PSICOLOGíA › DISTINTOS FINALES POSIBLES PARA UNA HISTORIA CONOCIDA
El análisis de una historia “que nos conmueve”, la de la cinta amarilla en el viejo roble, conduce a un diálogo sobre la verdad, la ilusión y la responsabilidad, con un final levemente inquietante.
› Por Pedro Lipcovich
La historia, que nos conmueve, proviene de un libro de la década de 1950 sobre la reforma de las prisiones norteamericanas, pero este origen había sido olvidado cuando se difundió, en los ’70, gracias a la canción “Ata una cinta amarilla al viejo roble”. Dos desconocidos traban conversación en un tren; uno de ellos cuenta que, después de haber estado preso cinco años, vuelve a su casa. En ese tiempo no tuvo contacto con la familia: eran demasiado pobres para viajar y no tenían educación como para escribirle. Antes de salir de la cárcel, él les escribió y les pidió, para cuando volviera, un signo: si estaban dispuestos a recibirlo, debían poner una cinta amarilla en el roble que estaba junto a la vía del tren. El, en caso de que la cinta no estuviera, seguiría en el tren y buscaría una nueva vida en otro lugar. Ya estaban cerca del pueblo natal, pero él no se atrevía a mirar: su interlocutor aceptó hacerlo para él. El convicto, en silencio, esperaba. Sintió la mano emocionada del otro apretar su brazo y escuchó: “¡Todo el árbol está lleno de cintas amarillas!”.
Conmueve la multiplicación de las cintas. Una sola se habría limitado a responder a la demanda del convicto; innumerables, le hacen un lugar en la familia, en la comunidad, en el Otro. A partir de los años ’70, la cinta amarilla tomó presencia en la sociedad estadounidense. En 1975, Gail Magruder recibió con una cinta amarilla en el árbol del jardín a su esposo, Jeb Magruder, ex funcionario de la administración Nixon que había pasado meses en la cárcel por el caso Watergate. En 1979, la cinta expresó la esperanza de familiares de los norteamericanos retenidos en la embajada de su país en Irán; en 1990, acompañó a familiares de los soldados que luchaban en la Guerra del Golfo.
Pero en este último ejemplo: si la sociedad norteamericana tanto deseaba que volvieran sus muchachos, ¿por qué los había mandado al Golfo? En cuanto a Magruder, su prisión respondió a su participación en el hecho que marcó una contracara de la democracia norteamericana: espionaje ilegal, en el hotel Watergate, sobre un partido opositor. La cinta, compartido signo de bienaventuranza, cierra fisuras en la unidad imaginaria de la sociedad.
Lo cual reenvía a los orígenes olvidados del relato, que surgió como apólogo redentor. La historia del prisionero que regresa fue registrada por primera vez en el libro Star Wormwood, del jurista Curtis Bok, que refiere que le fue narrada por el director de la penitenciaría Chino, en California. Ya en la década de los ’60, la narración circulaba entre grupos religiosos.
No sorprende que el primer narrador registrado sea el director de una cárcel, ya que la historia conviene a esa institución: sea cual fuere el crimen que cometió el convicto, la prisión ha sido eficaz; al salir, él ya no piensa en delinquir, sino sólo en ser nuevamente recibido por su familia. La historia transcurre en el angustioso intervalo entre dos instituciones rectoras: la familia y la cárcel. Ambas emergen incuestionadas y toda la culpa recae sobre el sujeto que, sin atreverse a levantar la mirada, aguarda el signo del Otro.
Pero, diremos, ésos son problemas de la sociedad norteamericana: para nosotros sólo se trata de una bella historia que, porque somos sensibles, nos conmueve. Nos conmueve al recordarnos que el Otro puede hacernos un lugar, alguna vez nos hará ese lugar que, con nuestros torpes reclamos, hemos buscado. Cierto, esto tiene como condición que la historia permanezca en el nivel de la metáfora: porque, si efectivamente viniéramos de la cárcel, ¿no pudo nuestra familia visitarnos siquiera una vez? ¿No pudieron pedirle a alguien que escribiera una carta? No pudieron porque, si lo hubieran hecho, la emoción de las cintas amarillas no habría sido posible. Así el apólogo funciona sobre la base de la exclusión efectiva del sujeto que, metafóricamente, pretende integrar.
En todo caso, si el apólogo nos conmueve es porque viajamos en el mismo tren que ese convicto. Estamos por llegar, siempre estamos por llegar a la curva en la vía. Nuestro transcurrir se tiende hacia un futuro al que nos liga una fe vacilante, apuntalada por historias como la del roble (se nos ofrecen muchas; los noticieros les reservan un lugar). Y esto remite a la trayectoria religiosa del apólogo: el roble con sus cintas, como las ideas religiosas, se inscribe en el orden de las “ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la humanidad” (S. Freud, El porvenir de una ilusión). Pero tal vez hayamos renunciado a las religiones instituidas: ¿se nos negará el consuelo laico de un roble que ha vestido el amor? Hemos perdido a Dios: ¿nos arrancarán también el noticiero?
Ahora, ¿por qué una pura operación aritmética, la multiplicación de las cintas, logra conmover? Una cinta no, pero muchas sí, otorgan una experiencia que cabe llamar beatífica. En “La cabeza de Medusa”, Sigmund Freud recuerda “la regla según la cual la multiplicación de los símbolos fálicos significa la castración”, y esto quizá permita llegar hasta el final: la multiplicación de las cintas es beatífica porque nos libra de un horror: no hay nada en el roble. Y el convicto, aun el metafórico, debería saberlo, lo sabe en realidad, porque, si las metafóricas cintas fuesen veraces, la metafórica familia no se habría ausentado durante la metafórica reclusión. No hay nada en el roble porque el roble es el árbol de la ilusión, sólo su desnudez es real, y la soledad del viajero ya no puede ser negada.
Sin embargo, el viajero tiene un acompañante, y corresponde referirse a esta función del texto. El interlocutor cumple una misión cardinal, ya que el convicto le delega la tarea de percibir el signo que decidirá su futuro. Esto contribuye a nuestra identificación compasiva: el convicto es como un niño que ni siquiera estuviera en condiciones de registrar por sí mismo los signos del Otro. En realidad, el convicto sólo puede mirar la desnudez del roble por los ojos del otro, como Perseo pudo mirar a la Gorgona por el espejo de su escudo. Más allá de estas perspectivas, permanece el hecho de que hay una interlocución posible; la bienaventurada presencia de las cintas es imposible, pero dos desconocidos en un tren pueden trabar una relación que implique compromiso ético. Entonces, reconocer el vacío en el roble puede no desembocar en el cinismo.
Pero, a esta altura, hemos de reconocer que el interlocutor se encuentra ante un dilema: él (que, en el tren, vino leyendo este artículo en Página/12) ya sabe que las cintas amarillas son mero señuelo. Sabe que el convicto, a partir de su alborozado retorno al seno familiar, no hará más que repetir la misma historia que lo había llevado a la prisión. Es cierto, puede encogerse de hombros y limitarse a comunicar lo que vea. Sin embargo, ha aceptado que el convicto pusiera en él una confianza categórica: puede desentenderse, pero también podría asumir a pleno el compromiso requerido.
¿Cómo honrar ese compromiso?, se pregunta el interlocutor. Describir fielmente una realidad engañosa, ¿no es engañar? Podría intentar explicarle al convicto que sí, que hay una cinta y hay muchas pero que no haga caso porque en verdad..., pero eso sólo serviría para tranquilizar su propia conciencia: ante la pregnancia de las cintas amarillas, el convicto saldría volando hacia el pasado. Entonces, ¿cómo responder? Si el interlocutor deja de lado la compasión y el prejuicio, si reconoce en el convicto a un semejante, a un sujeto responsable, ¿no se ubica el pedido del convicto en el mismo plano que el de Ulises a sus hombres, cuando pidió que lo ataran para no sucumbir a la fascinación de las sirenas?
El interlocutor por la ventanilla ve el árbol cubierto de cintas, y da su informe:
–No hay nada.
El convicto hunde la cara entre las manos.
Y nosotros nos indignamos. El interlocutor, sentimos, ha hecho algo horrible. Quizá no supo tomar en cuenta los tiempos propios del convicto, las experiencias traumáticas que éste atravesó sin duda y que lo dejaron incapaz aun de mirar por la ventanilla. Además, y sobre todo, ¿no estaban ahí, las cintas? El hecho de que, en otro plano, encubran un vacío no niega su presencia en un nivel que también es importante, porque da testimonio de la mano amorosa que las puso, una por una, en el roble.
Y sentimos que también para nosotros esas cintas amarillas merecen ser preservadas. Aunque nuestra experiencia y nuestra estructura psíquica sean bien distintas de las del convicto, la emoción que nos suscitan nos hermana y nos da fuerzas para luchar por la verdad.
Entretanto, en el tren, el convicto y el interlocutor, incómodos los dos, se rehúyen. El interlocutor prefiere retirarse a otro vagón. Se estrechan la mano sin efusiones. No volverán a verse. El convicto, solo, mientras mira por la ventanilla, se pregunta a dónde ir. Por primera vez, se sabe libre.
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