PSICOLOGíA › UNA MIRADA SOBRE LOS RECLAMOS POR LOS HECHOS DE VIOLENCIA EN LOS HOSPITALES PUBLICOS PORTEÑOS
› Por Soledad Sturla *
El modo que elegimos para expresar los hechos define inevitablemente una posición que los trasciende. Podemos intentar analizarnos en tal sentido, preguntarnos, abrir un intercambio. O podemos hacernos los distraídos y apelar al sentido común y a falsos universales tergiversados por la perversión de un mundo que nos traga escupiendo los huesitos; siendo nosotros mismos quienes (nos) tragamos.
Así encabezan varias de las notas publicadas a raíz de los sucesos ocurridos en el Hospital Fernández en los días precedentes. Me atrevo a preguntar quienes somos/estamos desprotegidos en nuestra sociedad. ¿Sólo algunos?, ¿y los pacientes?, ¿y quienes circulan por la vía pública, fuera de las instituciones? Desprotegidos implica un peligro, una división de bandos, unos atacados y unos atacantes… Me hace recordar la famosa grieta, los buenos y los malos. Pero resulta que el atacante era un paciente. ¿Los pacientes no eran de los buenos? Quizás ese ciudadano no cumplía correctamente el rol de paciente. Corriendo el riesgo de quien habla inspirado por sucesos que no vivenció en vivo y en directo, sostengo la necesidad de incluir otras perspectivas en el análisis. En salud mental los cambios conductuales, los cuerpos exaltados, la impulsividad y la agresión, entre otros, son síntomas con los que trabajamos. Obviamente en las guardias donde se asiste la emergencia dichos síntomas pueden presentarse de un modo exagerado y extremo. Una tarea más que ardua para quienes se ocupan de intervenir en la urgencia. No se trata de patologizar todas las violencias. Sin embargo no podemos perder de vista los límites, a veces sutiles y el riesgo de estigmatizar al usuario. Los profesionales de la salud mental, quienes tenemos a cargo la responsabilidad de desestigmatizar como pauta principal que posibilite la inclusión social, no podemos permitirnos caer en semejante contradicción. ¿Y dentro del subconjunto médicos podríamos encontrar un malo, un médico malo, un sujeto que no cumple sus horarios, sus tareas, que no da cuenta de su compromiso con quien supuestamente asiste?
El punto sería determinar las directrices que deben conducirnos en el análisis de los hechos. Podríamos ubicar a la violencia como fenómeno que nos interpela desde tiempos inmemoriales surcando un acelere exponencial en las últimas décadas en lo referido a la violencia que nos atraviesa día tras día. La violencia de los unos contra los otros. Sin nombrar las violencias invisibilizadas. La violencia del hambre y de la exclusión. La violencia de la desigualdad. La violencia del tarifazo. La violencia que implica trabajar en un sistema público recortado, inventando recursos que no existen e intentando dar respuesta a problemáticas altamente complejas, donde la articulación interinstitucional debería constituir la regla y sin embargo la imagen que se reitera es la de una ciudad en ruinas, donde ni siquiera se visualizan los caminos, los puentes. Ilusamente esperamos que el sistema como tal nos sostenga, acompañe las prácticas, se flexibilice para formular respuestas extraordinarias a las demandas actuales. Pero se trata de ese mismo sistema que es cómplice en el origen de esas violencias. Cómplice de producir esa demanda extraordinaria, cómplice de las carencias, de la vulneración de derechos, cómplice del tipo (paciente) que entra armado a una guardia. Cómplice del consumo en todas sus variantes.
Soy testigo de charlas entre compañeros y asambleas que reflexionan acerca de los agujeros del sistema que tocan tan directamente nuestras prácticas. Y de otras en las que discutimos sobre los no incrementos salariales, sin nombrar las consecuencias que no nos animamos ni a decir, acarrean en la calidad de atención que brindamos en los hospitales. Sin nombrar que muchos terminan optando por conseguir más trabajos en el sistema privado relegando tiempo y entrega humana y técnica en cada una de esas “prestaciones”. En esas charlas, un elemento central era el aval gremial para poder parar. Esto significa que en tiempos de democracia y supuesta vuelta de la república, los trabajadores dudamos de nuestro derecho a huelga constitucional. Y el aparato bourdieurano avala la duda. El aparato como estado patológico del campo donde ya no hay tensión, movilidad, donde ya no puede ocurrir nada. Porque si el gremio no avala nos pueden sancionar. Entonces, la inquietud y el impulso del reclamo, el movimiento de lucha tan necesario en la historia de la humanidad para que algo ocurra, la angustia que genera no llegar a fin de mes, no querer relegar el deseo puesto en el trabajo ni poder ser testigos mudos de las infinitas vulneraciones que reforzamos desde las instituciones, no encuentra cauce. No hay movilización. No hay paro. Cuando mucho los trabajadores sin aval, a riesgo de, nos atrevemos, gracias al lazo, a armar una asamblea, a contarle a los pacientes que son tan protagonistas como nosotros de este asunto aunque en nuestros imaginarios se ubiquen muchas veces por fuera.
Sin embargo hace unos días se resolvió el paro, rápido, efectivísimo, institucional y avalado. Me permito dudar, sin que esto implique ser indiferente a quienes fueron agredidos en el hospital. Sin que implique que si sucedió un hecho de violencia sea cual fuere el contexto debe ser investigado actuando la justicia del modo previsto. La violencia está a la vuelta de la esquina, sólo prender la maldita tv para enfrentarse a una serie de imágenes capaces de dañar cualquier alma sensible. En todo caso ¿no debería alarmarnos esa desproporción, ese incremento demencial, esa naturalización, ese atravesamiento de la clínica tan evidente que nos cuentan “los más viejos” cuando nos relatan historias de otro hospital, donde estar de guardia era un trabajo más, donde los profesionales hacían su trabajo sin dificultad, donde los problemas de salud mental eran otros?
Hugo Spinelli nos clarifica diciendo que los sectores dominados disponemos del poder de las organizaciones , de la singularidad de los espacios cotidianos, donde el trabajo reúne al trabajador y al usuario para crear nuevas estructuras en el campo y asegurar el ejercicio de los derechos. De eso se trata la metapolítica; engendrando la dimensión emancipadora de la política.
El reduccionismo que puede aparecer ante tales eventos me asusta. La indignación ante la caída de la última pieza del dominó sin indignación previa me indigna. Es como volver a pedir mano dura o que se vayan todos. Análisis pacatos funcionales a la derecha en todas sus manifestaciones y que los medios se encargarán de empaquetar y vender en los free shops a nuestras mentes.
El hospital público es público. Redundancias que parecen escaparse, escabullirse al punto de dar vuelta la tortilla. Llaves, llavines, policías que regulen la entrada y la salida de lo público que es de todos. Todos incluye al marginal y al excluido. Sino podemos ver a quien quedó en los márgenes y menos aún al que quedó en el limbo, si menos podemos hacernos cargo, si además somos profesionales de la salud con un rol tan claro en la asistencia al que sufre, abordemos, ante todo, ese gran e iniciático problema. Esa podría ser, entonces, una de las directrices que cuestionan la lógica facilista de los buenos lindos, blancos, bien, trabajadores y exitosos vs los malos, malolientes, locos, pobres, indecentes, degenerados y delincuentes.
La criminalización del consumo de sustancias psicoactivas, del aborto, de la lactancia, del arte y la cultura que se escapa de los cánones. La solución represiva de incluir nuevos delitos, nuevas penas, nuevas categorías, nuevas patologías además de acarrear una complejidad ética abismal puede conducirnos, paradójicamente a reforzar todos los mecanismos generadores de violencia en un efecto bola de nieve que no nos deseo como sociedad.
* Médica psiquiatra de Planta del Hospital de Emergencias Psiquiátricas Torcuato de Alvear.
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