PSICOLOGíA › A PARTIR DE “HAMLET” Y SU CONTEXTO HISTORICO
› Por J. B. R.
Entre los siglos XVII y XIX se gestó en Europa el background del ascenso de Hamlet al estatuto de mito integrado por configuraciones que a posteriori llegan a adquirir un sentido estructural unitario. Ellas son el nacimiento del hogar burgués; el traslado del absolutismo político al seno de la familia, con la consiguiente homologación de padre y rey; la aparición de la infancia en el sentido freudiano del vocablo (Philippe Ariés y Georges Duby, Historia de la vida privada). El cuerpo del individuo habrá de adquirir autonomía (esto es, separación de los otros cuerpos) cuando el hogar como institución distribuya espacios y actividades de un modo radicalmente distinto al que reinó durante siglos, en verdad hasta el siglo XVIII.
Hasta entonces no había ni lugares secretos ni lugares prohibidos, salvo en algunos sitios sacros y en otros destinados al poder. El siglo XVIII habrá de inventar el pasillo; previamente todas las habitaciones se comunicaban entre sí en forma directa y no había, por consiguiente, privacidad en ningún sentido. La diferencia entre la sala de recibo y el salón comedor, y la prohibición a los sirvientes para que circulen libremente por los lugares reservados a sus amos, son correlativas a la sala de lectura y biblioteca, en la que el Ego burgués alcanza su íntima culminación.
Es conocido, por lo demás, el papel del absolutismo político de los nuevos Estados-nación de Europa y el modo en que, desde la Reforma como desde la Contrarreforma, se impulsará una “purificación” de las costumbres que llevará a homologar al padre dentro de la casa con el rey en su reino. Sí, pero este fortalecimiento aparente, ¿no es la contracara de una debilidad efectiva, ya no del rey sino del padre cristiano que, a diferencia del rey, debe dar sus pruebas? Algo semejante ocurrió en la Antigüedad griega: Platón, en Leyes, exige que se obedezca al padre y a la madre en un momento en que las clásicas virtudes familiares habían entrado en franca decadencia. La paternidad que nos interesa, la que se representa en Calderón y en Shakespeare (o cuya representación se representa), la paternidad del Occidente capitalista no conoce un momento floreciente anterior a su decadencia: nace como caída, incluso humillada.
El clásico pater familias es una modalidad con la cual el capitalismo (que inventa al individuo) ha establecido un corte radical; si se la vuelve a inscribir es por la vía del mito, del cual son testigos los etnólogos del siglo XIX con sus búsquedas de la “horda primitiva”. Tal posición de la paternidad no es algo que vaya de suyo. La co-incidencia del padre bíblico (padre que implora y reclama) y de la nueva paternidad que aflora cuando la familia extensa se desagrega en familia nuclear producen un nuevo tipo de pater que en modo alguno es jefe, amo o dueño, sino su reminiscencia fantasmática; estamos en el terreno de la hamletización de las relaciones familiares.
En cuanto al niño como espejo y heredero de los padres, ese niño cuya muerte es la más horrible de las catástrofes para sus ascendientes, es también una invención reciente e incluso fechada. Montaigne, en tantos aspectos un hombre moderno, dice que perdió dos o tres hijos sin que tal circunstancia le causara demasiada contrariedad.
Los dos primeros versos del primer monólogo de Hamlet son decisivos: “Oh que esta carne, demasiado, demasiado sólida, se disuelva/ y ella misma llegue a resolverse en rocío”. Como se sabe, el monólogo evoca el suicidio, proclama el asco por el mundo, rechaza el incesto de su madre y compara al rey muerto con Hiperión y a Claudio con un vulgar sátiro. Hoy ya sabemos demasiadas cosas, demasiadas en verdad, sobre este parlamento: que Hamlet adopta una actitud histérica ante la debilidad paterna y el súbito surgir, quizá tardía, de la sexualidad materna; que al comparar al sol (Hiperión) con un sátiro, que es emblema de la potencia sexual, es inevitable que éste contamine y corrompa a aquél; que el lenguaje de la corrupción y de la descomposición de la carne, que atraviesa admirablemente el texto en sus múltiples niveles, siempre tensado por la búsqueda de los vuelos más leves de la nieve del Espíritu, es, al menos en parte, consecuencia de la impotencia de Hamlet para realizar su duelo (la segunda parte del seminario de J. Lacan, “El deseo y su interpretación”, de 1959/60, está dedicada a Hamlet).
Sin embargo, Hamlet es algo más que el monigote solitario sobre el cual podemos, a gusto, proyectar nuestro geometral psicopatológico. El deseo de que la carne se disuelva y resuelva en rocío es el deseo que inaugura la subjetividad que denominamos moderna. Un detalle nos ayuda a situarnos en la nueva forma de sensibilidad; algunas versiones proponen, en lugar de solid flesh (carne sólida) sullied flesh (carne mancillada, manchada, enmugrecida), expresiones que son parcialmente homófonas; sustitución que, con independencia de la veracidad filológica, nos indica, ejemplarmente, que estamos ante Otro cuerpo y ante otro modo de distribuir (más ambiguamente, más complejamente, sin duda) las oposiciones de los sexos. ¡Qué lejos estamos de los varones virgilianos y horacianos, destinados al viaje y a la conquista, por mar y por tierra; qué lejos de las mujeres cuyo espacio es el interior de la casa! (Hamlet se feminiza en los interiores de la casa real.) La culminación del cuerpo del teatro isabelino se evade de las constricciones del cuerpo alegórico de moralidades y misterios: cuerpo eruptivo, hiperbólico, hecho de esos gestos y movimientos súbitos que el clasicismo francés repudiaba; cuerpo de tensiones viscerales, de iluminaciones bruscas, desdeñoso del aura feudo-vasallática, aunque príncipes y señores ocupen el escenario.
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