PSICOLOGíA
› ACERCA DEL “GOCE DE DIOS” Y SU CARA FEROZ EN LA REPUBLICA ARGENTINA
“No ponga ovejas, Adolfito: ponga vacas”
Por María del Carmen Meroni*
La versión más inocente y simpática del hábito rapiñero (lo que hoy se designa con eufemismos como “ideología rentística de nuestras clases dirigentes” o “debilidad tributaria del Estado argentino”) aparece en el involuntario testimonio político de Adolfo Bioy Casares, que escribe en su Diario el consejo que le dio un viejo arrendatario de la estancia familiar: “No ponga ovejas, Adolfito. Con ellas no para uno de gastar en remedios. Ponga vacas. Basta darles campo y agua y ellas solas le darán un ternero todos los años”. Y la candorosa reflexión de Bioy Casares: “¿Cuánto gasté o gastaron mis padres y mis abuelos en médicos de plantas o en veterinarios para las vacas?: absolutamente nada”. ¡Hay que sacar! ¿Por qué habría que poner alguna cosa?
Se trata de un Estado armado con oleadas de inmigrantes, es decir desarraigados de guerras, hambrunas y revoluciones de varias partes del planeta (mucho después, por esa misma puerta entró el psicoanálisis a la Argentina): desarraigo de la tierra y el linaje que quizá permite entender la sutura que se produjo mediante la extraordinaria difusión del credo anarquista en las primeras décadas de partidos y sindicatos organizados. Esos inmigrantes llegaron para ocupar un lugar, sin duda más estrecho que el que nos muestra su relato mítico, a una cuasi-nación frágilmente establecida, apenas un instante antes, a través de algunos trabajosos pactos (preexistentes, como dice el preámbulo de la que finalmente se llamó “Constitución”). Dichos pactos otorgaban sanción instituyente a los actos todavía muy frescos de conquista y de rapiña, ejecutados sobre una estructura tribal de clanes y caudillos, en crónica disputa del dominio territorial, que coexistía con la exuberante y ambiciosa ciudad-puerto, tempranamente enriquecida gracias al contrabando.
Una gran fragilidad imaginaria no resulta infrecuente en estas tierras; tampoco el clamor por la idealizada ferocidad y prepotencia de algún soberano al que se invoca, sin institución monárquica real; tampoco la pasión trágica, el goce melancólico o la confesión del desencanto; también es frecuente la tendencia a la mostración anticipada de una consolidación grandilocuente en la que ya se sabe todo, seguida de la profunda increencia en cualquier palabra. De ahí se desprende cierta exaltación mítica del coraje, o el correlativo desprecio cínico o amargo o altanero por cualquier ley.
En tiempos de bonanza, el carácter más atemperado de estos rasgos tiende más bien a la enorme creatividad, el genio “fuera de serie”, la imaginación para inventar alternativas frente a la contingencia (que no siempre produce al “piola”, el guapo, el que se las sabe todas), el virtuosismo para el diseño artesanal de los recursos (que no siempre se equipara al estereotipo grotesco del “chanta”), la disposición para lo novedoso (que no siempre es adopción desesperada y banal de modas y discursos), el ánimo de perseverar en una vía que no cierra bien (que no siempre se convierte en: “¡Adelante, que cuanto peor, mejor!”), en fin: una enorme ductilidad para extraer del mismo déficit la herramienta que no estaba dada de antemano.
Según la clásica oposición de Walter Benjamin entre violencia fundadora de derecho y violencia conservadora de derecho, lo que se llama “estado de derecho” no es sin violencia, y no se apoya solamente en una protoviolencia mítica, que dicho estado habría erradicado mediante una legalidad sin contaminación. Las leyes son “más que ineficaces” y “menos que perfectas”, lo que en el caso de su aplicación puede llamarse con el nombre de “atenuantes”, “agravantes”, “criterio del juez”, “jurisprudencia”, etcétera. Desde luego, la violencia conservadora que la ley consolida y que se ejerce a través de ella no hace más que imperfeccionar lo que aspiraría a enunciarse como un estado de “pleno” derecho. También, la violencia fundadora de derecho no es pura, ya que no deja de ocurrir en el marco (sus formas y circunstancias, sus límites) en el que la fundación de un derecho puede efectivamente producirse como acontecimiento fuera de ley.
En estas tierras, hoy día, el así llamado “derecho al trabajo” es fundador de subjetividad, porque si bien no hace sino reproducir la explotación del trabajo, bajo la medida vigente de la tasa de ganancia del capital, pretende declarar a este rasero universal “insuficiente” para dar razón por sí solo de todos los hechos del orden social. El punto hasta donde el campo regido por dicha medida vigente pueda quedar imperfeccionado por algún llamado al orden siempre insuficiente de la ley (ni excepción a la ley, ni rechazo de la ley), podría ser correlativo a la mayor o menor incidencia con que se haga sentir en el campo subjetivo ese tipo de goce que no admite suspensión, atribuible al orden mundial, o a la defensa de Occidente, o al mandato divino, o al sistema financiero, en fin: a la naturaleza inapelable generalizada, es decir a eso que goza con Dios o de lo que Dios mismo goza, lo que des.enlaza en la subjetividad los matices del amor y del odio entrelazados.
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A veces es posible desnaturalizar el exterminio subjetivo, impedir que avance y se perfeccione, evitar la cara más feroz del goce de Dios.
* Miembro (AME) de la Escuela Freudiana de Buenos Aires. Fragmentos del trabajo “Des-enlaces del amor y el odio en el lazo social”.