PSICOLOGíA › A 150 AÑOS DEL NACIMIENTO DE SIGMUND FREUD
Los títulos de los textos de Freud forman parte de la teoría, observa el autor de esta nota, y cita: “Las resistencias contra el psicoanálisis”; “Análisis terminable e interminable”; “Los que fracasan al triunfar”; “La responsabilidad moral por el contenido de los sueños”; “El porvenir de la terapia psicoanalítica”.
Quizás el libro más freudiano que se haya escrito sobre Freud sea el de Octave Mannoni que lleva justamente como título: Freud. El descubrimiento del inconsciente. Se puede decir que en ese libro la obra y la vida del autor del psicoanálisis aparecen articuladas de una manera psicoanalítica. Con esto no me refiero a una interpretación analógica donde los acontecimientos de su vida son la causa de su descubrimiento, sino al revés, de qué modo la biografía se fundamenta como efecto del descubrimiento. Es en ese cruce entre la incidencia biográfica y el encuentro con una estructura que O. Mannoni despliega lo que podríamos llamar “la historia de ese sujeto llamado Freud”.
Freud fue quien justamente quiso resguardar su vida privada de su obra pero no así su “vida psíquica”, ya que ésta aparece más de una vez en lapsus, fallidos o sueños como ejemplo teórico. Incluso en su correspondencia personal las anécdotas de sus penurias o de sus alegrías siempre van a estar atravesadas por una cuestión interesada por el psicoanálisis.
A ciento cincuenta años de su nacimiento, es difícil separar su nacimiento de su descubrimiento. Sobre todo para alguien como Freud, entregado como estaba a las determinaciones y los efectos del inconsciente. Esa fecha iría a tener un efecto retroactivo que excedería cualquier interpretación astrológica, el origen de una conjunción necesaria para producir un hombre de genio.
Podemos decir que Freud nació inmerso en su descubrimiento. Los avatares de un segundo matrimonio de su padre, la juventud de su madre, la diferencia de edad con sus hermanos ¿no podrían formar parte de lo que más tarde dará fundamento a lo que escribió sobre la novela familiar del neurótico?
Es posible estar de acuerdo con lo que formula Bataille: no todo judío nacido en Praga es Kafka, a lo que podría agregarse: no todo judío nacido en Viena es Freud. Pero nuevamente en un texto como “Las resistencias contra el psicoanálisis”, la biografía se encuentra en ese cruce con lo fundante del descubrimiento: su condición de judío. “Quizás tampoco haya sido una simple casualidad que el primer representante del psicoanálisis fuera un judío. Para profesar esta ciencia era preciso estar muy dispuesto a soportar el destino del aislamiento en la oposición, destino más familiar al judío que a cualquier otro hombre”, escribe en ese texto.
No hace falta aclarar que Freud no fue superado, no hace falta aclarar que su obra no forma parte de un pasado, una arqueología del psicoanálisis, ni siquiera superada por el propio “retorno a Freud”, propiciado por Lacan, quien no incurre en la vanidad que sí acompaña a veces a alguno de sus discípulos. Quiero decir, tratándose de Freud: la cosa freudiana siempre es actual.
Que el discurso de Freud es actual no está dado únicamente por los temas de los que se ocupa, esto sería hablar de actualidad, sino que lo es por el tratamiento de los mismos. En tanto que sin proponerse como una nueva concepción del universo, sin embargo, se le puede otorgar al descubrimiento, y a sus fundamentos, el estatuto de una lectura inédita, no solamente en el campo de las “enfermedades mentales”, también en el universo de los discursos. Freud es lo que Foucault llama: un autor. En una época en que los autores escasean y no me refiero al autor que Foucault nombra, sino sencillamente a aquellos que nos dedicamos a escribir.
Es necesario situar lo que defino como “actual” en algunos textos de Freud. Comienzo por “El porvenir de la terapia psiconalítica”, donde sus apreciaciones teóricas sobre el porvenir del psicoanálisis no se podrían reducir a una posición ingenua y mucho menos a una mirada optimista, ya que es fácil comprobar cómo en la obra de Freud los títulos de sus artículos forman parte del desarrollo mismo de la construcción de la teoría.
Si la afirmación freudiana es que cada caso debería poner en juego la totalidad de la teoría resignificándola hacia el pasado y hacia el futuro, esta temporalidad impone una dialéctica que hace progresar la argumentación de una manera singular. Títulos como “Los que fracasan al triunfar”, donde el oxímoron interroga al lector, “Un caso de paranoia contrario a la teoría psicoanalítica”, “Psicoanálisis profano”, muestran la manera en que el argumento freudiano encuentra la forma de desplegarse para ir construyendo la teoría. También títulos como “El final del complejo de Edipo” o “Análisis terminable e interminable” señalan instancias de encabalgamiento donde Freud va articulando los fundamentos de la teoría. Y quizá los títulos en Freud exigen un trabajo que excede los márgenes de este comentario celebratorio.
Retomo “El porvenir de la terapia psicoanalítica” para plantear eso que llamé actual. Tres puntos que, además de actuales, son contemporáneos. El lugar del poder en la teoría, la responsabilidad, el psicoanálisis en relación con otras disciplinas y el ya conocido debate de la relación entre psicoanálisis y sociedad.
Es en ese texto, de 1910, donde Freud plantea la resistencia contra la teoría analítica, que se expresa explícitamente en el rechazo al concepto de inconsciente por parte de la sociedad y declara que es completamente fundada ya que la “sometemos a nuestra crítica y la acusamos de tener gran responsabilidad en la causación de la neurosis” mediante el socavamiento de los ideales y del porvenir de una ilusión. Esta posición crítica ubicaba entonces al psicoanálisis como una práctica cuestionadora de la sociedad y no como sucede hoy, que se la considera una práctica “auxiliar” destinada a la comprensión de la conducta de la persona. No confudamos ni el éxito ni la aceptación social del psicoanálisis con la aceptación del inconsciente. Son dos planos que implican consecuencias diferentes.
Pero sobre ese “Porvenir...” Freud aclara que, sin embargo, la situación no es tan desconsoladora como pudiera creerse: “Por muy poderosos que sean los afectos y los intereses de los hombres, lo intelectual también es un poder. No precisamente de aquellos que se imponen desde un principio, pero sí de los que acaban por vencer a la larga. Las verdades más espinosas acaban por ser escuchadas y reconocidas una vez que los intereses heridos y los afectos por ellos despertados han desahogado su violencia. Siempre ha pasado así, y las verdades indeseables que nosotros los psicoanalistas tenemos que decir al mundo correrán la misma suerte. Pero hemos de saber esperar”.
Nuestro yo no soporta las heridas narcisistas, lo que, en “Una dificultad del psicoanálisis”, Freud llamará “las tres ofensas sufridas por el yo”: la cosmológica, la de la inmortalidad y la psicológica. Otra vez, la otra escena destierra al yo de su soberanía absoluta.
La verdad es la espina en la carne. Y no me estoy refiriendo ni a una verdad revelada, ni encarnada, sino a destacar que el psicoanálisis, entre otras muchas cosas, trata de poner en el tapete aquellas verdades indeseables que habitualmente tendemos a rechazar. Freud no desconocía el valor de esta resistencia, y no renunciaba ante ella, aunque en “El porvenir...” pueda oscilar entre una posición épica regulada por la prudencia: saber esperar. Su consideración acerca de la tarea del analista, a partir de lo indeseable, no se distancia de aquella observación de Lacan cuando define el trabajo del psicoanalista como un oficio sórdido.
A partir del lugar que Freud otorga a las verdades indeseadas, nos introducimos en la responsabilidad del sujeto y su relación con eso indeseado. Ya que basta recorrer cualquier texto de Freud para encontrarse en algún lugar del mismo con la pregunta: “¿Cuál será la consecuencia?”. Esa pregunta siempre es actual.
En “La responsabilidad moral por el contenido de los sueños”, Freud plantea que si un soñante desdeña sus impulsos oníricos pensando que han sido inspirados por espíritus extraños pretende con ello excluir que han sido causados por parte de su propio yo. Y si está dispuesto a aceptar los impulsos oníricos cuando son benevolentes ¿por qué habría de rechazarlos cuando son malvados? Es decir, si acepta una, debe aceptar ambas categorías. Aunque de ninguna manera podría excusarse en una defensa que esgrimiera como argumento “se trata de impulsos desconocidos e inconscientes”. Y en este punto, Freud vira su argumentación de la persona del paciente a la del psicoanalista. Para concluir que aquel que se ampare en el argumento de la ajenidad “está fuera del terreno del psicoanálisis”.
Nuevamente, Freud advierte sobre las consecuencias que implica pretender eludir los efectos de la negación del inconsciente: “He de experimentar entonces que esto, negado por mí, no sólo ‘está’ sino que también ‘actúa’ ocasionalmente desde mi interior”.
Freud califica de vanidad moral la pretensión de querer excluir de la propia persona los impulsos malvados. Con esta ética freudiana afrontamos “la feria de vanidades” que hoy nos convoca: el retorno, por vía de las prácticas alternativas (un orientalismo de divulgación aggiornado por un pragmatismo y una apelación a la voluntad del yo americano y como si eso fuera poco, una filosofía que promociona un exultante amor al prójimo).
El poder, la responsabilidad, y ahora el tercer punto: la relación del psicoanálisis con otras disciplinas; tópico que nos sitúa en un debate siempre actual, ya que el malestar en la cultura no es el malestar de un época. Lo que podríamos decir, citando a Freud, “una dificultad del psicoanálisis”.
Sin duda, con el retorno de Freud en Lacan se puede afirmar que –como se dice en la actualidad– el escenario ha cambiado. No ignoramos la influencia de la filosofía en el psicoanálisis, sino que interpretamos que una influencia puede estar en el lugar de un síntoma. Sin desconocer los extravíos místicos a los que se puede llegar al ser arrojado de sí, eyectado, cuando estas conceptualizaciones retornan por vía de lo sagrado. A lo que se accede por ¿un conocimiento? ¿una experiencia inefable? ¿una epifanía? ¿una ascesis?
En el debate de su tiempo, Freud discutía las resistencias ante el psicoanálisis con la medicina, la psiquiatría, la religión, y habría que agregar la filosofía: “¿Qué puede decir, pues, el filósofo ante una ciencia como el psicoanálisis, según la cual lo psíquico, en sí, sería inconsciente, y la conciencia, sólo una cualidad que puede agregarse, o no, a cada acto psíquico, sin que su eventual ausencia modifique algo en éste? Naturalmente, el filósofo afirmará que un ente psíquico inconsciente es un desatino, una contradictio in adjecto, y no advertirá que con semejante juicio no hace sino repetir su propia –y quizá demasiado estrecha– definición de lo psíquico”.
Con el retorno del amor al prójimo por la vía de la filosofía de nuestros días, el rostro extraño del otro –no se ha vuelto siniestro como en la época de la literatura fantástica, sino que ha franqueado esa extranjeridad que me separa de cualquier otro– ha adquirido una intimidad hospitalaria que no vacilaré en denominar hipócrita.
¿Estamos tan lejos de las consecuencias que planteaba Freud cuando se intenta psicologizar el psicoanálisis pretendiendo transformarlo en una práctica destinada a modificar la conducta humana? ¿Cuando el nuevo Mandamiento filosófico intenta convertir al hombre moderno en alguien regido por un Amor Universal del que se esperarían consecuencias prácticas? Como dijimos alguna vez y podemos repetir ahora: Freud siempre es actual.
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