PSICOLOGíA › DE LA “BILIS NEGRA” A LA “MORBIDEZZA”
La “tradición melancólica”, milenaria, de ser “un antiguo problema de la medicina” pasó a ser “uno de los principales ejes culturales del Renacimiento” y llegó a nuestros días.
› Por Juan Bautista Ritvo *
Melancolía deriva de “bilis negra”, y lo que está asociado a este venerable nombre es inmenso: la vieja teoría de los humores –tan vieja como la medicina hipocrática–, los cuatro humores de la medicina más antigua de Grecia (bilis amarilla, bilis negra, flema, sangre) que, ya en el siglo II d. C., se habían transformado en la arquitectura mítica de los cuatro temperamentos; las derivaciones de la misma teoría en el texto atribuido a Aristóteles “El hombre de genio y la melancolía”, de profunda influencia en el Renacimiento y en la edad barroca; sus adaptaciones a las ideologías nacionales, en la España del florecimiento imperial, en la Alemania dividida y protestante, en la Inglaterra isabelina; su perduración en la literatura médica hasta constituir, en el siglo XIX, un impreciso complejo sintomático de la psiquiatría. Cuando no se la distingue de la nostalgia y la tristeza, bajo el nombre “melancolía” transitan todos los problemas que Freud identificaba con el nombre de una de sus más célebres obras, El malestar en la cultura.
Uno de los grandes obstáculos para pensar la tradición melancólica se ha mostrado en las obras dedicadas al tema por Agamben y Kristeva. Para Freud y Lacan, el duelo es, al estudiar la melancolía, una referencia estructural y comparativa, precisamente porque el melancólico se define por la imposibilidad radical de iniciar un proceso de duelo. Ahora bien, los posfreudianos confundieron la melancolía con la depresión y, a partir de aquí, todo se precipita en la más extrema cacofonía ideológica: la melancolía ya no se distingue del malestar en la cultura, de la nostalgia, de la tristeza. Clínicamente, el melancólico es aquel que sólo encuentra un lugar en el campo del Otro como muerto; su lugar como muerto proviene de la respuesta que da a la demanda del Otro, que es, para él, una demanda mortífera. El melancólico se puede matar sin advertir la transición imposible entre la vida y la muerte, porque nunca recibió la ambigua habilitación para la vida. Desde este ángulo, podemos advertir una de las razones de la confusión entre la tradición melancólica y la melancolía clínica –el melancólico clínico es un ejemplo absoluto del puro dolor de existir– y también la necesidad de diferenciarlas: la tradición del humor melancólico es un vasto dispositivo cultural de resistencia; el melancólico clínico, en cambio, carece de resistencia.
Un francés, François Boissier de Sauvages de la Croix, en pleno siglo XVIII, distingue catorce clases de melancolía: la melancolía ordinaria, la erotomanía, la melancolía religiosa, la melancolía de la imaginación, la melancolía extravagante, la melancolía atónita, la melancolía vagabunda, la melancolía danzante, la melancolía zooanthrópica, la melancolía de los que se creían transformados en mujeres, y algunas más.
El célebre texto seudoaristotélico “El hombre de genio y la melancolía” comienza: “Por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía o bien a la política, la poesía o las artes, resultan ser claramente melancólicos, y algunos hasta el punto de ser atrapados por las enfermedades provocadas por la bilis negra...”.
Luego se propone captar la causa de la enfermedad mediante un ejemplo: “El vino tomado en abundancia parece que predispone a los hombres a caer en un estado semejante al de aquellos que hemos definido como melancólicos. (...) Y cualquiera podría observar que el vino obra toda suerte de transformaciones, si se fija en cómo va cambiando gradualmente a los que lo beben. Pues si se apodera de aquellos que cuando no beben resultan fríos y silenciosos, al tomar una cantidad mayor, en poco tiempo los convierte en charlatanes; son un poco más elocuentes y confiados, y, caso de seguir bebiendo, audaces en el obrar; si beben aún un poco más se tornan violentos, después frenéticos. Y a una enorme cantidad los vuelve estúpidos (...) Pues es cierto que en ocasiones se ponen tristes, salvajes o taciturnos, algunos se quedan en silencio total, en especial aquellos melancólicos que están fuera de sí. El vino, pues, hace al individuo excepcional, pero no por mucho tiempo. Pues todo se lleva a cabo y es regido por el calor. Así, el jugo de la viña y la mezcla contienen viento.”
Y aquí aparecerá el segundo modelo de la melancolía, el que conjuga a dos dioses, Dionisos, el dios del vino, con Afrodita, la diosa del amor, a través de la espuma: afrós, de la que ella ha nacido. El vino tiene espuma y la espuma es neumática; la excitación genital también es neumática: el pene se hincha y expulsa las materias seminales. El viento recorre los canales del pene cuando frotado se excita y lanza el líquido. Espuma, viento, canales, líquido; es el cuerpo de la medicina antigua: medicina mántica, mágica, mítica. Cuerpo-bolsa, aéreo y líquido, que no extrae sus modelos de la física de los sólidos sino del mundo pánico de Dionisos y del universo marino de Afrodita: torbellinos, galaxias de espuma, vórtices, vientos que cambian incesantemente de dirección, tormentas terribles y luego calma chicha sobre la superficie inmóvil del agua.
Pero no todo es meteorológico; el más allá de la meteorología es una de las características decisivas de la enfermedad que inspira y produce seres inteligentes, destinados a destacarse en todos los campos, hombres ex tópicos, fuera de lugar. La bilis, cuando se calienta, nos introduce en la dinámica del fuego y de las materias sutiles, pero fría (la frialdad es su estado natural) nos lleva a la inmovilidad que la iconografía tradicional ha fijado en la memoria de Occidente en el gesto célebre de El pensador: el viajero mental, de pensamiento errático, en abatimiento doloroso: sentado y en extrema tensión, no se sabe si antes de intentar un último esfuerzo para levantarse y sostenerse, o después de haberlo hecho sin éxito.
Entre los siglos III y I a. de C. se escribieron cartas apócrifas que relatan el supuesto encuentro entre el médico, Hipócrates, y el sabio, Demócrito, invitado el primero por los ciudadanos de Abdera para que cure la locura del filósofo, que ama la soledad, tiene visiones diurnas, escribe acerca del mundo inferior y tiene otras ideas extrañas, además del insomnio y de la risa: el filósofo ríe, ríe de todo lo que le parece necio e indigno del sabio; el sabio, juzgado necio por el mundo, ríe de la estulticia del mundo.
Es un misterio aún no disipado que un antiguo problema de la medicina, la melancolía, se convirtiese en uno de los principales ejes culturales del Renacimiento. Desde Marsilio Ficino (en el siglo XV) y el Angel de la Melancolía, grabado por Durero, hasta el Quijote, Hamlet y Segismundo, el tema se inscribe profundamente en la cultura europea renacentista. El tema de la melancolía era fundamental por un motivo conocido: los exorcistas de la Iglesia Católica debían aprender a distinguir la melancolía de las manifestaciones de la posesión demoníaca.
Mario Praz (La literatura inglesa: de la Edad Media al Iluminismo), cuando reseña el Hamlet, dice: “A Shakespeare correspondería, por cierto, la acentuación de la melancolía del protagonista según la moda difundida a principios del siglo XVII bajo la influencia de los Ensayos de Montaigne”. Me interesa subrayar el vocablo “moda”; indica que no estamos remitiendo simplemente un estado de ánimo “melancólico” a los conflictos de la época, dominados por la división de la cristiandad. Moda dice: vestimenta, escenografía, iconografía, gestualidad y remite a una red retórica que concierne a las leyes del cuerpo, un cuerpo que comenzaba a librarse de los lazos de la tierra y de la sangre para quedar prisionero de las nuevas formas, mercantiles y jurídicas, de la libertad. Esta libertad era un nuevo vértigo, un nuevo desamparo, razón por la cual recién ahora comienza a despejarse el sitio extraño y poderoso de la creencia.
En el mismo ensayo en que habla de la complacencia que halla el melancólico en sus tormentos, dice Montaigne: “El hombre, en todo y por todo, sólo es remiendo y abigarramiento”. El hombre del remiendo es un hombre agobiado, melancólico, pero con un agobio que mezcla placer y sufrimiento: voluptas. Sócrates afirma que, habiendo querido un dios amasar y confundir el dolor y el placer y no consiguiéndolo, los unió cuando menos por la cola. Metrodoro afirmaba que hay en la tristeza alguna parte de placer. La verdad es que hay una especie de consentimiento y de complacencia en alimentarse con la melancolía. Poco antes, ha dicho con sutileza que la “extrema voluptuosidad” está cargada de languidez, desfallecimiento, morbidezza; el uso de este término italiano en el original transmite un matiz insoslayable.
En el ensayo Apología de Raimundo Sebond, perfila Montaigne la melancolía literaria que será modelo para los intelectuales del siglo XVII: “¿Qué la subleva más [al alma], qué la arroja más habitualmente en la manía, que su prontitud, su agudeza, su agilidad y, en fin, su propia fuerza? ¿De qué está hecha la locura más sutil, sino de la más sutil sabiduría? Al igual que de las grandes amistades nacen las grandes enemistades; de la salud vigorosa las enfermedades mortales; así de las raras y vivas agitaciones de nuestras almas, las más excelentes y perturbadoras manías: no hay más que una media vuelta de clavija para pasar de las unas a las otras. Las acciones de los hombres insensatos nos muestran cuánto la locura se concierta con las mejores operaciones de nuestra alma. ¿Quién es el que no sabe hasta qué punto es imperceptible la distancia de la locura con las gallardas elevaciones de un espíritu libre, con los efectos de una virtud suprema y extraordinaria? Platón dice de los espíritus melancólicos, disciplinados y excelentes, que ellos también tienen propensión a la locura. Infinidad de espíritus se hallan arruinados por su propia fuerza y ductilidad. ¿Qué salto acaba de dar, en virtud de su propia energía y agitación uno de los espíritus más ingeniosos, lleno de juicio, el poeta italiano (Torquato Tasso) más formado en la antigua y pura poesía que haya existido jamás? ¿Y a quién agradecer esa vivacidad suya, asesina, esta claridad que lo ha cegado?”.
Una vez más podemos descubrir los tópicos que Gracián, entre tantos, nos expuso como característicos de la edad barroca: la fugacidad de la existencia, la inestabilidad del mundo, la sorprendente y extraña concordancia de los contrarios, los límites de la razón, la inclinación melancólica de los temperamentos volcados al estudio en tiempos de conmoción e incertidumbre, el enigma y la paradoja por todas partes, la pasión encendida por lo nuevo, extraño, inconmensurable. Pero estas descripciones perderían su agudeza si olvidamos que importa menos el contraste entre lo inmóvil y lo móvil que el tránsito de uno a otro; y que interesa más la disolución de los contrarios el uno en el otro, el uno por el otro, que su supuesta identidad. Si la melancolía es uno de los afluentes de la edad barroca, es precisamente porque promueve al primer plano tránsito y disolución, tránsito que se exaspera y así se torna detención, salto que vuelve inconmensurables sus orillas; disolución que será amor espectacular, del y por el espectáculo, que hará hasta de los entierros ocasión de magnificencia negra y ostentativa.
* Extractado del libro Decadentismo y melancolía, que distribuye en estos días Alción Editora.
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