PSICOLOGíA › SOBRE LAS POSIBILIDADES DEL CONCEPTO DE “RESILIENCIA”
› Por RICARDO RODULFO *
La reciente introducción del término “resiliencia” en el campo médico psicológico se ve amenazada por dos procesos simétricos y opuestos: banalización, que lo difunde y aplica sin el menor rigor, viendo “resilientes” por todas partes; demonización, que lo conjura como una maligna manifestación del poder para ampliar aún más el conformismo y la adaptación. Del primero se encargan los medios –como siempre, a toda velocidad– y los profesionales proclives a adoptar lo que se pone de moda; del segundo, discursos autoidentificados como “de izquierda”, aunque de hecho suelen caracterizarse por su conservadorismo y su renuencia a aceptar ideas nuevas. Obviamente, ni uno ni otro favorecen pensar, preguntarse por lo que está en juego en aquella introducción.
Como de costumbre, el arte se anticipa. Hacia 1820, Beethoven se enviaba esta consigna de trabajo: “Alcanzar la alegría a través del dolor”. A través, no pese al dolor, ni evitándolo, negándolo o sometiéndose a él. Beethoven no sólo se escribió esta propuesta: la realizó musicalmente, por ejemplo en su Novena Sinfonía. Así, transformó su sordera y la violencia familiar que había padecido en condición de posibilidad para inaugurar un nuevo espacio sonoro en la música occidental. Para eso tuvo que hacer algo con su dolor, sacar el dolor del dolor. Lo contrario de una adaptación.
En el psicoanálisis, la resiliencia no viene de un afuera; conoce una genealogía, cuya primera manifestación es la idea freudiana de tentativa de curación, tan interesante al designar una emergencia espontánea, no función de una terapia, respuesta activa y creadora, aunque no traiga “la solución”. Pero el genuino pionero es Donald Winnicott: en sus textos la resiliencia se despliega sin alcanzar nunca su nombre, “en estado práctico”, como diría Althusser. Asedia su pensamiento el hecho de que, a veces, la compulsión de repetición no gana la partida: con lo peor de su existencia, la lucha por el self verdadero logra hacer algo que desborda la destrucción y la locura, algo incluso socialmente valioso, que vuelve a dar aliento al núcleo más vivo de aquel self.
Lo decisivo, que Winnicott nunca elude, es: ¿puede abrirse un más allá de lo traumático y un pensar de lo traumático más allá de la tradición? Esta se abocó, desde siempre, al estudio de los efectos negativos de lo negativo (cuestión nada menor, y siempre de plena actualidad). Es propio del estilo de Winnicott –con su gusto por lo aporético, la ironía y lo paradojal– su inclinación a pensar, también, los efectos positivos a partir de un trabajo con lo negativo. Que no podrían ser sin huella, empezando porque ese más allá, si lo hay, es ya él mismo una huella. Por otra parte, como Winnicott parte invariablemente de un entre-más-de-uno, el pensar con él la resiliencia se libera de la reinscripción metafísica de ésta como propiedad psicológica de algunos privilegiados. A constituirla deben concurrir una pluralidad de factores.
Inmenso mar de problemas, en el que confluyen, no siempre pudiéndose citar, Freud y Lévinas, Heidegger y Derrida, Spinoza y Nietzsche, sin olvidar el viejo pensamiento estoico. Y la clínica, esa intensa concentración de experiencias humanas de muy diversa naturaleza, desde lo aberrante hasta la más increíble floración de creatividad. En su ámbito, de poco sirven adhesiones y rechazos indiscriminados y a priori; allí se pone a prueba, en un trabajo cotidiano, cómo y hasta dónde un concepto sirve para pensar qué. Y nuestra eficacia no ha llegado a tal punto de excelencia que podamos darnos por satisfechos con lo que ya tenemos conceptualizado.
* Profesor titular en la Facultad de Psicología de la UBA.
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