PSICOLOGíA • SUBNOTA
› Por S. F.
En 1937, Arminda Aberastury veía casi a diario a una niña de ocho años mientras ésta aguardaba a su madre, que era paciente de su marido, Enrique Pichon-Rivière, con quien se había casado ese mismo año. Sostenía con la niña largas entrevistas: “Supe que esa nena no había podido aprender a leer ni a escribir, y que los profesionales a los que su padre había consultado decían que se trataba de una oligofrénica. Mi primer acercamiento fue pedagógico: quería saber si podía o no aprender; su expresión inteligente y angustiada me había hecho dudar del diagnóstico que pesaba sobre ella”. Arminda intentó enseñarle letras y números, pero al principio fracasó. Todo indicaba que la capacidad simbólica de la pequeña estaba afectada por las escenas traumáticas que había presenciado –los estados psicóticos de su mamá– y por las explicaciones mentirosas que había recibido al respecto. A medida que esta situación se esclareció, la pequeña comenzó a aprender.
El segundo caso que tomó Aberastury fue el de un niño con una inhibición intelectual que, se reveló, había sido causada por los castigos corporales que el pequeño había padecido; también este niño pudo superar su inhibición. A partir de allí, Arminda comenzó a concurrir al servicio de Higiene Mental del Hospicio de las Mercedes, donde Pichon-Rivière era jefe de una sala, para atender a niños con problemas similares.
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