teniendo en cuenta que ellos habían expresado el deseo de continuar al lado de sus apropiadores. Dilema ético que supone la posibilidad de dejar por fuera el delito sobre el que se basa esa ligazón afectiva, o, en el mejor de los casos, un vaciamiento de la dimensión del delito, reduciéndolo al campo de delito común. Sin embargo –y aquí radica lo central del análisis–, se trataba de delitos de lesa humanidad, es decir, delitos que no sólo lesionan a las víctimas directas, sino a la humanidad en su conjunto.
En 1993, un juez dictaminó la restitución de los niños a su familia biológica, y más adelante fueron entregados a una tercera familia hasta que alcanzaran la mayoría de edad, dada la conflictiva familiar que se había desencadenado en el proceso de revinculación con la familia de origen, situación extremadamente difícil debido a la gravedad de las marcas que puede desencadenar la apropiación.
Esto a pesar de que en 1994 se dictó la sentencia: el apropiador fue condenado a 12 años de prisión por delitos de retención y ocultamiento de menores de 10 años, y la apropiadora fue condenada a tres años por los mismos delitos.
¿Qué verdad es la que buscamos los profesionales de la salud mental? ¿En qué verdad teórica debemos paramos? ¿La histórica? ¿La subjetiva? ¿Qué legalidad nos atraviesa en estos casos? Los modos de construcción de la narrativa subjetiva frente al horror no pueden dejar de interpelarnos. Debemos hacer un esfuerzo para lograr herramientas de análisis y evaluación que estén a la altura de los acontecimientos que debemos evaluar, apuntando a la reparación de las víctimas, y estirando los límites teóricos de la psiquiatría tradicional, que en nada se asimilan a las secuelas derivadas de las violaciones sistemáticas de los derechos humanos. En tanto existen otros instrumentos teóricos reconocidos internacionalmente, como el Protocolo de Estambul (Manual para la investigación y documentación eficaces de la tortura y otros tratos y penas crueles, inhumanos y degradantes, de Naciones Unidas), debemos insistir en incluir la perspectiva de derechos humanos en el tratamiento de las víctimas de estos delitos.
* Directora del Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa, Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Texto extractado del trabajo “El caso de los mellizos Reggiardo-Tolosa”.
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