Jue 25.09.2003

PSICOLOGíA

El cinismo posmoderno en tiempos de la “expropiación de lo real”

Tomando como eje “la desvinculación entre ética y poder”, como signo de nuestro tiempo, es posible postular que, desde la caída de la modernidad, el mundo padece una autoridad no autorizada, lo simbólico se reduce a “un simulacro” y lo real ha sido “expropiado”.

Por Silvia Ons *

La desvinculación entre la ética y el poder parece ser el signo de nuestro tiempo. El poder ha perdido legitimidad y la ética se limita a pregonar valores inmutables, como una suerte de tribunal de la razón atemporal e independiente de la experiencia. La ética se extingue cuando, lejos de ser la práctica de un poder, se circunscribe a limitar su ejercicio mediante la denuncia. Cuando se denuncia un discurso, sostiene Jacques Lacan, no se hace más que perfeccionar su existencia.
Hegel afirma que en las comunidades originarias existía identidad entre el poder y la ética. Con la desaparición de la polis comienza a quebrarse la juntura entre política y ética, ruptura que se consumará con el cristianismo.
En su ensayo “Entre el pasado y el presente”, Hanna Arendt señala que la autoridad se desdibuja en el mundo moderno. El principio político de autoridad, que se nutrió durante siglos de los actos fundacionales, de la tradición y de la religión, pierde su suelo al secularizarse la política. La modernidad implica un proceso de secularización: lo sagrado, entendido como violento, autoritario y absoluto, se desacraliza, y es barrido el principio de autoridad que se fundaba en una verdad última del ser, convertida en la base de un dogma. Claro que no se trata de añorar el pasado sino de pensar qué significa una autoridad no metafísica, no fundamentalista.
El concepto de autoridad, en su perspectiva histórica, es de origen romano (auctoritas), pero su fundamento filosófico es griego. Tanto Platón como Aristóteles pensaron un principio de autoridad que no destruyese la autonomía de la polis. Para responder a las cuestiones concernientes al ejercicio del gobierno, ambos apelaron a ejemplos fuera del campo de la política. Para ilustrar de qué modo el amo inspira respeto y confianza por su saber hacer, se recurre a la figura del padre, a la del pastor, a la del médico o a la del timonel. Esta apelación no tendría vigencia en la actualidad, caracterizada –como hizo notar Lacan– por la declinación del Nombre-del-Padre. El discurso del amo es sustituido por el discurso capitalista, y el poder performativo de la palabra encarnada en el significante amo es relevado por la tecnocracia como nueva fuente de poder.
Según Claude Lefort, en la Edad Moderna se introdujo una ruptura radical en la manera de ejercer el poder: con el advenimiento de la democracia, el lugar de poder se convierte en un lugar vacío y, en ese horizonte, quien quiera ocuparlo es un usurpador. Lefort usa términos lacanianos al decir que, con la modernidad, el poder es simbólico y no puede ser ocupado por ninguna agencia política real. Este principio se relaciona con la increencia posmoderna, para la cual los discursos políticos no tienen ningún asidero real, mostrando así que la creencia se apoya en la articulación entre simbólico y real.
El parlamentarismo moderno nace en aras de suprimir las dimensiones irracionales del poder; la política deviene racional y anclada en los grandes relatos. Empero, con la globalización y la revolución tecnológica desatada con el fin de la Guerra Fría, el Estado de Bienestar se eclipsa y, a medida que decrece la “utopía política”, crece la utopía del “mercado libre” planetario. La política deviene tecnología de gestión, adaptada al discurso economicista. Los comportamientos de los Estados son juzgados y eventualmente bloqueados por los mercados financieros. Con este bloqueo queda abolido el acto político y su poder pierde así autoridad.
Freud había establecido una relación entre el psicoanálisis y la política al ubicar a ambos, junto con la educación, como “tareas imposibles”. Gobernar, educar y psicoanalizar comparten una imposibilidad estructural; no se pueden subsumir íntegramente a las normas y las leyes establecidas. Aristóteles señalaba que los asuntos de los que tratan lapolítica y la ética no tienen garantizado de antemano resultado alguno. El efecto político, como la interpretación psicoanalítica, se mide por las consecuencias. Pero, cuando la política deviene pura adaptación al discurso economicista, deja de bordear lo imposible, pierde su especificidad, se corrompe. El poder deja ese lugar vacío y la autoridad pasa a ser manipulativa, no basada en la mística de la Institución, es decir en el poder performativo del ritual simbólico, sino en la manipulación de los sujetos.
La autoridad manipulativa no es una autoridad autorizada. El sujeto posmoderno utiliza máscaras, imposturas en las que no cree, lo cual habla de la separación entre lo simbólico y lo real. Lo simbólico se reduce a un simulacro vacío cuyo uso estará regulado por el mercado. Silvio Maresca -en “El poder político en la sociedad posmoderna”, incluido en El poder en la sociedad posmoderna, ed. Prometeo, 2001– afirma que “el poder del capital es de naturaleza nihilista, es la pura repetición potenciada negativamente de un signo que, en su creciente vacuidad, remite a la totalidad de los signos sólo para expropiar exponencialmente su sentido”.
La expropiación de lo real, en nuestros tiempos, barre el suelo que le daría autoridad genuina al poder, que así pierde legitimidad. Los semblantes proliferan sin consistencia, ya que han perdido la vida en la que se anclaban. El cinismo posmoderno se vincula con que el semblante no apunta ya a ningún real, lo que prima es su valor de cambio, como si el valor de uso hubiese sido desterrado por completo. La expropiación de lo real del semblante trae consigo la disolución de la diferencia, la extinción de la alteridad.
* Miembro de la Escuela de Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Coordinadora del ciclo “El psicoanálisis en la cultura” de la Biblioteca Nacional. Texto extractado del trabajo “Etica y poder”.

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