› Por Monika Arredondo *
Hablar de ternura en estos tiempos de ferocidades no es ninguna ingenuidad. Es un concepto profundamente político. Es poner el acento en la necesidad de resistir la barbarización de los lazos sociales que atraviesan nuestros mundos.
Fernando Ulloa
Martes 12 de septiembre. Daniel Oyarzún, carnicero en Zárate, luego de ser robado, persigue al ladrón y lo atropella con su coche; 16 de junio de 1990, el ingeniero Santos sigue en su automóvil a los jóvenes que le habían robado su pasacassete y los mata; sábado 22 de marzo del 2014, matan con una feroz golpiza (linchamiento) a un ladrón en Rosario. Su nombre: Matyas Ambrosio.
Qué misterioso e invisible hilo de Ariadna sitúa estas muertes en un escenario en el cual se replican roles sociales: un delincuente pescado en flagrante delito deviene víctima y los testigos presenciales o víctimas de ese robo se transforman de improviso en victimarios, ejecutores de una sanción, sin frenos inhibitorios ni autocontrol. La escena nos muestra por un lado a vecinos “ciudadanos” que ejercen su derecho a castigo y, por el otro, unos monstruos a temer que no merecen el “juicio de la ley”.
La mayoría de los medios utiliza estas acciones para marcar y justificar posicionamientos sociales fundamentados en la estereotipia, la antipolítica y la demagogia punitiva.
Retomando a Ulloa, él nos habla de la “barbarización de los lazos sociales” ya que cuanto más débiles se muestran estos lazos entre individuos, más vigorosa la brutalidad y el desprecio.
Ante el avasallamiento de los vínculos fundamentales entre los sujetos, los odios discriminantes se convierten en formas aberrantes de filiación. El Otro, ese diferente, es mi enemigo, y allí radica la construcción de mi identidad. La destrucción del tejido social imposibilita el reconocimiento de las diferencias y de todo deseo que no sea el propio. No se puede sobrevivir a costa de crear un paraíso puertas adentro y tolerar un infierno fuera de ellas.
En sus orígenes, el castigo fue una ceremonia, una escena teatral para ser representada a modo de escarmiento y de vergüenza ante la mirada pública (el cepo, el verdugo, el suplicio).
A partir de la institución carcelaria y el procedimiento judicial, el cuerpo del delito y el del delincuente quedan a merced de una economía de derechos, sensaciones y pulsiones suspendidas.
La penalidad y sus métodos tienen por objetivo acallar todo aquello que se relacione con lo humano como generador de pasiones, conflictos y descontrol. Para los medios, ambos, víctima y victimario, quedan bajo el dominio de la certeza de un saber que no repara en subjetividades, vergüenzas o pudores.
La delincuencia para la crónica policial aparece cercana y ajena a la vez, amenazadoramente cotidiana; fundamental excusa para un mayor control social.
Son estos hechos los que se vuelven obscenamente visibles y ocultan otro tipo de violencia, la transforman en invisible: la violencia del hambre y de la exclusión y paralelamente promueven un clamor de un mayor poder disciplinario para reconducir las “conductas extraviadas”.
Ya Rapagón, en su monólogo en El avaro de Molière en 1668 reclamaba: “¡Al ladrón, al ladrón, al asesino, al criminal, justicia justo cielo! Estoy perdido ¡Asesinado! ¡Me han cortado el cuello! ¡Me han robado mi dinero!
* Miembro de Psicoanalistas Autoconvocados. Docente Universidad Nacional Arturo Jauretche.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux