PSICOLOGíA
› UNA DIFICULTAD ACTUAL PARA LA ELABORACION DE DUELOS
Desaparición de la muerte
El autor de esta nota traza la historia de la actitud ante la muerte en Occidente desde hace 900 años, cuando se produjo el viraje desde la “muerte domesticada” hacia la “muerte personal”: en el siglo XX, la muerte pasó a estar “prohibida”, censurada como si fuese pornográfica, y esto hace muy difícil elaborar los duelos.
Por Walter Cortazzo *
Phillip Ariès, en El hombre ante la muerte (ed. Taurus), estudió los cambios en la actitud del hombre occidental frente a la muerte durante los últimos 2000 años. La primera etapa, que duró aproximadamente hasta el siglo XII, fue la de la muerte amaestrada o domesticada: la gente moría advertida. El moribundo esperaba la hora de la muerte en su lecho, y lo hacía sin lamentos exagerados. La muerte era una ceremonia organizada. La habitación del moribundo se transformaba en un lugar público. Todos estaban allí: familiares, amigos, vecinos y niños. Sí, a los niños se los llevaba a presenciar el espectáculo de la muerte. El ceremonial estaba despojado de todo dramatismo y de emociones excesivas. El propio moribundo era el encargado de dirigir y llevar adelante los ritos de esas reuniones; algo así como un maestro de ceremonias.
A partir del siglo XII comienza un nuevo período que, según Ariès, agrega “un sentido dramático y personal a la familiaridad tradicional del hombre con la muerte”. En la etapa anterior había una concepción colectiva del destino: “El hombre padecía en la muerte una de las grandes leyes de la especie y no soñaba ni con sustraerse de ella ni con exaltarla”. Ahora se introduce “la preocupación por la particularidad de cada individuo”, con referencia al Juicio Final.
En la escatología propia de los primeros siglos del cristianismo, los muertos que pertenecían a la Iglesia se adormecían y reposaban hasta el día del Segundo Advenimiento, del gran retorno, cuando se despertarían en la Jerusalén celestial, o sea en el Paraíso. En esta concepción no había lugar para la responsabilidad individual, para un balance de las buenas y malas acciones. Pero desde el siglo XII encontramos “la resurrección de los muertos, la separación de los justos y los condenados; el Juicio, el pesaje de las almas por el arcángel San Miguel”.
En los siglos XV y XVI, el juicio ya no se sitúa en el fin de los tiempos, sino en la habitación del moribundo, en la inminencia de su muerte. En realidad se trata de una prueba que “consiste en una última tentación. El moribundo verá toda su vida y será tentado, ya sea por la desesperación de sus faltas, por la vanagloria de sus buenas acciones o por el amor apasionado a las cosas y los seres. Su actitud, en el relámpago de ese momento, borrará de golpe los pecados de toda su vida, si rechaza la tentación, o, si cede, anulará todas sus buenas acciones. La última prueba ha reemplazado al Juicio Final”.
Es clara la oposición entre la seguridad del rito colectivo y la inquietud de una interrogación personal. Sin embargo, un rasgo de la muerte amaestrada se mantuvo intacto y aun se acentuó: el papel del moribundo, que “sigue estando en el centro de la acción, que preside como antaño y determina por su voluntad”.
A partir del siglo XVIII, el hombre occidental “exalta la muerte, la dramatiza, pretende que sea impresionante y acaparadora. Pero no está ya tan preocupado por su propia muerte: la muerte romántica, retórica, es ante todo la muerte del otro”. La ceremonia de la muerte en el lecho, comandada por el moribundo y en presencia de un vasto público, persiste, pero algo ha cambiado. “En el siglo XIX una pasión nueva se apodera de los asistentes. La emoción los agita, lloran, rezan, gesticulan. No se niegan a hacer los gestos dictados por el hábito, pero los ejecutan despojándolos de su carácter vulgar y consuetudinario. Como si fueran inventados por primera vez, como si fueran espontáneos, inspirados por un dolor apasionado, único.” La sola idea de la muerte conmueve. “Los sobrevivientes aceptan con mayor dificultad que antes la muerte del otro.”
Llegado el siglo XX, la Primera Guerra Mundial dispara un cambio radical: a partir de entonces la muerte tiende a ocultarse, transformándose en algo vergonzoso y en un objeto de censura: “Un tipo absolutamente nuevo de morir ha aparecido en el curso del siglo XX en algunas de las zonas más industrializadas del mundo occidental. La sociedad no tiene pausas: la desaparición de un individuo no afecta ya a su continuidad. En la ciudad todo sigue como si nadie muriese”. Estamos en la época de la muerte prohibida.
El moribundo es privado de su muerte. Antes, la información sobre la inminencia de la propia muerte era un derecho inalienable. Hoy, la verdad del estado del enfermo debe serle ocultada. Antes lo horroroso era la muerte súbita, sin posibilidad de prepararse. Hoy, en cambio, se dice con cierto alivio: “Por lo menos murió sin darse cuenta”. El moribundo no debe saber que lo es. El hombre ha sido privado de su muerte. Ya no hay lugar para las grandes demostraciones de congoja y, si se producen, deben ocurrir sin que el enfermo lo note. Este es engañado como un niño. Y ya no se muere en casa rodeado de público, sino en los hospitales, muchas veces en la soledad de una sala de terapia intensiva. La gente muere a escondidas.
Otro fenómeno que apareció en el siglo XX es la negación del duelo: “La sociedad moderna privó al hombre de su muerte y sólo se la restituye si no la utiliza para perturbar a los vivos. Recíprocamente, prohíbe a los vivos que se muestren emocionados por la muerte de los otros, no les permite ni llorar a los difuntos ni demostrar extrañarlos. La necesidad milenaria del duelo, más o menos espontánea o impuesta según las épocas, fue reemplazada a mediados del siglo XX por su prohibición. En una generación, la actitud dio un vuelco de ciento ochenta grados: lo que ordenaba la conciencia individual o la voluntad general, en adelante está prohibido. Y lo que estaba prohibido, ahora se recomienda. No conviene ostentar la pena, y ni siquiera hacer ver que se la experimenta”.
Agrega Ariès: “La muerte se ha convertido en un tabú, algo innombrable y, y al igual que antes el sexo, no hay que nombrarla en público ni obligar a los otros a hacerlo. Gorer muestra de manera asombrosa cómo en el siglo XX la muerte reemplazó al sexo como principal interdicción”. Se refiere al sociólogo británico Geoffrey Gorer (La pornografía de la muerte, París, Epel). La muerte se ha vuelto pornográfica. Antes a los niños se les decía que nacían de un repollo o que los había traído la cigüeña, pero asistían a la escena de la muerte, en la habitación y junto a la cabecera del moribundo. Hoy, desde muy temprano los niños son educados en la fisiología del sexo y del nacimiento, pero se los aleja de la muerte, en lo posible no asisten a los velorios y entierros y, según su edad, ni siquiera se les dice la verdad sobre la muerte de un familiar.
Gorer plantea que la persona en duelo “tiene más necesidad de la asistencia de la sociedad que en ningún otro momento de su vida desde su infancia y su primera juventud, y sin embargo es entonces cuando nuestra sociedad le retira su ayuda y le niega asistencia. El precio de este desfallecimiento en miseria, soledad, desesperación, morbidez, es muy elevado”.
Prohibido morir
Sigmund Freud escribió Duelo y melancolía en 1915, poco después de comenzada la Primera Guerra Mundial. En ese texto, después de definir al duelo como “la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etcétera”, lo compara con la melancolía. Cierto que, a diferencia de ésta, el duelo se considera un afecto normal, a pesar de las graves desviaciones de la conducta que acarrea. Es más, Freud señala que es inoportuno y dañino perturbarlo.
¿Qué subsiste hoy de Duelo y melancolía? ¿Cómo concebir el concepto de duelo en estos tiempos en los que prevalece la pornografía de la muerte?
En ese trabajo, Freud plantea una secuencia de tiempos lógicos para el duelo. En el primero de ellos, “el examen de realidad ha mostrado que el objeto amado ya no existe más, y de él emana ahora la exhortación de quitar toda libido de sus enlaces con ese objeto. A ello se opone una comprensible renuencia; universalmente se observa que el hombre no abandona de buen grado una posición libidinal, ni aun cuando su sustitutoya asoma”: podemos pensar que este primer tiempo supone una desmentida de la pérdida, una posición renegatoria del sujeto frente a una realidad insoportable. Esta desmentida frente a la representación dolorosa que la pérdida supone es congruente con aquello que Ariès llama la muerte prohibida.
Los rasgos de la subjetividad actual favorecen esta actitud renegatoria. Hoy no hay tiempo para detenerse y, de ser posible, lo mejor es que una muerte pase inadvertida, como si no hubiera ocurrido. La ausencia o reducción de los ritos también tiende a producir el efecto de que una pérdida no se inscriba como tal.
¿Qué consecuencias puede traer esa desmentida? Según Freud, “esa renuencia puede alcanzar tal intensidad que produzca un extrañamiento de la realidad y una retención del objeto por vía de una psicosis alucinatoria de deseo”. El efecto traumático de una pérdida conmueve todo el universo simbólico y la realidad fantasmática.
Por otra parte, el psicoanalista Jean Allouch (Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca, Edelp, Buenos Aires, 1996) plantea una crítica a la formulación de Freud sobre este primer tiempo del duelo: “¿Está bien establecido que la realidad pueda mostrar así que ‘el objeto amado ya no existe más’?”, pregunta Allouch. Su principal objeción es de orden clínico. “El recién enlutado (como se dice ‘recién casado’) cree reencontrar, en un momento y en un lugar imprevistos para él, por ejemplo caminando por la vereda, aunque parezca imposible, al ser que acaba de morir. Esa presencia, esa vida le ‘salta al rostro’, apabullante sorpresa que enseguida le provoca como una extrema felicidad.” Allouch concluye que, en estos primeros momentos que siguen a una pérdida, el muerto, desde el punto de vista de la realidad, “lejos de tener ese estatuto de inexistente cuya misma inexistencia estaría adquirida hasta permitir basarse en ella para fundar decisivamente su duelo, el muerto es, como por otra parte se lo llama, un desaparecido”. A diferencia del inexistente, el desaparecido es alguien que puede reaparecer en cualquier momento y lugar. En este primer tiempo del duelo, el objeto perdido tiene el estatuto de desaparecido pero no de inexistente.
Por lo tanto hay que diferenciar el planteo de Freud, según el cual el fenómeno alucinatorio aparece como efecto de la desmentida a partir de que la prueba de realidad muestra que el objeto perdido ya no existe más, del planteo de Allouch, según el cual no habría prueba de realidad para quien está de duelo. De todos modos considero que esta idea de Allouch no invalida el uso del concepto de desmentida, sino que ese mecanismo renegatorio se pone en marcha ahí donde se presenta algo insoportable, donde ya hay una conmoción del fantasma.
El segundo tiempo del duelo es la parte más dolorosa, es el tiempo en el que el dolor se manifiesta en su peor vertiente. La certidumbre de que el muerto ya no volverá lleva al dolor más extremo. Freud plantea que la orden que imparte la realidad, quitar la libido de sus enlaces con el objeto perdido, no puede cumplirse enseguida: “Se ejecuta pieza por pieza, con un gran gasto de tiempo y de energía de investidura, y entretanto la existencia del objeto perdido continúa en lo psíquico”. Este proceso es el núcleo del trabajo del duelo: frente a una pérdida que produce un agujero en lo real, que conmueve la realidad fantasmática del sujeto, se trata de simbolizarla, produciendo una recomposición significante.
¿Qué pasa si este trabajo de simbolización no puede llevarse a cabo? ¿Qué consecuencias puede haber si un sujeto queda detenido en este segundo tiempo del duelo? Allí se forma un terreno proclive para la depresión, los fenómenos psicosomáticos, los actings, los accidentes, etcétera.
Y el trabajo del duelo no se hace en soledad. Lacan, en su Seminario 6, cuando analiza el caso de Hamlet, plantea la importancia que tienen los ritos funerarios para el trabajo de duelo. Los ritos, según Lacan, tienen la función de “hacer coincidir la hiancia abierta por el duelo –eso que había llamado agujero en lo real– con la hiancia mayor, la falta simbólica”. Lacan también destaca que los ritos funerarios, si bien tienen una esfera íntima y privada, requieren también una tramitación pública, a nivel de la comunidad.
Pero estamos en la época de la muerte prohibida, y esto trae consecuencias en la elaboración de los duelos. Estamos en la época que Allouch llama de la “muerte seca”, muerte sin rito. Su consecuencia lógica: los duelos detenidos. Un mal exacerbado en Occidente.
* Docente en la Carrera de Psicología, Universidad Nacional de La Plata. Miembro de Lazos (institución psicoanalítica). Texto extractado del trabajo “Los tiempos del duelo en el contexto de la muerte pornográfica”, publicado en la revista electrónica Acheronta (www.acheronta.org).
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