PSICOLOGíA › ANTE EXIGENCIAS QUE ENFERMAN
La autora considera que, en el debate sobre el trabajo de las amas de casa, “algo quedó silenciado”, ya que “las mujeres siguen enfermando a causa de las exigencias desmedidas”: “Quizás un manto de represión haya caído sobre esta temática demasiado sensible, espina dorsal del sistema capitalista”. Hoy finaliza la Semana de la Mujer.
› Por Roxana Yattah *
En las décadas de 1970 y 1980 existió en la sociedad un debate acerca del trabajo realizado por las amas de casa en sus hogares. Este debate ponía en cuestión lo que estaba naturalizado como supuestas obligaciones propias de las mujeres. Fueron discusiones fecundas llevadas adelante por los movimientos feministas, sumadas a análisis marxistas; así se acuñaron conceptos clave como “trabajo invisible” o “doble jornada laboral”. Se ponía en relieve la sobrecarga laboral a la que estaban expuestas las mujeres y la trampa de entrar a los hogares por la puerta de los ideales para luego salir por la del desgaste y el agotamiento. Pero este debate, que supo ser apasionado, tendió a desaparecer de la escena de las luchas y reivindicaciones femeninas. Sin duda, las mujeres, hartas ya de las casas, se volcaron hacia ámbitos más interesantes y reclamaron, en terrenos más públicos que privados, las conquistas referidas a su propia sexualidad y a lo específicamente laboral. Sin embargo, algo de aquellas elaboraciones quedó silenciado. No hubo leyes que reconocieran el trabajo agobiante en la casa ni se lograron cambios suficientes en las familias. Hoy en día, la clínica y diversas experiencias institucionales parecen confirmar que las mujeres se siguen enfermando a causa de las exigencias desmedidas en el plano laboral.
Ahora se habla de doble y hasta triple jornada laboral, cuando al trabajo realizado dentro y fuera de sus casas se le suman terceras ocupaciones tales como actividades artísticas o compromisos derivados de alguna militancia. Estos factores, donde se ve la insistencia (y quizás agravamiento) del problema, llevan a pensar que acaso un manto de represión haya caído sobre esta temática, demasiado sensible, verdadera espina dorsal del sistema socioeconómico capitalista, más sensible aún por referirse a la intimidad. En el otro extremo, el malestar que se registra hoy en la clínica, los callejones sin salida para quienes pretenden sostener sus trabajos sin por ello dejar de ocuparse de sus casas y familias; los lugares imposibles en los que derivan dichos intentos, son motivos suficientes para considerar volver a traer a escena la discusión sobre lo doméstico.
En sociedades precapitalistas, la casa era la célula social básica, unidad principal de producción y consumo. Con la entrada en el capitalismo se produce una clara división que demarca un espacio privado, la casa, con la figura del “ama de casa” responsable de las tareas domésticas, y un espacio público, lugar de la producción, masculino por definición, donde se lleva a cabo la circulación económica. Esta división estructural es la que hace síntomas. De esta caracterización del trabajo doméstico se desprenden dos rasgos que es interesante resaltar por su vigencia.
El primero es su valoración en signo negativo, expresado en el ya clásico “No hago nada” del ama de casa, que se hace extensivo al “No vale nada, no sirve”. Al no recibir una valoración social clara ni tener tiempos definidos –es un trabajo que se realiza en un circuito sin fin– resulta difícil darle un estatuto ¿de qué hablamos cuando hablamos de ‘trabajo doméstico’? También es difícil nombrarlo como problema y más aún que su malestar se torne identificable.
Este rasgo se correspondió con el debate acerca de si el trabajo doméstico era productivo o improductivo (Lipszyc, Cecilia; Ginés, Ma. E.; Belucci, Mabel, Desprivatizando lo privado. Mujeres y trabajos. Ed. Catálogos, 1996). Al considerarse sólo como valor de uso quedaban subvaluados sus productos, ya que desde el punto de vista de la sociedad mercantilista se reservaba para valor de cambio aquellos trabajos que producían mercancías. Algunas respuestas feministas no se hicieron esperar: sostenían que el trabajo doméstico también era valor de cambio, pero diferido. Y su producción era precisamente la crianza de los hijos, que en su momento se insertarían en el mercado laboral con un valor específico, históricamente reconocido.
El segundo rasgo se refiere a la relación de alienación entre las mujeres y el trabajo doméstico, que supone una identificación entre las mujeres y las casas. Todavía hoy decir “doméstico” y “mujeres” es casi redundancia. Las casas son como extensiones de las mujeres, como una parte de sus cuerpos o la medida de su valoración narcisista. El discurso social produce así deslizamientos por los cuales: si la casa brilla, ella brilla; si la ropa está lavada y planchada, ella es cálida; si cocina y hay comida, ¡tiene amor para dar! La felicidad pasa por la casa. La publicidad nace, se consolida y expande reforzando estos patrones sociales.
En el otro extremo, si una mujer siente rechazo o desinterés por dicho trabajo, esto es rápidamente patologizado, desde un criterio adaptativo de salud, rendija por la cual los laboratorios introducen cantidades de psicofármacos para mejorar su rendimiento.
Estos eran, a grandes rasgos, los planteos y argumentaciones que circulaban en aquellos tiempos en innumerables libros, artículos, estudios científicos que denunciaban los andamiajes ideológicos sobre los que se sostenían las tareas de las mujeres dentro de los hogares. Hoy, ese material desapareció de las librerías.
En el equipo de Adultos del Centro de Salud Mental Nº 1 Dr. Hugo Rosarios, del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, donde me desempeñé, recibíamos frecuentes consultas de mujeres, jóvenes o de mediana edad, en plena etapa productiva de sus vidas, a cargo de la crianza de sus hijos, del cuidado de sus casas, cursando sus proyectos de pareja. Además de los motivos específicos por los cuales cada mujer consultaba, era frecuente que las entrevistas giraran en torno de la preocupación por el entorno familiar. Algún hijo con problemas o crisis matrimoniales en ciernes motivaban el interés por comenzar un tratamiento.
Muchas de estas mujeres reconocían estar apartadas del campo laboral o postergar sus proyectos personales en función de considerar prioritario “sacar adelante la familia” (no es un dato menor el de que esto tenía lugar alrededor de la crisis de 2001). Frente a las crisis, ellas eran las primeras en consultar. Entre los cuadros depresivos, los síntomas de angustia, aparecían también marcados rasgos de agotamiento y cansancio, que expresaban con actitudes de desgano o apatía. Según la seriedad del caso, se sumaba una tendencia al aislamiento, autorreferencia, sentimientos de frustración y fracaso.
En ese contexto llamaba la atención el papel que ocupaba el trabajo doméstico en sus vidas. Como un telón de fondo constante, el trabajo que encaraban dentro del propio hogar y en el cuidado de las personas era abrumador y de sus relatos se desprendía que llevaban años sosteniendo ese ritmo. Por diversas que fueran las consultas, las emparejaba la actitud que asumían hacia lo doméstico: una especie de incondicionalidad y automatismo. Pero esto no estaba sintomatizado, es decir: no se quejaban por ello ni venían con una disposición para replantear un cambio, sino que buscaban restablecer el equilibrio perdido. En sintonía con el modelo de familia que habían emprendido, venían pidiendo que nada cambiara.
Esta consulta insistente y numerosa dio pie a un proyecto de investigación y asistencia que en un comienzo se abocó al estudio de situaciones de maltrato y violencia (proyecto de asistencia e investigación Sujetos en situaciones de violencia, 1994 a 2005, Centro de Salud Mental Nº 1, que coordiné). Buscábamos rastrear en aquellos interiores del hogar los momentos de quiebre, conflictos, desilusiones, desesperanzas que llevaban a las crisis y explosiones en el ámbito familiar y que habían decidido a cada una a consultar. Con los años, el interés de la investigación se fue desplazando hacia el estudio de la vida cotidiana de las mujeres, centrándose en experiencias que atraviesan la vida cotidiana de cualquier mujer, pero que no son suficientemente tenidas en cuenta ni llegan a reconocerse como problemáticas.
Convendría separar esos dos lugares que aparecen indiferenciados: las mujeres y las casas. El trabajo que genera una casa en su devenir, que se desprende de su uso: las cosas-de-la-casa. Eso que se usa, se ensucia, se gasta, se rompe; eso que se consume, se mancha, se tira. Es un trabajo que en sí mismo no es de nadie pero pide ser atendido, cada vez. La casa es una máquina demoledora que no para de demandar horas y horas de trabajo humano.
Pero lo doméstico es también el reducto de lo familiar, de la intimidad; es el lugar de los cuidados y de los afectos. ¿En qué momento y por qué motivos este espacio, tan privilegiado, se convierte en lo contrario? Volviendo a las mujeres: ellas deben responder por esta carga laboral. Presionadas, deben postergar los signos de cansancio o de malestar y postergarse. La sociedad, así pautada, les exige este pequeño sacrificio. Y finalmente lo hacen, pero a costa de convertirse en autómatas. Estos aspectos compulsivos de la cuestión pueden ser los que motivan la aparición de manifestaciones contrarias hacia la casa, donde aparecen los signos de rechazo. Lo cierto es que los aspectos amables de lo doméstico se convierten con el tiempo en amenazantes y angustiantes.
En su artículo “Lo siniestro”, Freud se refiere a “aquello espantoso que afecta las cosas familiares desde tiempo atrás” y se pregunta: “¿Bajo qué condiciones las cosas familiares pueden tornarse siniestras?”. En lengua alemana, Unheimlich, “siniestro”, es antónimo de Heimlich, que significa: “íntimo”, “secreto”, “familiar”, “hogareño”, “doméstico”. Freud busca desentrañar condiciones propicias para que algo devenga siniestro: una de ellas es que pertenezca “al terreno de la realidad común”, tal como sucede con lo doméstico y las cosas de la casa. Otra dimensión de lo siniestro alude a la duda entre lo animado e inanimado: “La duda de que un ser animado sea viviente y, a la inversa, que un objeto sin vida esté animado”. Esta confusión entre las mujeres y las casas; el carácter compulsivo en donde no es posible elegir; el hecho de no detenerse y seguir, a costa de transformarse las mujeres en autómatas, constituyen características muy particulares de esta temática.
En las últimas décadas, las instituciones de salud mental han crecido considerablemente. Y, hoy, en los tratamientos, tomar como punto de partida el malestar, la angustia, significa aceptar la caída de los ideales y la entrada en un tiempo concreto; significa el fin de las esperas infructuosas. Aquellas mujeres que venían con actitud de entrega incondicional hacia sus familias, sin estar advertidas, sin haber incorporado un pensamiento crítico, cuando los esquemas fallaban volvían la carga del fracaso contra sí mismas. Se sentían responsables, lo cual las convertía en presas fáciles del maltrato de los demás, cuando no en objetos de descarga del sadismo. Las amas de casa tienen sus modos masoquistas de quebrarse: se rompen por dentro, implosionan.
Lentamente, alentadas por un medio facilitador que las acompañe, dejan caer sus creencias e ilusiones y se animan a iniciar experiencias de cambio. Desde posiciones éticas –también institucionales– que abiertamente se oponen a perpetuar estructuras de maltrato, se introducen nuevas coordenadas de dignidad y respeto, hacia sí mismas y hacia los demás. Los tratamientos institucionales, lejos de plantearse como meros maquillajes adaptativos, se convierten en verdaderos gestos de ruptura que dan lugar a vivencias inéditas de libertad y autonomía. Cada paciente, en la medida de sus posibilidades, empieza a recortarse y a poner límites, a expresar sus propios deseos e intereses, pero sobre todo a valorar su propio trabajo y a hacerse valer. Allí reside un cambio de posición, serio e irreversible.
Estos tratamientos tienen lugar en el caso por caso, lo cual implica una revalorización (y reconsideración) de la singularidad. Esto marca el cambio de época. La clínica hoy está demostrando que las grandes ideas muchas veces pueden tener curso si son encarnadas por personas reales, que sufren y hacen síntomas. No siempre hay un horizonte claro y diáfano que se dirige hacia la lucha y se embandera en ella, sino más bien todo lo contrario. Cuando una mujer (para el caso) se desprende de sus certezas, cuando reconoce que está perdida y que no sabe lo que quiere, cuando lo único claro es su angustia y sólo se siente dueña de su malestar, allí puede comenzar una historia de transformación, cuyo final está abierto pero cuyas posibilidades (y fuerzas) son infinitas. Porque brotan de lo reprimido.
Sería un grave prejuicio considerar estos procesos de ruptura como individualistas. Son pequeñas batallas, pero abren brechas en todas las direcciones: en primer lugar hacia las generaciones siguientes; conmoviendo a las generaciones anteriores, de donde provienen los mandatos y prohibiciones, pero también produciendo cimbronazos en todo el cuerpo social, al que interpelan para poder emerger desde otro lugar. Hoy, cuando tanta agua ha corrido bajo el puente, ya no se trata ni de huir hacia los espacios públicos ni de someterse en los ámbitos privados, sino de hacer algo distinto, algo que precisamente hay que inventar. Aquellas grandes divisiones entre las luchas políticas y el psicoanálisis, en dos líneas paralelas que parecía que nunca se tocarían, son desmentidas por la clínica y por estas experiencias colectivas.
Y esa intersección que se anuncia, ese encuentro a medio camino entre algo que se esboza con dificultad y el cambio necesario (¡dar batalla allí!) parece ser el rasgo de nuestra época.
* Psicoanalista, investigadora.
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