PSICOLOGíA › CONSULTAS POR NIñOS “MARGINALES” EN UN CENTRO DE SALUD
Hay casos donde “la crudeza de la realidad pareciera inundarlo todo”, señala la autora, y habla del adolescente que fumaba paco cuando recordaba a su madre muerta, de la niña que lloraba en la escuela, del chico “violentísimo”: en todos estos casos, “participar en el sostén del niño es parte del tratamiento” y esto requiere “el trabajo en red, junto con otros”.
› Por Adriana Montobbio *
A Fabricio, de 17 años, lo llamé yo. La situación fue exactamente la inversa de la que se supone usual. El año anterior yo había atendido a un niño, llamémoslo Gabriel, y le había dado de alta. La maestra de este niño le había solicitado a su mamá volver a consultar y me había enviado un mail para contarme de la situación de Gabriel en la escuela. La mamá, por su parte, refiere que la familia está muy revolucionada porque su sobrino, Fabricio, ha comenzado a vivir con ellos. Dado que conozco a Gabriel, evalúo que la situación quizá mejore sólo con que él sepa que estamos hablando de él. Por este motivo mantengo con la docente un breve diálogo vía mail, en el que le informo que trataré de ver cómo puedo ayudar a la familia en el conflicto actual, pues estimo que esta intervención puede resultar más útil que retomar el tratamiento con Gabriel. La maestra me responde que, efectivamente, el niño está mejor y más organizado desde que sabe que estamos en contacto.
Luego de un par de entrevistas con la mamá de Gabriel, le ofrezco tener un encuentro con su sobrino. Me doy cuenta de que esta mujer es el único referente adulto del joven, ya que la mamá falleció, el papá parece no ocuparse y la abuela, con quien había convivido, tampoco. Su tía está realmente preocupada por él, pero la situación es muy delicada y se la nota angustiada frente a la magnitud de la tarea de hacerse cargo de este muchacho difícil. En estos días, Fabricio ha vuelto a vivir con su abuela, después de que la tía y su familia se enojaron con él porque advirtieron que salía y se reunía a fumar, no saben si marihuana o pasta base, en la puerta de la casa por la madrugada. De todos modos, la tía no se contenta con esta aparente solución.
Fabricio se presenta como un chico educado, amable, pero desganado. Me hace saber que alguna vez fue a una psicóloga y hace gesto de que no espera que suceda nada diferente. Al principio responde a mis preguntas en forma correcta, pero sin interés. De a poco empieza a hablar y puedo decir que, si no hubiese sido porque yo decidí finalizar la entrevista a los cuarenta minutos, él hubiese seguido hablando.
“Después de que falleció mi mamá pensaba en ella, me acordaba cosas de chico, cómo pasó el tiempo... Ya cumplí diecisiete, pensaba mucho hasta que no pensaba más y me iba a la esquina con los pibes. Me pasaba toda la noche fumando pasta base. Ya ni me interesaba ir a bailar. Apagaba el celular y cuando lo prendía tenía un montón de mensajes de texto de mi novia que yo ni siquiera contestaba.” No es que no le importara: “¡Y eso que era mi novia...! Ni miraba a las chicas. Me gustaba ir a la escuela, la escuela está buenísima. Pero perdí el año y qué iba a hacer, ya era tarde. Adelgacé mucho. Yo era gordito, me daba vergüenza sacarme la remera por eso. Pero en dos meses quedé más flaco que ahora. La cara así de chupada. ¿Sabés que mi papá nunca me dijo nada? Estuve muy mal el año pasado. Ahora estoy mejor. Voy a bailar, ya no estoy tan flaco. Sólo algunas veces fumo... cuando me acuerdo de mi mamá”.
Le pregunto por qué cree que pudo mejorar.
“Mi tía... –dice sin dudar, señalando el pasillo donde ella lo espera–. A ella nunca le contesté mal. Ellos son laburantes. En cambio, mi familia, todos venden droga. Yo llegaba de la escuela y la veía arriba de la mesa. Pero nunca había probado. Empecé cuando se murió mi mamá. Yo nunca hablo de estas cosas. Tengo muchos conocidos, pero un solo amigo. Pero él va a la escuela, practica deportes, entrena. Nos vemos muy poco porque él está ocupado.”
Le ofrezco seguir viniendo a conversar conmigo ya que empezó a hablar de estas cosas. Me dice que vendrá. El jueves siguiente no quiere asistir. La tía va a buscarlo, pero no logra despertarlo. Pienso que, más allá de que quizá ya no vuelva a ver a Fabricio, hay dos cosas que corresponde llevar a cabo. La primera es hacerle algún tipo de devolución: más allá de que le importe o no lo que yo pueda decirle, es mi responsabilidad hacerle saber que tomé registro de las cosas que él dijo. Sabiendo que no me va a responder (si no le respondía a la novia...) pero pensando que sí puede ser que lo lea, le mando un mensaje de texto: “Recién me llamó tu tía y me dijo que no te pudo despertar. Quizá te venga bien venir a la salita. La charla del otro jueves estuvo muy buena para mí. Me parece que dijiste cosas muy importantes. Igual, tu tía va a venir a verme el viernes. Pensalo, ¿dale?”.
La segunda cosa que hay que llevar a cabo también es responsabilidad mía: hacerle saber a la tía el lugar que ella ocupa para este chico, si es que ella aún no lo sabe. Tengo entonces un encuentro con esta señora. Le digo que Fabricio está muy deprimido, que estuvo muy mal el año pasado, realmente en riesgo. Le cuento que cuando le pregunté a él por qué creía que había mejorado, de inmediato me respondió que fue a causa de ella, y que había agregado: “De ésta tía, no de las otras”. Cuando la señora me escucha decir esto, se le escapan lágrimas de los ojos, y en sus labios aparece una sonrisa. Muy conmovida, me dice: “Qué bueno que es escuchar eso... Es que yo no soy de demostrar los afectos. Y Fabricio nunca habla...”. Me pregunta si yo le aconsejo llevarse nuevamente a Fabricio a vivir con ella. Le digo que no puedo darle ese consejo ya que sería muy fácil para mí hacerlo, dado que estoy afuera y no tendré que vérmelas en el esfuerzo de manejar al chico, y porque además entiendo que ella tiene marido, hijos y nietos con quienes convive y que también tienen que ver con este asunto. De todos modos, le ofrezco que si decide hacerlo venga a consultarme cuando quiera. Por mi parte, no descarto volver a mandarle a Fabricio un mensaje de texto más adelante.
A Rocío, de 10 años, la trae su hermana mayor, de 27. La mamá de ambas falleció un año antes, cuando Rocío vivía en Perú con ella y sus hermanos de 14 y 16 años. El papá no se hizo cargo de ella ni de sus otros dos hijos menores de edad, por lo que los tres chicos se vinieron a Argentina a vivir son la hermana mayor, hija de otro padre. La maestra le sugirió a la hermana que hiciera una consulta, ya que Rocío había llorado un par de veces en la escuela, diciendo que extrañaba a su mamá.
Rocío habla conmigo de su tristeza, me dice que le hace caso a su hermana porque su mamá se lo pidió antes de morir. Al acordarse de ella se pone triste y lagrimea un poco. Se queja de que su sobrino, que tiene su misma edad, la molesta. Me cuenta de sus amigas, me explica que el padre nunca les dio importancia.
Más allá de la lógica preocupación de la maestra, Rocío es una niña que juega, aprende, conversa. Está en cuarto grado, le pido que me muestre sus carpetas y me llama la atención un detalle. En el aula trabajaban cómo se escribe una carta; Rocío había elegido escribirle a una amiga y en la carta le cuenta de su tristeza y de su mamá. Imagino el asombro de la maestra al leer ese texto.
Después de algunas entrevistas concluyo que Rocío no tiene necesidad de tratamiento: se lo digo a ella y a su hermana, quedando a su disposición ante cualquier inquietud que pudiera surgir en la crianza de la niña. Antes de despedirnos, se me ocurre hacerle algún lugar a la facilidad para la escritura que manifiesta esta nena. Le pregunto si tiene cuenta de e-mail. Me dice que no. Tampoco tiene Internet en su casa, pero tiene su netbook, puede usarla en los recreos, y, como vive cerca de una escuela, a veces pesca la señal de wifi. En la computadora del Cesac le abro una cuenta de correo. Hablo por teléfono con la hermana para avisarle y me dice que no tiene inconveniente en que Rocío se comunique conmigo por mail. Al otro día recibo seis mails de Rocío: me dice que está muy contenta de escribirme, que está en el recreo, me manda regalitos de esos que dicen “te quiero mucho” con dibujitos animados y empieza a escribir una historia: “Hace mucho tiempo había una princesa que tenía mucho miedo. Cuando sus papás se iban de compras, ella tenía miedo de quedarse sola y entonces se fue a la vuelta de su casa para buscarlos”. Estoy esperando para ver si la historia sigue y cómo.
¿Qué tienen en común estas situaciones? La crudeza de la realidad pareciera inundarlo todo, pero, a pesar del dolor, la vulnerabilidad, la pobreza, el riesgo, el abandono, nuestra tarea es intentar hacerles lugar a los pequeños detalles que tienen que ver con el deseo, con la fantasía, con lo subjetivo. Armar un rompecabezas, conversar sobre los bailes típicos del país de origen, mirar fotos, escribir el nombre de la chica que le gusta. Construir una ficción donde la nena que se queda sola es la del cuento, mientras la autora encuentra que escribir es un modo de hacer con la ausencia. Hablar por primera vez con alguien de lo que duele la pérdida de un ser querido. Enterarse del lugar privilegiado que se ocupa, como adulto, para un chico difícil que no puede decirlo y que quizá nos haya usado a nosotros para que lo hagamos por él.
En este sentido subrayo la palabra “alojar” utilizada por Donald Winnicott, más interesante que el término “incluir”: no se trata de meter adentro a alguien que está afuera, sino de construir un espacio donde se habilite algo de la subjetividad. Las palabras que tejen estas experiencias y que además se apoyan en soportes compartidos con los chicos (las fotos, los juegos de mesa, los e-mails, los mensajes de texto) tienen que abrirse camino entre la maleza constituida por las imágenes de lo ya sabido. Imágenes que obturan toda posibilidad de pensar, pues arman totalidades que nos dejan irremediablemente al margen: un chico con retraso mental con una madre de escasos recursos, una niña con una historia casi insoportable de escuchar, un pibe perdido como tantos otros drogándose en una esquina del Bajo. Lo que ya se sabe coagula el sentido y coloca a los chicos en un lugar de objeto, en tanto terminamos hablando de ellos como realidades donde la partida ya está jugada y donde sólo nos queda sentarnos a observar el espectáculo más o menos trágico.
Mirar sin involucrarse cristaliza al otro en el lugar de objeto, pero erigirse en alternativa capaz de salvar a alguien en tanto se posee lo que al otro le falta supone una actitud heroica insostenible y ficticia. El eje de nuestra tarea en salud mental es el de la construcción de la dimensión subjetiva que hay en el padecimiento propio de los conflictos humanos. En este sentido, el hecho de poner en juego nuestra subjetividad implica el pasaje por la falta y, por lo tanto, por la necesidad de ir al encuentro de otros con quienes armar redes que nos sostengan.
Sebastián tiene once años y se porta mal en la escuela. “Es un chico violentísimo”, me dicen. Sebas viene a sesión a jugar muy contento, según él está todo bien. Le digo que voy a hablar con alguien de la escuela:
–No entiendo por qué tenés malas notas y tu mamá dice que permanentemente la llaman porque te portás mal.
Sebas responde que no quiere que lo haga.
–Pero tengo que hablar porque no entiendo qué está pasando... ¿Hay alguien de la escuela en quien vos tengas confianza, con quien yo pueda hablar y que sea confiable para vos?
Sebas piensa un poco:
–Sí, el profe Martín.
Hablo con Martín; en primer lugar le cuento lo que su alumno piensa de él, cosa que me parece indispensable que Martín sepa. Y luego escucho el relato de los problemas de Sebas en el aula. Cuando me encuentro con Sebas le cuento lo que Martín me contó y le digo que yo le creo a Martín, porque él mismo me dijo que era una persona confiable. Recién ahí empezamos a meternos con sus dificultades. Para empezar a vérselas con lo que le pasa, Sebastián necesita registrarlo a partir del reconocimiento de otro que merezca su confianza. Y yo tengo que buscar a ese otro si quiero trabajar con Sebastián.
En las viñetas clínicas queda claro que el encuentro con estos chicos fue posible porque alguien se preocupó por ellos. Sabemos que no hay niño sin un adulto que lo sostenga. Pero además, uno de los ejes de la estrategia de la atención primaria es el trabajo en red. Cuando el marco que tendría que sostener al chico no está constituido o es muy lábil, participar en el sostén de él es parte del tratamiento. Se lo hace junto con otros, con los familiares significativos (que no son necesariamente los padres), con la escuela, con otras instituciones del barrio, el taller, el cura, los vecinos, los que estén y funcionen como referentes adultos para ese chico. Y lo importante es que quienes participen estén comprometidos desde algo referido a su deseo. Cuanto mayor es el grado de vulnerabilidad en el que vive un chico, más perspicaz se torna para advertir si el adulto que está ahí lo hace porque se siente convocado en su subjetividad o si el motivo que lo mueve no tiene que ver con esa situación. En términos de los chicos, aquí no se puede caretear.
* Extractado de un trabajo incluido en el libro Prácticas de no-violencia. intervenciones en situaciones conflictivas, de Andrea Kaplan y Yanina Berezán (comps.), ed. Noveduc.
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