PSICOLOGíA › UNA “FABULA POSMODERNA DE LAFONTAINE”, POR EMILIO RODRIGUE
“Te mando una historia que probablemente cierre Mi prontuario”, le escribió Emilio Rodrigué a su amigo el psicoanalista Sergio Rodríguez, el 31 de enero de este año. Mi prontuario era el título del libro de memorias que venía preparando, y hoy Página/12 publica esa historia. Rodrigué –autor de Heroína, psicoanalista “de las cien mil horas”– murió el jueves pasado en Salvador de Bahía.
› Por Emilio Rodrigué
Esta es una historia que ha de tener un sentido a ser descifrado, pero que tiene cara de fábula lafontáinica posmoderna. La escena, verídica, acontece el 31 de diciembre de 2007 a las 6 de la tarde cuando decido bajar a la piscina del hotel Ondina Apart, en Salvador de Bahía. Iba con mi spaghetti flotador para hacer un poco de hidrogimnasia. Una media hora, calculé. ¿Cómo estaba? Este es uno de los puntos a descifrar, porque no sé bien cómo estaba. La mejor aproximación sería decir que andaba entre fascinado y espantado. Me atraía la idea de pasar la noche de año nuevo solo como una ostra, pero esa soledad me metía miedo, casi supersticioso. En los tiempos solitarios el tiempo se alarga increíblemente, el minutero del reloj se traba.
Bien, bajo a la piscina con una toalla, el spaghetti flotador y las llaves de mi apartamento. Tiro el spa-ghetti en la piscina, me doy vuelta para colocar las sandalias junto a la silla y, cuando levanto la mirada, constato que el spaghetti desapareció, como por arte de magia. Miro y miro y nada, y comencé a rascarme la cabeza. No estaba preparado para un pase de magia. ¿Será que 2007 quiere despedirse con una pirueta abracadábrica? Pero de pronto advierto que un muchachón gordo y grandote me sonríe con una amplia sonrisa. Estaba sentado a caballo sobre mi spaghetti.
¿Qué hacer?
Me zambullo, doy un par de brazadas y me acerco. Visto desde el nivel de la piscina, el tipo parecía más grande y gordo. Su envergadura escondía mi spaghetti.
–Dámelo –dije, entre serio y sonriente.
El sonrió y no me dijo nada. Se acercó y amplió su sonrisa. Tenía más de 20 años.
–Dámelo –repetí.
El no dijo nada y nuevamente se acercó, casi cheek to check, con una sonrisa cada vez más extraña, posiblemente boba.
Mi saber psiquiátrico me alertó de que el tipo podría estar más loco que una piedra.
–¡Dámelo!
Nada.
¿Qué hacer?
Mi desconcierto era total. Tomé distancia, me alejé hacia el centro de la piscina. Había algo familiar en esa escena y de pronto recordé. Yo con siete u ocho años, en la plaza San Martín. Estaba jugando con unas figuritas y de pronto dos chicos llegan y se llevan mis figuritas. Sensación de despojo, de así-no-vale.
Me acerco, dámelo, nada.
Era un crepúsculo tropical. El agua de la piscina estaba casi caliente. Una luna llena iluminaba la arena.
¿Qué carajo hago? ¿A quién recurrir?
Al lado hay un bar en forma de cabaña. Salgo de la piscina, voy al bar y le digo al barman que quiero hablar con un agente de seguridad del hotel. Me pasa el teléfono: “Disque 9”. Antes de discar me detengo porque la situación esta vez me recuerda otra historia, tal vez verídica. Ocurrió en la frontera de Francia con Suiza. Un hombre conducía un Volkswagen rojo. Las barreras del tren estaban cerradas. Había habido un accidente de tren. Pasaron más de diez minutos, las barreras seguían cerradas y el tren sigue estacionado. De pronto el motorista ve a un elefantito. El elefantito viene caminando por las vías del tren y se sienta en el capot de su Volkswagen rojo; abolla la carrocería y quiebra un faro. El accidente había sido en un vagón de circo, de allí había salido el elefantito, que finalmente fue retirado por el personal del circo, y las barreras se levantaron. Cae la noche, el hombre reanuda su camino. Pocos kilómetros adentro de Suiza, un policía lo hace detenerse, porque tiene un solo faro encendido. Ante el policía, el hombre se dispone a contar lo ocurrido, pero su buen tino lo lleva a callarse. ¿Cómo va a explicar que un elefantito se sentó en el capot de su coche? Hay cosas que son indecibles.
Me resulta indecible decirle al agente de seguridad que venga porque un hombrón no quiere devolverme mi spaghetti.
Me zambullo una vez más en la piscina. El loco de piedra sigue a caballo en mi spaghetti. Hay una media docena de chicos que han seguido de cerca todas las peripecias. Una nena de unos 10 años viene y me dice: “El no es muy normal”. Pero duda, no quiere entrar en el enredo. Mi lado astuto percibe el dilema que podría dirimirse así: ¿quién está más rayado, el muchacho que robó el spaghetti o el abuelo que lo usa?
Quedamos en silencio. Para quebrarlo le pregunto a la nena: “¿Qué hago?”.
La madre está ahí, me dice ella, mostrándome la sala de juegos junto a la piscina. Voy a la sala. Cuando entro, una señora cuarentona está jugando al snooker. Al verme corre a mi encuentro y me abraza:
–¡Querido doctor Rodrigué, cuántos años!
La miro absorto.
–¿No se acuerda de mí?
No, no me acuerdo de ella.
–Su hijo... –empiezo a decir.
–¿No se acuerda de él?
–No.
–¿Cómo? Si usted lo analizó. Era un caso de autismo. Usted publicó el caso de mi hijo Raulito. Su memoria está fallando, doctor. ¿Cómo es posible que no se acuerde de él?
Autismo versus Alzheimer.
Fin de la historia. Fábula sin moralejas, pero con resonancias. Una de ellas es: las vueltas de la vida. Otra, soledad e ironía. Otra, la mamá de Raulito resultó ser sexy. Así hablaba El Solitario del Spaghetti, casi perdido.
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