PSICOLOGíA › ACERCA DEL MATRIMONIO BURGUES
La autora examina el matrimonio burgués, surgido “hace doscientos años, cuando se empieza a dar lugar a la ‘afinidad electiva’ y surge la oposición entre el matrimonio, como institución hecha para durar, y el culto al romance”.
› Por Deborah Fleischer *
El matrimonio burgués nace hace más o menos doscientos años, cuando se comienza a dar lugar a la afinidad electiva. Hay una institucionalización de las relaciones surgidas a partir de vínculos espontáneos. Es cierto que la pareja burguesa no siempre respetó este modelo, y pervivió el matrimonio en el cual se sellaban acuerdos ligados con el poder. Por lo demás, una manera de proteger el matrimonio fue la prostitución, reaseguro para mantener la tranquilidad entre dos personas que carecían del juego vital de los cuerpos. Se creía que, si los hombres encontraban de tal modo su satisfacción, el matrimonio no iba a explotar.
Surge la oposición entre el matrimonio, como institución hecha para durar, y el culto al romance. Si la unión de personas es voluntaria, es necesaria la introducción del divorcio como posibilidad de elegir continuar o no al lado de alguien. La búsqueda de la felicidad individual prima sobre la estabilidad social. Denis de Rougemont, en El amor en Occidente, ubica la crisis de la institución matrimonial moderna a partir de la pérdida de los tres valores señalados por lo sagrado, lo social y lo religioso.
Una de las características de la familia moderna es la relación que plantea entre amor y matrimonio. No es que, en el pasado, el amor o el afecto entre los cónyuges no hayan existido, sino que ese tipo de sentimientos no necesariamente debían estar presentes en el matrimonio. Sobre todo en niveles elevados de la sociedad, las alianzas resultaban de arreglos entre familias y el vínculo emocional entre los cónyuges era una cuestión secundaria. Se ha llegado a decir que, en esas sociedades, la institución matrimonial era suficientemente importante como para que no se la dejara librada a los caprichos del amor (Joan Bestard: Parentesco y modernidad, ed. Paidós, 1998).
Las representaciones del amor, su papel en la elección del cónyuge y en la vida sexual de los matrimonios han sido explorados por Jean-Louis Flandrin (Orígenes de la familia moderna, ed. Crítica, 1979, y La moral sexual en Occidente, ed. Granica, 1984), combinando el inteligente aprovechamiento de los hallazgos de la demografía histórica y la exploración de textos eclesiásticos, jurídicos y literarios. Según este autor, el estatuto del amor en el siglo XVI era mucho más complejo que en nuestros tiempos. El amor romántico y el amor puramente carnal eran exaltados por la poesía y el teatro, al tiempo que los moralistas laicos y sobre todo eclesiásticos condenaban la pasión amorosa, en todas sus formas, como opuesta al verdadero amor, que era el sagrado. Sólo recientemente la Iglesia Católica exalta el amor conyugal en tanto sentimiento que involucra cuerpo y espíritu. En el pasado, consideraba que la sexualidad sólo le fue dada al hombre para procrear, servirse de ella para otros motivos sólo es pervertir la obra de Dios.
En las últimas décadas del siglo XVIII, según Flandrin, se habría gestado una cierta aproximación entre amor y matrimonio, al menos entre las elites. Flandrin examinó los títulos de obras aparecidas a lo largo del siglo XVIII y encontró una mayor frecuencia de términos como “amor”, “matrimonio” y especialmente amor “conyugal”. Por ese entonces se habría producido un verdadero entusiasmo por el amor conyugal, al menos dentro de ciertos niveles sociales, y por eso los editores publicaban obras sobre un tema que antes desatendían.
Aun entonces los moralistas católicos se ocupaban poco de este tema. Constituía una novedad exigir a los cónyuges otra cosa que muestras exteriores de benevolencia o respeto y observación de los deberes de su estado. Aun en ese siglo, son contados los catecismos que exigen el amor conyugal.
De todos modos no se trata del amor conyugal tal como lo entendemos nosotros. Hoy en día, aspiramos a que los esposos estén movidos por el amor. En uno de los pocos catecismos citados por Flandrin donde sí se predica el amor conyugal, éste es considerado una pasión domesticada, un sentimiento tierno y razonable e incluso un deber. Para que fuese otra cosa que un deber, hubiera sido necesario casarse por amor.
Hasta avanzado el siglo XIX se seguiría escribiendo contra el matrimonio por amor, pero ya eran muchos los que, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, estaban dispuestos a asumir su defensa. La paulatina afirmación de esta nueva concepción puede seguirse a lo largo de las sucesivas ediciones del Diccionario de la Academia Francesa. La de 1835 simplemente enumera, después del matrimonio por inclinación, los matrimonios “de conveniencia”, “de razón” y “por interés”, en tanto que, en la edición de 1876, estas tres últimas definiciones se contraponen al matrimonio por inclinación.
En cuanto a la legislación sobre el matrimonio, refleja un movimiento aún más complejo. La emergente retórica en favor del amor conyugal justifica, de modo paradójico, los antiguos edictos que prohibían a los hijos contraer nupcias sin el consentimiento de los padres: éstos deben consentir los sentimientos de los jóvenes en tanto resulten apropiados, pero los jóvenes pueden no ser capaces del discernimiento necesario para ligarse a un lazo indisoluble. En estos casos, los padres deben intervenir para evitar que contraigan compromisos “precipitados” o “indignos”. Es posible ver aquí la inercia del derecho, cuya evolución exhibe siempre cierto retraso respecto de los cambios que se registran al nivel de las prácticas y representaciones que ganan creciente aceptación. Pero a la vez puede sugerirse, como señala el mismo Flandrin, que la perdurabilidad de esta legislación refleja los imperativos del orden social y la necesidad de mantener las fronteras entre las clases. Incluso la opinión ilustrada no podía ir más allá, pues el matrimonio era la clave de las jerarquías y del orden social.
Freud, en El malestar en la cultura, señala que el motor del matrimonio y la familia es Eros, pero no se le escapa que el amor, en el origen, siempre está ligado con el goce sexual. Por eso Foucault dirá que uno de los grandes logros del psicoanálisis fue unir dos grandes sistemas, el de la alianza y el de la sexualidad, a través del concepto de complejo de Edipo.
Jacques Lacan (Seminario 2: “El yo en la teoría de Freud”, 1955) lo describe así: “En el curso de la historia siempre hubo, en este orden, dos contratos de índole muy diferente. Entre los romanos, por ejemplo, el matrimonio de las personas que poseen un nombre, realmente uno, el de los patricios, los nobles –los innobiles son exactamente aquellos que no tienen nombre– tiene un carácter altamente simbólico, que le es asegurado mediante ceremonias de naturaleza especial; no quiero entrar en una descripción pormenorizada de la confarreatio. Para la plebe existe también un tipo de matrimonio basado tan sólo en el contrato mutuo y que constituye lo que técnicamente la sociedad romana llama concubinato. Sin embargo, precisamente la institución del concubinato, a partir de una cierta fluctuación de la sociedad, se generaliza, y en los últimos tiempos de la historia romana incluso se ve al concubinato establecerse en las altas esferas, a fin de mantener independientes los estatutos sociales de los miembros de la pareja y muy especialmente los de sus bienes. Dicho de otro modo, la significación del matrimonio se va desgastando a partir del momento en que la mujer se emancipa y tiene, como tal, derecho a poseer, pasando a ser un individuo en la sociedad”.
También con respecto al adulterio, Lacan, en el mismo seminario, pondrá en juego el compromiso de la palabra: “¿Qué puede justificar la fidelidad, fuera de la palabra empeñada? Pero la palabra empeñada a menudo se empeña a la ligera. Si no se la empeñase así, es probable que se la empeñase mucho más raramente, lo cual detendría de un modo sensible la marcha de las cosas, buena y digna, de la sociedad humana. Como hemos observado, esto no impide que se la empeñe y que produzca todos sus efectos. Cuando se la rompe, no sólo todo el mundo se alarma, se indigna, sino que además esto trae consecuencias, nos guste o no. Esta es precisamente una de las cosas que nos enseña el análisis, y la exploración de ese inconsciente donde la palabra sigue propagando sus ondas y sus destinos. ¿Cómo justificar esa palabra tan imprudentemente comprometida y, hablando con propiedad, de esto jamás dudó espíritu serio alguno, insostenible?”.
Intentemos superar la ilusión romántica de que lo que sostiene el compromiso humano es el amor perfecto, el valor ideal que cobra cada uno de los miembros de la pareja para el otro. Proudhon, cuyo pensamiento es contrario a las ilusiones románticas, intenta, en un estilo que a primera vista puede pasar por místico, dar su estatuto a la fidelidad en el matrimonio. Y encuentra la solución en algo que sólo puede ser reconocido como un pacto simbólico. Esta confirmación del sí como pacto simbólico puede encontrarse también en la literatura. Por ejemplo, en la obra El matrimonio, de Witold Gombrowicz (1973), Henri dice que se administrará a sí mismo los sacramentos del matrimonio, y esto después requiere de una confirmación. En formulaciones posteriores del mismo Lacan, no habrá “palabra fundante”, ya que el performativo no es sin relación a la autoridad (performativos son los verbos realizativos: si digo “yo juro”, el verbo y la acción se juntan).
¿Qué cuestiones ligadas al matrimonio se escuchan en los consultorios como protesta o duda manifiesta? La infidelidad, la queja por un partenaire insoportable, los fracasos matrimoniales y sexuales, la decisión de casarse o no, el aburrimiento. En el Seminario 8, “La transferencia”, Lacan presenta un recorte clínico: “Déjenme hablarles del caso de una paciente. Digamos que ella se toma más que libertad con los derechos, si no con los deberes del lazo conyugal, y que, Dios mío, cuando tiene una relación, sabe llevar las consecuencias hasta el punto más extremo de lo que un cierto límite social, el del respeto ofrecido por la fachada de su marido, le ordena respetar. Digamos que es alguien, para decirlo todo, que sabe sostener y desplegar las posiciones de su deseo admirablemente bien. Y prefiero decirles que con el pasar del tiempo ha sabido mantener en el seno de su familia, quiero decir sobre su marido y sobre sus amables retoños, completamente intacto el campo de fuerzas, de exigencias, estrictamente centradas sobre sus propias necesidades libidinales. Hay mujeres que tienen éxito, con la sola excepción de que ella, sin embargo, necesita un análisis. ¿Qué es lo que durante un buen tiempo yo realizaba para ella? Yo era su ideal del yo, en tanto el punto ideal en que el orden se mantiene, y de una manera aún más exigida, que es a partir de allí que todo el desorden es posible. En resumen, no se trataba de que su analista pasara por un inmoral. Si yo hubiese tenido la torpeza de aprobar tal o cual de sus excesos, habría que haber visto el resultado de eso. La única cosa verdaderamente importante es la garantía que ella tenía de que, en lo referente a su propia persona, yo no chistaría”.
El matrimonio, con su palabra empeñada, construye un semblante porque pretende velar la imposibilidad de la relación sexual. La paciente de Lacan, aunque “no tiene problemas con el deseo”, necesita sin embargo un análisis: ella pone a prueba a su analista: procura probar que, sin ser moralista, tiene una posición ética, no sólo porque se abstiene de empujarla en sus decisiones sino porque se abstiene siendo que, como dice Lacan, esta mujer “tiene los pechos más lindos de París”.
Dirá Lacan que la familia, hoy, no tiene su origen en el matrimonio, ya que no está formada por el marido, la esposa y el hijo sino por el Nombre del Padre y el Deseo de la Madre, como funciones, y el niño como resto de esa cópula imposible.
Hoy vivimos en un mundo en el que, por lo menos manifiestamente, la virginidad femenina perdió valor y la infidelidad masculina y el machismo son menos aceptados. La virginidad, prenda de recato de otras épocas, era una especie de dote simbólica que reglaba los papeles de hombres y mujeres en el matrimonio, bajo el supuesto de que ella debía estar despojada de las pasiones corporales. Ese era el valor asignado a la virginidad en el siglo pasado y a principios de éste. Freud, hijo de esa época, escribió en 1918 “El tabú de la virginidad”, donde explica el resentimiento que la mujer tiene con aquel al que entregó su virginidad. Esta hostilidad la metaforiza con el episodio bíblico de Judith y Holofernes: Judith le corta la cabeza a aquel a quien se entregó por primera vez, no sólo para salvar a su pueblo, sino también por esa hostilidad.
No siempre fue así. En el Antiguo Régimen había costumbres más relajadas. La historiadora Dora Barrancos (“Antes se pensaba que la prostitución protegía al matrimonio”, diario Clarín, 23 de noviembre de 1997) señala que la preocupación por la virginidad fue un capítulo más del sistema de autorregulación de la burguesía: “Se estaba construyendo un mundo nuevo que necesitaba crear sus propios pactos. Como en el poder burgués ya no existía un rey que dijera qué estaba bien y qué mal, los sectores acomodados promovieron el control social a partir de normas a las que ellos mismos aceptaron someterse”.
Sí, hay una transformación de la moral sexual: las jóvenes actuales van más rápido a la cama que hace cien años, e intentan hacer existir a la mujer como sujeto de derecho: “Todos iguales ante la ley”. ¿De qué modo incidirá esto en relación con el goce? Para las mujeres su igualdad de derechos y, para hombres y mujeres, objetos de consumo, aportados por la ciencia a través de la tecnología, que propician goces autoeróticos, en los que los cuerpos mismos terminan siendo objetos de consumo. La no existencia de un lugar vacío hace que aquel pacto simbólico haya dejado de tener el valor que tuvo en otras épocas, y esto lleva a que no se empeñe la palabra o que se la empeñe a la ligera.
Ya hace más de diez años, en 1995, Anthony Giddens advirtió el carácter experimental de la vida diaria moderna. Hoy en día –afirma–, las personas tienen que decidir no sólo cuándo y con quién se casan, sino si van a casarse. “Tener un hijo no tiene que estar vinculado necesariamente al matrimonio, y es una situación que se diferencia de la de épocas anteriores, donde esto parecía natural” (Anthony Giddens, La transformación de la intimidad, ed. Cátedra, 1995).
Respecto de la formalización de las parejas homosexuales, Jacques-Alain Miller (“Una repartición sexual”, revista Dispar Nº 2, 1999) señala que el sexo no conduce a ninguno de nosotros hacia el partenaire natural. La prueba de esto se puede encontrar en las actuales legislaciones que aceptan la legalidad de los derechos consagrados de parejas homosexuales, reconociendo, por ejemplo, beneficios sociales a estas parejas. De hecho, Miller mismo firmó un manifiesto para que las parejas homosexuales puedan obtener beneficios que se otorgan a las parejas casadas.
Vemos que, mientras algunos alegan la extinción del matrimonio, otros reivindican estas uniones como nuevos semblantes. Pero una cuestión es firmar un manifiesto y otra distinta la posición del analista, que suspende su juicio en cuanto a la elección sexual del sujeto. Al igual que en el caso del adulterio y del derecho al origen, se trata de saber que son semblantes que responden a la falta en el origen y a la ausencia de la relación sexual en lo real. Al final de un análisis se verá cómo el sujeto consiguió regular la cuestión del partenaire. Puede haberlo regulado por el lado del amor, de la distancia, de la resignación, de la rebeldía, de la separación.
* Extractado del artículo “Transformaciones en el matrimonio”, publicado en la revista electrónica Virtualia, de la Escuela de la Orientación Lacaniana (EOL).
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