PSICOLOGíA
› IDEAS DE JULIEN OFFRAY
DE LA METTRIE (1709-1751)
El hombre feliz
He aquí el objeto desechado por el pensamiento del Iluminismo: Julien Offray de La Mettrie. Sus obras fueron prohibidas. El mismo, por ellas, fue desterrado de Francia y, después, el olvido. En el contenido de sus textos y, sobre todo, en la imposibilidad de ceñirles un sentido –¿cínicos?, ¿irónicos?– es válido explorar la subjetividad que, dos siglos y medio después, ha venido a emerger.
› Por Julien Offray de La Mettrie*
Vivir tranquilo, sin ambición, sin deseo; usar la riqueza sin gozar por el hecho de tenerla; conservarla sin inquietud, perderla sin pena, gobernarla en lugar de ser su esclavo. No turbarse ni dejarse conmover por ninguna pasión –incluso carecer de ellas. Estar contento tanto en la miseria como en la opulencia, en el dolor como en el placer; tener un alma fuerte y sana en un cuerpo débil y enfermo; no tener temores ni terrores; despojarse de toda inquietud; desdeñar los placeres y la voluptuosidad; aceptar el placer y la riqueza sin buscarlos; depreciar la vida misma; en fin, alcanzar la virtud por el conocimiento de la verdad: en esto consiste el soberano bien de Séneca y de los estoicos en general, y la felicidad perfecta que le es ajena. ¡Qué anti-estoicos seremos!
Ellos son filósofos tristes, severos, duros; nosotros seremos alegres, dulces, complacientes. Todo alma, ellos hacen abstracción de su cuerpo; todo cuerpo, nosotros haremos abstracción de nuestra alma. Ellos se muestran inaccesibles al placer y al dolor; nosotros nos gloriamos de sentir una cosa y la otra. Esforzándose en lo sublime, ellos se elevan por encima de los acontecimientos y no creen ser verdaderamente hombres hasta que no cesan de serlo. Nosotros, no dispondremos en absoluto de lo que nos gobierna, ni ordenaremos nada a nuestras sensaciones: reconociendo su imperio y nuestra esclavitud, trataremos de serles agradables, persuadidos de que es allí donde yace la felicidad de la vida. En fin, nos creeremos tanto más felices cuanto más hombres seamos –o más dignos seamos de serlo. Cuanto más sintamos la humanidad, la naturaleza y todas las virtudes sociales, no admitiremos otras –ni otra vida que no sea ésta.
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Nuestros órganos son susceptibles de un sentimiento o una modificación que nos gusta y nos hace amar la vida. Si la impresión de ese sentimiento es breve, se trata del placer; si más larga, de la voluptuosidad; si permanente, de la felicidad. Es siempre la misma sensación que sólo difiere por su duración y su vivacidad. Agrego esto, porque no hay soberano bien más exquisito que el gran placer del amor, que tal vez lo constituye.
Mientras más durable, delicioso, halagador, no interrumpido ni turbado por nada es ese sentimiento, más se es feliz.
Mientras más breve y vivo, más posee la naturaleza del placer.
Mientras más largo y tranquilo, más se aleja de él y se aproxima a la felicidad.
Mientras más inquieta, agitada y atormentada está el alma, más se le escapa la felicidad.
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Admito que es posible ser feliz por no hacer nada que provoque remordimientos. Pero de ese modo nos abstenemos de lo que causa placer, de lo que la naturaleza pide, de lo que la hace sufrir si no se escucha su voz. Nos abstenemos de mil cosas que no nos podemos impedir desear y amar. No se trata más que de una felicidad infantil, fruto de una educación mal entendida y de una imaginación turbada. En tanto, no privándonos de las miles de atracciones y de las miles de dulzuras que, sin hacer daño a nadie, producen un gran bien en quienes las experimentan, sabiendo que es pura puerilidad arrepentirse del placer que se ha experimentado, se alcanzará la felicidad real y positiva, una felicidad razonable que no será corrompida por remordimiento alguno.
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Me atrevo a incluir la felicidad orgánica entre los efectos de la estructura del cuerpo humano. Ha sido dada a esos felices mortales que, para ser, sólo tienen necesidad de sentir, a esos felices temperamentos, a esos beatos de los que se habla todos los días, cuya constitución es tal que la pena, el infortunio, la enfermedad, los dolores mediocres, la pérdida de lo que más se quiere, todo lo que aflige a los demás, en fin, se desliza sobre su alma sin apenas rozarla. El mismo acontecer fortuito, la circulación misma, el mismo juego de sólidos y de fluidos que hace al genio feliz o al espíritu limitado, hace también al sentimiento que nos vuelve felices o desdichados. La felicidad no tiene otra fuente, como nos lo enseña la uniformidad de la naturaleza. ¡Qué admirable es en esto la predilección! Aquel a quien ella favorece hasta ese punto, contento con lo estrictamente necesario, no recuerda más que él ha nadado –¡qué digo!–, que se ha sumergido en lo superfluo.
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Nada prueba mejor que se trata de una felicidad de temperamento que todos esos ignorantes felices, todos esos imbéciles que cada uno conoce, mientras que tantas personas de espíritu son desdichadas. Pareciera que el espíritu tortura al sentimiento. También los animales corroboran este sistema. Cuando tienen buena salud y sus apetitos están satisfechos, experimentan el agradable sentimiento que va unido a esa satisfacción, y por consiguiente se trata de una especie feliz a su manera.
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¡Cuántos hombres estúpidos de los que se sospecha reflexionan menos que un animal son perfectamente felices! La reflexión aumenta el sentimiento pero no lo proporciona, al igual que la voluptuosidad no hace nacer el placer. ¡Ay!, ¿debemos aprobar esta facultad? Ella acude todos los días y se ejerce, por así decirlo, tan a contrapelo que aplasta el sentimiento y lo destruye todo. Ya sé que cuando se es feliz por causa suya y cuando ella se encuentra en el origen del hilo recto de nuestras sensaciones, se lo es más. El sentimiento es estimulado por esta especie de aguijón. Pero en caso de desdicha, tomada en sentido ordinario, ¡qué facultad más cruel y más funesta! Es el veneno de la vida. Muchas veces, la reflexión es casi un remordimiento. Al contrario, un hombre contento por su instinto, lo está siempre sin saber cómo ni por qué y sin ningún gasto. No ha sido más costoso hacer esta máquina que la del animal.
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¿Ciertos remedios no son acaso una prueba de esa felicidad que denomino orgánica, automática, o natural, en la que el alma no tiene nada que ver y no tiene en ello mérito alguno, en la medida en que es independiente de la voluntad? Quisiera hablar de esos estados dulces y tranquilos proporcionados por el opio, en los que se querría permanecer toda una eternidad; verdaderos paraísos del alma si fueran permanentes: estados bienaventurados que sin embargo no tienen otro origen que la pacífica igualdad de la circulación, y una expansión dulce y medio paralítica de las fibras sólidas. ¡Qué maravilla es capaz de producir un solo grano de jugo narcótico agregado a la sangre y fluyendo con ella en los vasos! ¡Con qué magia nos comunica más felicidad que todos los tratados de los filósofos! ¡Y cuál sería el destino de alguien que estuviera organizando toda su vida tal como lo está mientras actúa ese remedio divino! ¡Qué feliz sería!
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Los sueños, que no tienen necesidad de opio para ser con frecuencia muy agradables, confirman la misma cosa. Del mismo modo que un objeto amado se pinta mejor cuando está ausente que cuando está presente, porque la realidad ofrece a la imaginación límites que ella no conoce cuando está abandonada a sí misma, por esa misma razón las pinturas son más vivas en el sueño que en la vigilia. El alma, que durante ese tiempo no está distraída con nada, completamente librada al tumulto interior de los sentidos, experimenta mejor y más intensamente los placeres que la penetran. Recíprocamente, se halla más alarmada y más asustada por los espectros que se forman en el cerebro durante la noche, y que nunca son tan espantosos durante la vigilia porque los objetos externos los descartan inmediatamente: sueños sombríos a los que están sometidos aquellos cuya imaginación, siempre en duelo, por así decirlo, durante el día se alimenta sólo de ideas tristes, lúgubres o siniestras, en lugar de ahuyentarlas tanto como sea posible.
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Puede observarse que la ilusión misma, sea producida por medicamentos o por sueños, es la causa real de nuestra felicidad o desdicha maquinal: de manera que si tuviera que elegir entre ser desdichado durante la noche y feliz durante el día, tal vez la elección me pondría en dificultades. ¿Pues qué me importa en qué estado está mi cuerpo cuando me hallo descontento, inquieto, apenado, desolado? Si en el íncubo no hay ningún peso sobre mi pecho, ¿experimenta mi alma menos la pesadilla? Y aunque esos objetos encantadores que me procuran un sueño delicioso no estén efectivamente conmigo, no por eso yo dejo de estar con ellos. No siento menos los mismos placeres que si estuvieran presentes.
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Si la naturaleza nos engaña para provecho nuestro, ¡que nos siga engañando siempre! Sirvámonos de la razón para extraviarnos, si así podemos ser más felices. Quien ha encontrado la felicidad ha encontrado todo.
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Pero el que ha encontrado la felicidad no la ha buscado. No se busca lo que se tiene; y lo que no se tiene no se lo tendrá jamás.
* Fragmentos del libro Discurso sobre la felicidad, de reciente aparición (ed. El cuenco de plata).