PSICOLOGíA
› EXTERMINIO DE JUDIOS BAJO EL NAZISMO
Sacrificio
Como las desapariciones en la Argentina, la “solución final” para el “problema judío” apuntó a una “transformación en la subjetividad”, según el autor de este ensayo cuyo eje es la noción de sacrificio.
Por Alejandro Kaufman *
Relacionar el exterminio nazi de los judíos con la cuestión del sacrificio plantea una cuestión polémica y sensible. Es frecuente que se señalen las consecuencias que tendría esa interpretación: clausuraría un significado –ampliándolo indebidamente– o inscribiría el acontecimiento del horror en una inteligibilidad teológica no compartida por un ambiente cultural secular. El Diccionario de la Real Academia Española comprende definiciones que justifican en principio la distinción entre exterminio nazi y sacrificio: significaciones como “ofrenda a una deidad en señal de homenaje o expiación” (sacrificio) o “hacer sacrificios, ofrecer o dar una cosa en reconocimiento de la divinidad” (sacrificar) no resultan referencias apropiadas para los acontecimientos del horror. Sin embargo, la segunda acepción de sacrificar es “matar, degollar las reses en el matadero” (los propios perpetradores del exterminio nazi lo consideraban de esa manera).
La tercera acepción de la RAE es figurada: “poner a una persona o cosa en algún riesgo o trabajo, abandonarla a muerte, destrucción o daño, en provecho de un fin o interés que se estima de mayor importancia”. La palabra clave aquí es: abandono. El abandono, y por consiguiente el sacrificio, remite –con relativa independencia del destino ritual que se le atribuya– a la abstención de toda violencia defensiva por parte de un sujeto. La condición inerme de los judíos europeos fue lo que hizo posible, primero, las persecuciones, luego, la Endlösung, la solución final. Y “holocausto” se define como “gran matanza de seres humanos”. De manera que el diccionario de la RAE toma partido sobre lo que otros discutimos.
Los estudiosos más lúcidos no debaten sobre la relación entre holocausto y sacrificio en términos meramente abstractos y desinteresados. Lo que les preocupa es la construcción de un saber éticamente comprometido en sus matrices más profundas con la ineludible condición testimonial que concierne al exterminio. El destinatario de esos estudios es la humanidad toda. Un paradójico sarcasmo: desde el siglo XVIII no habíamos tenido una motivación tan decisiva como la del exterminio para apelar a la participación universal en la comprensión de un problema que invoca aquello que no puede ser comprendido pero requiere un estado de alerta por el resto de los tiempos.
Ocurrió algo que sólo es accesible mediante el testimonio de los sobrevivientes, que atestiguan haber sobrevivido a algo que no tenía nombre: “Ist kein Warum” (no hay porqué) era la fórmula con que eran contestados cuando preguntaban por el nombre. Un modo de definir la situación inesperada en que se encontraban. La situación esperable para gran parte de la judería europea era el pogromo, el exilio. La deportación practicada por los nazis todavía podía parecer una metamorfosis grotesca e inquietante de algo que alguna vez ya les había sucedido a los judíos. Sin la historia de las persecuciones europeas, la solución final no habría tenido posibilidades de acontecer en la forma en que aconteció.
Incluso, en el consentimiento y la pasividad del mundo entero cuenta la expectativa de que el deterioro progresivo de la situación de los judíos fuera un empeoramiento determinado por la guerra de aquello que había sucedido durante siglos. Ya se sabía de qué se trataba, también en cuanto al estatuto de aquella condición persecutoria que asemejaba a los judíos de Europa con los cristianos primitivos. Les serían aplicables las mismas categorías descriptivas de una espiritualidad susceptible de consentir lo que el destino infausto deparaba a sus destinatarios. Lapsos y localizaciones de tranquilidad y prosperidad alternados con períodos desgraciados de muerte y humillación. La Vernichtung (aniquilamiento) de la Judenfrage (cuestión judía) viene a remediar esta historia accidentada. Basta de altibajos. El problema judío se ha demostrado insoluble. La mejor alternativa para Europa es terminar definitivamente con sus tenaces, tercos, persistentes judíos.
El nazismo instaló un umbral de la modernidad. El exterminio de los judíos de Europa fue determinado por los nazis como el punto inaugural de una nueva Europa, la del Reich de los mil años. Los nazis, como caballeros teutones arraigados en las tradiciones heroicas del mítico Volk, iban a hacer algo que aún no se había hecho en la historia: instituir, diseñar conscientemente un mito político apropiado para un proyecto estatal imperial. Llevar a cabo las acciones necesarias para dar al Reich las bases que se requerían desde el punto de vista de la realización de la entidad que fundaban. Sólo podría construirse un Reich fuerte, puro y heroico si se extirpaba la contradicción inextinguible del judaísmo, obstáculo insalvable en la realización de ese ambicioso proyecto.
No se trataba sólo, como sucedió tantas veces en la historia, de la construcción de un imperio, de un ámbito territorial inmenso, gobernado por una combinación de fuerza, persuasión, prestigio y astucia. Aquí, en estos umbrales de la modernidad avanzada, había que hacer algo más para tener éxito en la empresa. En el horizonte competían las democracias liberales y los regímenes socialistas. Una lucha naciente se libraba: la batalla por una nueva subjetividad reflexivamente organizada como proyecto. El nazismo encuentra la necesidad de suprimir una determinada subjetividad, con lo que conlleva: memorias, sensibilidades, temporalidades. Aquello que ahora conocemos tan bien y que entonces atravesaba una fase más temprana: producción de subjetividad. Había que abolir la subjetividad judía porque su persistencia hacía inviable el proyecto del Tercer Reich. Se trataba de un procedimiento antropológico. Un recurso técnico de intervención. No es que las condiciones subjetivas de que se trata arraigaran en un mero sentido psicosocial en los judíos como personas. Es decir, no se trataba de que la ciencia antropológica racista nazi pudiera tomarse al pie de la letra. Pero el sustento ideológico, doctrinario y procedimental era el que les daba la esperanza de garantizar la realización de las metas que se proponían.
La garantía no residía meramente en la desaparición física de los sujetos. A veces encontramos este error en los análisis sobre los desaparecidos en la Argentina. Es cierto que la desaparición de un determinado grupo humano ocasiona ciertas consecuencias. Es obvio que, si asesinan a todos los miembros de un grupo al que pertenece un número desproporcionado de violinistas o físicos teóricos, se habrá ocasionado un menoscabo para la ejecución del violín o para el desarrollo de la física teórica. Es un obstáculo de menor cuantía al lado de lo que se ambiciona, al lado de los inmensos beneficios que se obtendría por la desaparición no ya de un grupo de personas sino de una forma de vida. No es que la forma de vida, tampoco, encarnara de manera lineal en los sujetos desaparecidos. El grupo eliminado encarna esa forma de vida a través de prácticas culturales, sensibilidades, competencias lingüísticas a las que eventualmente proporciona algo que se puede describir como una masa crítica. La eliminación de esa masa crítica ocasionará el cambio deseado.
Pero no lo hará solamente por el hecho de haberla eliminado, como lo que sucede si vaciamos un barril de agua y entonces el resultado es un recipiente seco. No es así como suceden las cosas en la historia humana. La propia desaparición, como tal, el hecho mismo de la desaparición, es ejemplar, constituye un acto paradigmático que, sumado a la supresión de determinada masa crítica, permite proyectar ciertos resultados. En este sentido radica la semejanza entre el exterminio nazi de los judíos y los desaparecidos argentinos. No es meramente que asesinaron a “los mejores”, sino que se suprimieron prácticas socio-culturales.
¿En qué radica el éxito? Allá consiguieron la extinción de la cultura ídish centroeuropea y de su lengua de mil años de antigüedad. Hoy los estudiosos todavía procuran entender qué era esa cultura de la que ha sobrevivido a duras penas una fracción. Aquella cultura sí fue prácticamente extinguida en forma física, literal. Aquí, consiguieron la extinción de la esperanza utopista igualitaria que el movimiento revolucionario de los sesenta-setenta encarnaba. Aquí, lo que se hizo fue hecho en términos discipulares.
Por eso resulta trivial comparar la gran transformación de la subjetividad que se llevó a cabo en la Argentina con la lucha del colonialismo francés por la conservación de sus posesiones africanas. Las semejanzas son metodológicas (por otra parte proceden de un mismo origen, vía las derechas filofascistas francesas), pero muy diferentes los proyectos. El “Proceso de Reorganización Nacional”, salvando los tiempos y las distancias, se propuso ejercer transformaciones histórico-culturales en la Argentina. Quien se propone semejante empresa no puede predecir los resultados. Pero esos resultados son bien tangibles una vez que acontecen.
Punto de vista del verdugo
El nazismo logró modificar en forma sustancial las condiciones identitarias del pueblo judío, al menos en lo que le interesaba. Aquellas subjetividades incompatibles con el Tercer Reich estaban íntimamente ligadas con la condición diaspórica del pueblo judío y su historia europea. Se trataba de una cultura atravesada por ciertas paradojas que le otorgaban singularidad y ocasionaban un obstáculo insalvable para algunas modalidades del colectivo social germánico, ansioso por construirse sobre la base de una determinada representación de la modernidad.
Uno de los rasgos judíos más despreciables e inaceptables para los nazis era la condición de la debilidad, la pasividad, el consentimiento frente a la persecución, la preferencia por encarnarse como víctima antes que la victimización del otro. Se trata de la ética mesiánica que el cristianismo universalizó y traicionó muchas veces en tanto que institución eclesiástica temporal y vinculada con los poderes estatales europeos. En el seno de la Iglesia se habían elaborado durante muchos siglos los anticuerpos del olvido del cristianismo primitivo, íntimamente cercano al judaísmo mesiánico de la ética débil, de la otra mejilla, de la no resistencia frente a la fuerza. En esta cuestión se cifra el problema del sacrificio.
El judeocristianismo creó en la historia de Occidente modos de producción de subjetividad conflictivos para los poderes imperiales, la esclavitud y la opresión. La Ilustración y el socialismo son productos de ese largo proceso experiencial. Las razones por las que se podría esperar una eficacia de la eliminación de los judíos radica en su débil, difusa, ausente institucionalidad estatal. Si lo que se quería era instalar los cimientos de un imperio milenario que no fracasara como los anteriores, había que eliminar del alma humana la compasión. La compasión es una condición de la existencia espiritual y religiosa tal como se desenvolvió en Occidente. En el judaísmo, se orientó a la noción de justicia, y en el cristianismo a la de amor. Un golpe mortal a aquellas manifestaciones del abandono de sí estaba en los planes del proyecto del mal radical.
En este contexto, adquiere un sentido diferente el análisis del fenómeno sacrificial. La semejanza se basa en que la víctima es pasiva, no lucha y parece aceptar la muerte infligida por el verdugo. Hay que señalar que la determinación de una situación sacrificial no viene dada por los deseos o los pensamientos de la víctima sino por los del victimario. Isaac no sabe que va a ser sacrificado; el cordero no se sacrifica por propia iniciativa. Estas son las víctimas propiciatorias, puestas en esa situación por el victimario. Quien define el sacrificio es el oficiante, que es quien quita la vida a la víctima y eslabona el acontecimiento en la serie de los comportamientos rituales. El tema es excesivo, ya que, en las culturas en que el sacrificio está establecido, si hay víctimas humanas forman parte del contexto lingüístico, ritual, de prácticas establecidas.
El judeocristianismo elaboró, en el contexto de su modo de producción de subjetividad, un proyecto de supresión, superación, consuelo o crítica de las prácticas sacrificiales. El pensamiento judeocristiano se opone en sus fundamentos a la noción del sacrificio, es decir, al asesinato de cualquier índole. Dios no pide vidas humanas y, en el límite, no pide vida alguna. No estamos aquí refiriéndonos al judaísmo arcaico, sino a los principios que fueron instituidos mientras aún coexistían prácticas sacrificiales.
La redención contiene elementos que vuelven inaceptable el sacrificio. La condición sacrificial de sí en el judeocristianismo sólo puede tener lugar por decisión propia en contextos de lucha contra fuerzas superiores. No muere Isaac, sino un cordero. No es aceptable el sacrificio humano. Y el texto bíblico sobre el sacrificio de Isaac no se limita a establecer un principio normativo, sino que dramatiza la vacilación que concierne a la coexistencia de prácticas heterogéneas y a la lucha por modificar ciertas prácticas y sustituirlas por otras. El acontecimiento crístico profundiza esta elaboración dramática en forma radical. Dios mismo permanece pasivo ante la fuerza y se deja matar, en procura de marcar simbólicamente el mandato esencial: no matarás.
Entonces, el exterminio nazi de los judíos no habría sido un sacrificio desde el punto de vista de los judíos, aunque aún podría serlo desde el punto de vista de los nazis. Es curioso que se discuta el asunto sin tener en cuenta las enunciaciones de los oficiantes, dado que el sacrificio requiere el punto de vista del verdugo en primer lugar, y no el de la víctima, a la que no se pregunta por sus intenciones o preferencias, sino sólo por los atributos establecidos que la hacen propicia para el sacrificio.
Esta confusión podría fundarse en que el judeocristianismo ya había alterado la relación verdugo-víctima mediante un largo proceso de elaboración de la no violencia y la superación de toda sacralidad del asesinato. El consentimiento a la propia muerte infligida por el verdugo no tiene en principio relación con el masoquismo sino con uno de los componentes del heroísmo clásico: el desprendimiento de la propia vida; pero sin otro de los componentes que lo caracterizan: la disposición de la vida del prójimo. El contexto judeocristiano ha cimentado la figura del héroe que muere sin matar para que nadie más mate en el advenimiento escatológico, o, en una medida histórica, para poner un límite a la violencia criminal.
Ese legado, el judeocristianismo, era un enemigo mortal del proyecto nazi. Hasta era más importante matar a los judíos que ganar la guerra, al menos la librada contra los que los nazis presumían semejantes (en particular los anglosajones). Estaban dejando un legado para la humanidad y esto otorgaba un significado a su propio sacrificio heroico. De modo que, si hay sacrificio, éste no tiene lugar en el contexto judeocristiano sino en el de la institución del mito nazi del Tercer Reich.
El exterminio nazi de los judíos, aunque ello no siempre se reconozca, opera como un horizonte ético político del actual orden internacional, sobre todo en lo que concierne a los países más poderosos, cuyas plataformas normativas están organizadas alrededor del estado de derecho sustentado doctrinariamente sobre los derechos humanos. El extermino nazi de los judíos opera como un paradigma para establecer los límites de lo aceptable y el horizonte de lo concebible. La cuestión va mucho más allá de la normatividad institucional de los estados y su organización jurídica. Interviene en aspectos estratégicos de los actuales desarrollos e innovaciones tecnocientíficas, sobre todo en lo que concierne a laingeniería genética y las biotecnologías, y aparece como una cuestión estructural en el ámbito de la educación.
* Extractado del artículo “Endlösung y sacrificio”, de próxima aparición en la revista Docta, de la Asociación Psicoanalítica de Córdoba.
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