PSICOLOGíA
• SUBNOTA › IRREVERENCIA Y TACTO EN LA INTERPRETACION PSICOANALITICA
El que sabe que no sabe lo que dice
Por Jacques-Alain Miller *
Preguntémonos cuáles son los grandes usos de la palabra en el vínculo social. 1) Está la palabra que manda. El que manda habla primero. El otro obedece, se conforma, se somete, hace lo que se le dice. “Ve”, dice el amo, y el servidor va. Así se expresa un antiguo texto babilónico. 2) Está la palabra que comunica, que enseña, que informa, es decir que impone al otro una forma, un estándar, que trasega saberes. Al que recibe le toca conformarse. 3) Y está la palabra que expresa. Bajo sus formas primarias parece desconocer todo destinatario; pero, fundamentalmente, expresarse es dirigirse a otro, quejarse, reivindicar, pedir a otro que tiene lo que a uno le falta, forzar la escucha. Pienso en el alto funcionario ruso puesto en escena por Gogol, que se ofende cuando su subordinado le dirige la palabra: “¿Cómo se atreve? (a hablarme)”. Ya hablarle es insolencia, hacerse escuchar por el potente es ejercer un poder ilegítimo.
Con respecto a esta tripartición, ¿qué vamos a decir de la palabra que interpreta? Como analista, también estoy por estructura en una posición de superioridad. Me solicitan, como iban a Delfos a hacerse descifrar el destino por la pitonisa transportada. Vienen, como a pitonisa, a someter su palabra a mi examen. Un médico dice: “¡Desvístete! ¡Muestra el cuerpo!”. Un analista dice: “¡Habla!”.
Para el solicitante se trata de quitarse todo lo que ata la palabra, de relajar las exigencias del superyó, las inhibiciones, la buena educación; deponer las armas de la palabra que manda, y quedarse solamente con la palabra que demanda, que impone su queja. Por estructura, la interpretación analítica supone la disimetría de los interlocutores. Strachey hace del analista un “superyó auxiliar”, un nuevo trozo de superyó que va contra el superyó ya existente. Lacan, de manera más formalizada, ubica al analista en el lugar del amo.
Pero es un amo que no actúa como un amo. Esa es la paradoja constitutiva del acto interpretativo en el psicoanálisis: el analista dispone del poder de la palabra, y no lo utiliza ni para mandar, ni para enseñar, ni para esculpir al paciente según su propia imagen, ni para comunicar sus emociones y transmitir lo que lo divide. Por supuesto, hace todo esto, pero en tanto preliminar a lo que es su uso propio, peculiar, inédito de la palabra, es decir, interpretar.
Siento la interpretación como una práctica exquisita, que necesitaría de un tacto infinito, que no se confunde para nada con la buena educación. Lacan decía que no se podía analizar a los ricos porque no pueden pagar, pagar con algo que les cueste. Dudo que se pueda analizar a reyes y princesas, si se les debe respeto. Respeto es distancia, mientras que la palabra de interpretación se avecina a lo más íntimo sin respetar el encuadre, la ciudadela que protege a lo más arraigado del síntoma, a la libido que él tiene presa.
Toda interpretación es irrespetuosa, un analista puede ser civil, pero si se detuviera en la buena educación, no funcionaría. Actúa de manera inhabitual, y a veces hasta indelicada, pero con tacto, de manera dosificada, a la medida de lo que el otro puede soportar de la potencia de la palabra. Le corresponde ser delicado en la brutalidad misma de la interpretación, en el paso brusco de la cortesía al irrespeto que no apunta a sacudir al otro sino, en él, al viejo amo que comanda la repetición.
Se podría decir que la palabra de la interpretación se sostiene en un lenguaje que es metalenguaje puesto que toma como referencia, como objeto, la palabra del otro. Pero la estratificación del lenguaje objeto y del metalenguaje sólo es posible en la dimensión del escrito.
En el análisis, el intérprete no habla otra lengua que la del otro.
A la vez, dos locutores jamás hablan la misma lengua. Nunca una palabra tiene exactamente la misma significación para dos, o, por lo menos, la misma resonancia. Es la carga libidinal de las palabras la que determina la significación, y su distribución es siempre singular. Lo que se puede poner como denominador común, es solamente el sin-sentido: emblemas, señales, rituales, palabras vaciadas de significación.
Uno no sabe lo que quiere decir una palabra para el otro, el eco que encuentra en él, la resonancia, y, por esa misma razón, cuando uno habla a otro, nunca sabe lo que uno mismo dice.
Un analista debería ser una excepción. Debería ser el hombre que sabe lo que dice. Era el ideal de Monsieur Teste, de Paul Valéry. Pero seamos más humildes: un analista es el hombre –el ser-hablante– que sabe que nadie sabe lo que dice, el peso, el alcance de lo que dice. Es imposible para un analista refugiarse en un “No quise decir esto” cuando el otro interpreta la interpretación que le ha dado. ¡Es ridículo invocar su buena intención como uno es analista! ¡Invocar su buena fe! Como dice Lacan: “De todos los errores, el de buena fe es el más imperdonable”.
La buena fe supone otro que reconozca que no he deseado esto. El inconsciente significa que tú no sabes lo que deseas, que algo te queda velado para siempre en tu deseo. “Soy de buena fe” se interpreta como “No me hago responsable de las consecuencias”. Esa excusa, esa cobardía no está permitida a un analista. Lo que no sé de mi deseo, me lo enseñan las consecuencias de lo que digo.
“De nuestra posición de sujeto –dice Lacan– somos siempre responsables.” Es una tesis existencialista que se torna irónica en el psicoanálisis: somos responsables sin ser libres. Es decir: nuestras elecciones son forzadas.
* Psicoanalista. Delegado general de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP). Presidente del Instituto del Campo Freudiano. Fragmento del trabajo “Intervención sobre la interpretación”, incluido en Encuentro de Buenos Aires. El efecto mutativo de la interpretación psicoanalítica, compilación de Juan Carlos Stagnaro y Dominique Wintrebert (Ed. Polemos).
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