PSICOLOGíA
› TRAUMAS, ACONTECIMIENTOS Y CATASTROFES EN LA HISTORIA
Estos son los sujetos de la devastación
En un recorrido histórico que ejemplifica las nociones de trauma, acontecimiento y catástrofe, el autor funda la idea de que “la catástrofe ha venido para quedarse”, ya que “condición primera de la subjetividad contemporánea es la devastación”.
Por Ignacio Lewkowicz *
¿Qué es una catástrofe hoy? ¿Qué es una catástrofe en tiempos post-estatales, neoliberales, globales? No se trata de una pregunta por la consistencia interna de una categoría, sino por una condición de afectación de la subjetividad contemporánea: ¿qué tiene valor de catástrofe para una subjetividad post-estatal, neoliberal, global?
Si se trata de re-pensar el status de la noción de catástrofe (e inclusive su pertinencia para leer las marcas contemporáneas en la subjetividad), tal vez sea adecuado partir de otras dos categorías: trauma y acontecimiento. Importan estos términos como modos diversos de relación con lo nuevo en condiciones estables; como formas heterogéneas de trabazón con eso que se presenta como novedad en coordenadas estables.
Detengámonos en la relación que cada una de estas nociones organiza con lo real en una estructura. En cada una de las tres configuraciones, el punto de partida es la impasse: algo ocurre que no tiene lugar en esa lógica, algo irrumpe y desestabiliza la consistencia de esa lógica. Trauma, acontecimiento y catástrofe organizan, con ese mismo punto de partida, relaciones diversas.
El trauma remite a la suspensión de una lógica por la presentación de un término que le es ajeno. Se trata de un estímulo excesivo que no puede ser captado por los recursos previos. Por eso mismo, ese estímulo tiene masividad y evidencia suficientes para imponer un obstáculo al funcionamiento de la lógica en cuestión. Quizá la metáfora de la inundación permita recrear la operatoria del trauma. La inundación sería ese algo que deja perplejo, que deja sin respuesta por su evidencia e intensidad desmesuradas. Pero esa intensidad paulatinamente va cediendo, y todo parece regresar a su lugar. Trabajosamente, los lugares existentes buscan asimilar lo inundado. En este esquema de trauma, todo vuelve a su lugar. Si se produjera un lugar heterogéneo, la variación no sería traumática sino acontecimental. Pero nada de eso sucede con el trauma, sus efectos son bien otros.
Pensemos en una situación histórica traumática, pensemos en lo que el antropólogo Watchtel llama el traumatismo de la conquista. En el Antiguo Perú, hacia el siglo XVI, se da la experiencia de un nuevo tipo de dominación, la colonial. Lo traumático en la subjetividad de esta nueva forma de dominación no resulta centralmente del aumento de las tasas de explotación, sino de la liquidación de las prácticas sociales que entre la población local producían un sentido, un lugar, un destino. A modo de ejemplo, la migración a las minas de Potosí en tiempos incaicos era radicalmente diversa a la migración a las mismas minas en tiempos coloniales. Mientras en el primer caso la prestación estatal implicaba una fiesta, un encuentro comunitario, una celebración sagrada, en el segundo caso era puro desgaste. La prestación en trabajo tenía un estatuto cuando el interlocutor era el Inca y otro estatuto cuando el interlocutor era la Corona española, el encomendero o el empresario español.
Durante el siglo XVI, pero sobre todo durante el XVII, los Andes peruanos se despueblan. La argumentación clásica encuentra en la hiperexplotación y en las pestes las causas del descenso poblacional. Pero Watchtel destaca el desgano vital, que adquiere formas diversas: alcoholismo, suicidios, infanticidio, reducción de las tasas de natalidad. Ese desgano no es otra cosa que la expresión de la pérdida de sentido de la vida entre la población indígena; el modo que adquiere el trauma en esa situación histórica.
Ahora bien, los indígenas registran en su propio lenguaje lo traumático de la experiencia. El desgano vital no es sólo de los hombres sino también de los dioses. Los dioses han dejado de hablar, los dioses han callado frente a las alteraciones del mundo social. Ni dioses ni hombres pueden con tanta perplejidad. Sin embargo, paulatinamente, el silencio se interrumpe. Los dioses les recuerdan a los hombres que son dueños de la tierra. Renovado el recuerdo, los hombres se apartan del desgano. O tal vez haya que invertir el orden, tal vez no hayan sido los dioses sino los hombres los primeros en volver a hablar. Pero eso no importa aquí. Lo que importa es que el estímulo traumático ya no produce lo que producía. La rebelión india de 1780 –conducida en su primera fase por Túpac Amaru– nos habla de la vitalidad recuperada. Ante todo se trata de la recuperación de lo perdido. Por lo menos así lo nomina el lenguaje incaico. El lenguaje inca piensa el desgano o el silencio como una impasse donde la recomposición se trama significando al término extraño como invasor. No se trata de asumir la transformación que ha operado la presencia colonial, se trata de la eliminación del cuerpo extraño del mundo incaico. Trabajosamente, los lugares existentes buscan asimilar la invasión sin alterar la estructura previa. Finalmente, todo pretende volver a su lugar original. Se ha producido un trauma de un par de siglos.
Si el trauma no supone ninguna alteración radical en el juego interno de la lógica que afecta, el acontecimiento lo exige, lo produce, lo funda. Por eso mismo, el acontecimiento requiere de una transformación subjetiva para ser tomado. En rigor, necesita de unos recursos y unas operaciones capaces de leer la novedad en su especificidad radical. De esta manera, el acontecimiento no se reduce a pura perplejidad frente a lo inaudito; se trata de la capacidad de lo inaudito para transformar la configuración que ha quedado perpleja frente a él.
Para una subjetividad moderna, el paradigma del acontecimiento es la revolución. La Revolución Francesa y la Bolchevique implican una alteración de las rutinas vitales. Sobre esto, no hay dudas. Pero las dudas prosperan cuando se trata de pensar el status de esas rutinas alteradas. Si la revolución tiene valor de acontecimiento, no es por su espectacularidad sino por la capacidad de exceder la serie simbólica previa. Lo decisivo de una experiencia acontecimental no es la ruptura con lo heredado sino la tarea fiel que la revolución –burguesa o socialista– organiza con esa ruptura. Lo decisivo se juega en la producción de una subjetividad –burguesa o socialista, según corresponda– capaz de habitar las transformaciones inauguradas por esa ruptura.
¿Qué sucede con la catástrofe? Si el trauma es concebido como la impasse en una lógica que trabajosamente pone en funcionamiento los esquemas previos, y el acontecimiento como la invención de unos esquemas otros frente a esa impasse, la catástrofe sería algo así como el retorno al no ser. Es posible pensarla como una dinámica que produce desmantelamiento sin armar otra lógica distinta pero equivalente en su función articuladora. De esta manera, lo decisivo de la causa que desmantela es que no se retira, esa permanencia le hace obstáculo a la recomposición traumática y a la fundación acontecimental. Dicho de otro modo, esta vez la inundación llega para quedarse. Por eso mismo, no hay ni esquemas previos ni esquemas nuevos capaces de iniciar o reiniciar el juego. Hay sustracción, mutilación, devastación. Se ha producido una catástrofe.
Pensemos en una situación histórica capaz de ser tomada por la noción de catástrofe: la caída en esclavitud en el mundo antiguo y clásico. Detengámonos en las operaciones que transforman en esclavo a un derrotado en el campo militar. Para una subjetividad clásica, el esclavo es un muerto en vida. Por derecho de guerra, el prisionero muere pero el esclavo vive. El prisionero muere en tanto que miembro de su comunidad, la vida del caído en esclavitud le pertenece al amo. Desanclado de su comunidad, el prisionero deviene esclavo. Más precisamente, arrancado de su soporte identitario –que no es el yo como lo es para el sujeto moderno sino su comunidad– la existencia del sujeto se desvanece. La caída en esclavitud implica la pérdida de una serie de atributos definidos como humanos en esa situación histórica (nombre, parentesco, lengua, ciudad, sexualidad). Sin esos atributos, la humanidad cae. Sin esos atributos, el esclavo se transforma en objeto de cualquier práctica y en sujeto de ninguna. Así definida la caída en esclavitud –si no media una rebelión esclava u otra operación de subjetivación–, la desmantelación de la subjetividad previa deviene duradera: no sucede nada parecido a la recomposición traumática, o a la composición acontecimental. Sucede una catástrofe.
Así definidas, estas nociones, más allá de las diferencias, apoyan en un suelo común. Se trata de afecciones diversas (momentáneas o no, subjetivas o no, alteradoras o no) sobre una lógica que consiste. En definitiva, son avatares que le suceden a una estructura. Pero esa estructura no es una invariante histórica sino el efecto de una época. En tiempos de Estado-nación, la existencia es existencia estructural. Y esto significa, entre otras cosas, que existir es sinónimo de consistencia, de uno, de estructura. El trauma, el acontecimiento y la catástrofe son afecciones que impactan sobre las estructuras de ese suelo. Ahora bien, si la dinámica social y la subjetividad ya no son estatales, es válido preguntarse por la potencia de estas nociones en otro terreno. Sobre todo cuando ese terreno ya no es consistente, sólido y estructurado sino inconsistente, fluido e informe.
La crisis en crisis
Hay crisis y crisis. Las que adquieren la forma de un devenir caótico pertenecen al segundo tipo. Porque al primero pertenecen las crisis cuya entidad se reduce a ser pasaje entre una configuración y otra. La crisis como impasse en el que transcurre la descomposición de una lógica y la composición de otra, describe un estado de cosas donde hay destitución de una totalidad pero también hay fundación de otra. Esto es lo que solemos llamar transición. La crisis como devenir caótico reseña unas condiciones en las que, si bien hay descomposición de una totalidad, nada indica que esa descomposición esté seguida de una recomposición general en otros términos. La crisis actual posiblemente sea de ese segundo tipo.
Según una definición histórica, una lógica entra en crisis cuando encuentra dificultades para reproducirse como hasta entonces. La crisis actual consiste en la destitución del Estado-nación como práctica dominante, como modalidad espontánea de organización de los pueblos, como pan-institución donadora de sentido. De esta manera, lo que encuentra dificultades para reproducirse es la metainstitución Estado-nación. Este agotamiento no describe un mal funcionamiento, este agotamiento describe la descomposición del Estado como ordenador de todas y cada una de las situaciones. Ahora bien, sin Estado capaz de articular simbólicamente el conjunto de las situaciones, las fuerzas del mercado también alteran su estatuto, y en esa alteración devienen dominantes. Que el mercado sea práctica dominante no significa que sustituya al viejo Estado-nación en sus funciones de articulador simbólico. La dominancia del mercado desarrolla otra operatoria. Si el Estado era ese terreno que proveía un sentido para lo que allí sucediera, el mercado es esa dinámica que conecta y desconecta lugares, mercancías, personas, capitales, sin que esa conexión-desconexión asegure a priori un sentido.
Si éste es el terreno agotado, es preciso aclarar que la crisis actual no remite al pasaje de una totalidad a otra (del Estado-nación al mercado neoliberal). Tampoco se trata de la impasse entre dos configuraciones. La crisis actual resulta de la disgregación de una lógica totalizadora sin que se constituya en sustitución otra lógica equivalente en su efecto articulador. Lo específico de nuestra condición es que no pasamos de una configuración a otra sino de una totalidad articulada a un devenir no reglado.
Por lo señalado, la crisis actual no revela una impasse sino un funcionamiento determinado. Si el devenir no reglado es la temporalidad actual, la noción de crisis como interrupción tal vez complique la posibilidad de pensar la actualidad. Porque hoy la crisis no es ni impasse ni coyuntura sino funcionamiento efectivo. Ahora bien, investigar la crisis actual implica investigar cuáles son las operaciones de pensamiento capaces de operar en la crisis. Si se verifica una serie de dificultades para que una lógica se reproduzca como hasta entonces, es posible pensar que también entra en crisis la serie de recursos y operaciones de pensamiento disponibles para pensar la crisis. En este sentido, los cambios aleatorios y desreglados que constituyen la experiencia actual llamada crisis, convierten en obsoletos los parámetros disponibles para pensar. Así, también entran en crisis los recursos para pensar la crisis. El agotamiento de una lógica también implica el agotamiento de las estrategias de pensamiento y de intervención propias de esa lógica. Entonces, será estratégico preguntarse por la noción de catástrofe en unas condiciones otras.
En una lógica estable, la idea de catástrofe (pero también la de trauma y acontecimiento) permite pensar las irrupciones, los advenimientos, los movimientos, subjetivos o no, que alteran una estructura. En un mundo estático como el nacional, estas herramientas suponen un estado de solidez originario que puede ser afectado, modificado, excedido. El pensamiento crítico moderno supo transitar por estas tierras, las estrategias de subjetivación subversivas se hicieron fuertes en este campo, el de la puesta en movimiento de esos instituidos que alienaban, reprimían, disciplinaban a los ciudadanos de los Estados nacionales. Así definido el juego de fuerzas en el mundo moderno, el punto de partida necesariamente era un uno estructurado. Ahora bien, la serie de transformaciones actuales compone otro cuadro de situación, otro juego de fuerzas: nuestro horizonte no parece ser la solidez estatal sino la fluidez mercantil, nuestra era no es la era de las instituciones sino de las destituciones. Así las cosas, la catástrofe tampoco es lo que era. O dicho de otro modo, la catástrofe se altera al ritmo del cambio en la lógica social y en la subjetividad. Para un ciudadano promedio de los Estados nacionales, la catástrofe era una posibilidad entre otras, era un destino improbable pero posible; para un habitante de la era neoliberal, la catástrofe es siempre su punto de partida, su ontología, su condición originaria.
Si la catástrofe estatal se define como ruptura de una estructura sin constitución de otra, la catástrofe post-estatal se define por la ruptura del mismo principio estructural: implica la liquidación de cualquier noción de estabilidad. La catástrofe estatal sucede en un horizonte estructural; la catástrofe post-estatal transcurre en un medio fluido, disperso, imprevisto. Y esta dimensión catastrófica parece ser la dimensión que instala el default por estas tierras. No es la interrupción local o general de un funcionamiento sino la estabilización de la catástrofe como condición general y primera. Las articulaciones generales se han desvanecido, las transferencias macro se han agotado, los instituidos que ligaban se han fragmentado. Desarticuladas las condiciones generales, la catástrofe se instala como marca dominante de la subjetividad contemporánea.
Así las cosas, la catástrofe ha venido para quedarse. Y esto genera modalidades de sufrimiento, condiciones, subjetividades y riesgos radicalmente otros a los de la lógica estatal. Pero aquí importa sobre todo un problema: ¿cómo se piensa una catástrofe cuando ya no es la mera afectación de una subjetividad sino pura regularidad? ¿Cómo se piensa la catástrofe cuando se estabiliza como marca?
En la era del capital financiero, la existencia no está garantizada; el neoliberalismo es la experiencia de una dinámica que transforma a priori a los cuerpos en superfluos. La existencia no es un efecto objetivo de la lógica sino una producción subjetiva. Por eso, la condición primera de la subjetividad contemporánea es la devastación; la estabilización de la catástrofe implica que el punto de partida ya no es la institución o la destitución situada sino la destitución general. Siendo así, la tarea subjetiva tendrá que ser otra. Ya no se trata de lidiar con instituciones alienantes y disciplinarias que afectan traumática o catastróficamente a una estructura subjetiva, sino con un régimen de destituciones permanentes que disuelven cualquier rasgo de subjetividad. Definido así el horizonte problemático, las estrategias de subjetivación actuales tendrán queentrenarse en desarrollar operaciones capaces de operar con esa devastación que insiste a cada paso. En ese juego de operaciones en la catástrofe estabilizada, tendremos la ocasión de conquistar, inventar y construir subjetividades.
* Historiador (notasadhoc@hot mail.com). El texto, especial para Página/12, desarrolla un trabajo presentado a las Jornadas “Clínica psicoanalítica ante las catástrofes sociales. La experiencia argentina”, que se efectuarán el 12 y el 13 de este mes.
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