PSICOLOGíA › SOBRE LA PELíCULA EL INCENDIO
› Por Marcelo Augusto Pérez *
“Amores que no mueren, matan.
Amores que matan, nunca mueren”
(Joaquín Sabina)
Walt Whitman enunció que quien camina un minuto sin amor camina amortajado hacia su funeral. Quizá por eso algunos sujetos prefieran incendiarse, lentamente enamorados, a estar separados pero lejos del fuego del amor. En la película El incendio, dirigida por Juan Schnitman, el posible funeral está siempre presente con la finitud que se instala en relación con la tensión doméstica recurrente que viven Lucía y Marcelo. Ella, explotando (incluso con su conversión hacia lo somático); él, implotando hasta que ya no puede y se brota en la escena que desemboca en la coda de la obra. Ambos, implorando con artilugios neuróticos.
El incendio tiene muchas aristas de lectura freudiana. El relato se centra en un solo día y en el vínculo de ambos; pero a través del discurso de ellos se pueden encontrar marcas de su historia. Señales que, como todo trazo, dividen al sujeto. Ella diciendo que no tiene culpa por la herencia de sus padres (y mientras lo dice, llora, realzando la negación); y él entrando a la casa de sus padres –corriendo, después de una huida sin opción alguna– y preguntándole al hermano algo que lo define rigurosamente: “¿Está papá?”. Podríamos leer allí la falla de la metáfora paterna y, a la vez, la permanente búsqueda neurótica del Otro: el pedido de un padre, ya que esa pregunta no es más que un deseo. No es incoherente pensar entonces que el protagonista –de por sí inhibido a punto tal que ni siquiera puede anoticiar a su pareja de lo que le sucedió en su trabajo– esconde en su síntoma toda la violencia que después aparecerá explícita. El pedido de un padre es también la pregunta por el ser. “Vos no me podés contener” le ha dicho ella a él, a lo que él respondió: “Yo también necesito que me abracen”. La pregunta por el padre es entonces, como señaló Lacan, la pregunta por quién soy. Y lo que son es eso: sujetos frágiles, indefensos, que sintomatizan, se inhiben, hacen actings; en definitiva: se angustian; y tratan de afianzarse el uno en el otro. La escena donde viene el vecino es un ejemplo donde los amantes defienden su espacio. O –para decirlo a la criolla–: nadie es cama para saber lo que ellos sienten.
Una de las virtudes del guión (inusual en los tiempos hollywoodenses) es no juzgar a los personajes. El espectador tiene –creo– la impresión de que no hay buenos ni malos. Y el texto de la obra se encargará de subrayarlo en la voz de Lucía: “Yo no soy ni linda ni mala”.
En una entrevista, el director declaró que él mismo había padecido el hecho de casarse y divorciarse como efecto reactivo. Como sabemos, no es inusual que, durante una gran crisis en un vínculo amoroso, la pareja trate de sobrepasarla (o incluso negarla) trayendo un perro a su hogar, asociándose en algún proyecto, teniendo un hijo o comprándose una casa. Este es el caso del guión que une a Lucía y Marcelo bajo un texto que básicamente pone en evidencia las dos caras de la misma moneda: amor y odio. La violencia de un vínculo, sus extremos, donde se juegan desbordes, humillaciones y estragos, se apodera poco a poco de la pareja.
El mismo narcisismo que lleva a los sujetos a la guerra, los lleva al amor. El mismo narcisismo que permitió el encuentro es el que lleva al desencuentro. El mismo narcisismo que vive el hoy es el que no puede proyectarse al mañana. Sin olvidar que narcisismo es amor a sí mismo: ese que, como decía Oscar Wilde, es el único que nunca falla. Sólo por sí mismo el sujeto podrá recuperar su armadura. Si también pensamos que narcisismo no es más que amor-a-la-propia-imagen (de hecho es pura imagen, por eso ficticio), queda también claro que es sobre esa imagen como los protagonistas arman y desarman la contienda: “No te sentís bien pero igual vas a la fiesta”, le dice él a ella, a modo de implícita demanda.
En dos escenas de la película aparece el encuentro con la castración de los sujetos, es decir: con su angustia. Una es donde ella vomita sangre por primera vez. La otra, donde él se derrumba en llanto y hace posible el abrazo verdadero que ella esperaba. Y la redondez freudiana se desprende, finalmente, en una exquisita escena (inteligentemente pensada con los protagonistas vestidos, sin mostrar ninguna parte genital; metadiscurso que nos advierte que no se trata de sexo, sino del aparato deseante y discursivo) donde la pasión del imaginario se retroalimenta en un coito (que se extiende a modo de avisar al lector de que algo fluye en el orden de la repetición y de no poder abandonar el puesto-de-guerra).
La pasión –siempre imaginaria– ayuda al buen sexo, pero también a la buena guerra. Un deseo desanudado de la ética sólo sedimenta un goce a fuego lento.
* Psicoanalista. Texto extractado del trabajo “Incendio que sólo se apaga con castración”.
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