REPORTAJES › A 90 AÑOS DE LA REVOLUCION RUSA
El doctor en historia Ezequiel Adamovsky (UBA) desbroza los mitos construidos en torno de la Revolución de Octubre de 1917 y critica las lecturas marxistas y liberales. Sostiene que siguen vigentes los ideales emancipatorios de un proceso que hoy “ofrece claves para pensar el desafío político de la multiplicidad”.
› Por Javier Lorca
Tiñó la política y la cultura de prácticamente todo el siglo XX y hoy apenas si es reivindicada por unos pocos. A 90 años de aquel 25 de octubre de 1917 (que, según nuestro calendario gregoriano, fue un 7 de noviembre), ¿la Revolución Rusa tiene algo para decirle al presente? El doctor en historia Ezequiel Adamovsky, profesor a cargo de la cátedra de Historia de Rusia en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), asegura que sí, pero bajo la condición de evitar “la conmemoración autocelebratoria” y de reconocer los elementos ideológicos, aún presentes en los movimientos sociales, que “inclinaron la balanza hacia un destino burocrático y represivo”. En esta entrevista, argumenta que “quitando el mito de encima, la Revolución Rusa ofrece claves para pensar hoy el desafío político de la multiplicidad”.
–Con el fracaso de una revolución que terminó incubando el totalitarismo, ¿qué se puede rescatar para la experiencia contemporánea de aquel proyecto emancipatorio?
–Se pueden rescatar, primero, los ideales que impulsaron el proyecto inicial: el ideal de la emancipación humana, de una sociedad construida con relaciones igualitarias, el ideal de emancipación de la mujer, el ideal de un Estado que no esté en manos de una clase política profesional, sino que haya participación política directa de las mayorías... Todos esos ideales están vigentes en la medida en que los problemas contra los que lucharon los revolucionarios rusos siguen estando presentes, incluso se han agudizado. Más específicamente, también tienen vigencia algunos modelos de acción política que se exploraron durante la revolución, que pueden inspirar formas de organización en el presente. Me refiero básicamente a la estructura de soviets, el modelo de organización que avanzó desde febrero de 1917 y permitió aglutinar a una enorme diversidad de grupos sociales: obreros, campesinos, soldados, minorías nacionales, agrupaciones políticas... Eran una especie de arena o espacio político que, justamente por su carácter abierto, permitía articular toda esa diversidad enorme que fue la revolución. Ese modelo está vigente, no así el modelo de partido de vanguardia, un tipo de política que hoy no parece que pueda recuperarse de manera productiva. De cualquier modo, la condición para que se pueda hacer una recuperación positiva de aquel proyecto revolucionario es reconocer cabalmente los aspectos negativos que lo llevaron al fracaso. Y digo esto porque en los artículos de la prensa de izquierda sobre la Revolución Rusa hay una cosa de conmemoración autocelebratoria que no se hace cargo de la deriva autoritaria posterior, de los elementos y las ideologías que inclinaron la balanza hacia un destino burocrático y represivo. Hay mucho por hacer para poder visualizar todo el proceso sin mitos.
–¿Cuáles son y en qué consisten las lecturas predominantes sobre la Revolución Rusa?
–Son dos las lecturas que más circulan. La interpretación del marxismo más tradicional, básicamente, consiste en plantear que fue una revolución obrera, que tuvo dos etapas de diferente contenido social y político: una revolución democrático-burguesa en febrero, y la revolución propiamente obrera en octubre. Dentro de esta última, sitúa la acción del partido bolchevique como decisiva a la hora de asegurar el curso obrero y socialista de la revolución. Esta interpretación borra cualquier tipo de responsabilidad de los líderes bolcheviques en la burocratización y en la instauración de un régimen autoritario, le echa toda la culpa del horror soviético de los ’30 a una sola persona, Stalin, o a las condiciones adversas de la guerra civil... Esa es, a grandes rasgos, la interpretación de la izquierda que se reclama heredera del leninismo y el trotskismo, también del maoísmo. La otra interpretación dominante, que hoy se ve en algunos medios de comunicación, es la del liberalismo. Aquí, otra vez, la Revolución Rusa consiste en dos momentos: la revolución de febrero, orientada por ideales ciudadanos y democráticos, luego malograda por la llamada Revolución de Octubre, que para los liberales no es más que un golpe de Estado efectuado por una minoría disciplinada y con un ansia de poder casi patológica, que instala un régimen desde el principio caracterizado por lo que después fue el régimen estalinista.
–¿Qué consecuencias políticas tiene esa interpretación liberal?
–Tiene un efecto didáctico, si se quiere. Produce una condena hacia atrás de todo el proceso revolucionario, con el objetivo político de condenar a todos los ideales en su conjunto. Incluso hay historiadores que afirman que la culpa por la deriva totalitaria posterior de la revolución ni siquiera empieza con los bolcheviques, sino que está inscripta en el marxismo desde el comienzo, y que el marxismo indefectiblemente conduce a ese tipo de organización social.
–¿Cuáles son los principales mitos que se han construido en torno de la revolución?
–Hay muchos. El principal es el mito de que fue una revolución obrera. Tampoco fue una revolución bolchevique; los bolcheviques fueron una de las fuerzas políticas tratando de orientar ese torrente múltiple. Fue una revolución obrera, pero también fue una revolución campesina. Es impensable todo el proceso sin la acción de los campesinos, que tenían sus propias organizaciones que poco tenían que ver con los bolcheviques, con una cultura muy igualitaria. También fue una revolución de los soldados, que contribuyeron enormemente a debilitar al gobierno central con sus actos de rebeldía; construyeron asambleas que echaban a sus oficiales y elegían democráticamente qué estrategia militar seguir. Además, hubo otros elementos micropolíticos en la revolución. Por ejemplo, un montón de regiones, en un imperio que era multiétnico, con reclamos de autonomías nacionales que se combinaron en forma compleja con los ideales socialistas. También hubo un componente de mujeres participando en la revolución con sus propios motivos de género; de hecho los partidos revolucionarios rusos tenían la mayor proporción de mujeres de toda Europa. Lo mismo con un factor generacional: sobre todo en el campo, hubo un gran acercamiento de los jóvenes al proceso revolucionario como una forma de romper y emanciparse de la tradición. La revolución fue todo este caldo enorme de grupos sociales y de motivos diversos para participar. Lo interesante es el modo en que el proceso revolucionario consiguió que se articularan todas estas demandas en un movimiento único.
–¿Cómo se articularon?
–Se articularon de dos maneras. Por un lado, al nivel de las instituciones revolucionarias, los soviets, que inicialmente fueron un invento obrero, y luego combinaron la participación de intelectuales, también de soldados y de campesinos. La articulación soviética a nivel nacional, con congresos panrusos, fue el vehículo institucional para que toda la diversidad de grupos participaran juntos. Por otro lado, se desarrolló una articulación al nivel de la cultura, el lenguaje y las identidades. Desde febrero en adelante crece un enorme murmullo revolucionario, un rumor que circula cruzando diferencias de clase y de culturas, y que tiene que ver con el contagio de ideales, de lenguajes, de formas organizativas, formas de solidaridad entre los diferentes grupos. Es fascinante cómo juegan las identidades más exclusivas de cada grupo y cómo, a la vez, cada grupo construye una forma de identidad más englobadora. Los campesinos, por ejemplo, se consideraban un grupo aparte, pero también se consideraban parte del pueblo trabajador. Y esto, que era más inclusivo, les permitía hermanarse con la gente de la ciudad, de quienes eran enormemente ajenos en lo cultural. También los obreros urbanos alternaban un lenguaje de clase con otro lenguaje más de pueblo que les permitía abarcar a otros grupos no obreros. Incluso el propio gobierno bolchevique, en los primeros tiempos, cuando se dirigía a la población se dirigía al pueblo y no exclusivamente a la clase obrera.
–Teniendo en cuenta que toda esa heterogeneidad desembocó en un modelo autoritario, ¿qué aprendizaje se puede extraer para los movimientos sociales?
–La primera es la conciencia del peligro de sufrir la misma deriva. Porque es un poco ingenuo desvincular completamente al accionar de los movimientos sociales y de los grupos políticos de la deriva autoritaria posterior, situando toda la responsabilidad en los bolcheviques y particularmente en sus líderes. A pesar de que uno puede encontrar responsabilidad personal en Lenin y Trotsky, impulsos a la centralización y la jerarquización del poder estaban diseminados más ampliamente en varias partes de los mismos movimientos sociales. Un aprendizaje de todo ese proceso es tener presente que en la propia organización social hay impulsos que apuntan en esa dirección. Y de lo que se trata no es de negarlos o de soñar que a uno no le va a pasar, sino de diseñar los modos de lidiar con ellos para evitar la deriva autoritaria. Por la positiva, todavía se puede aprender mucho del proceso revolucionario en dos cosas. Una, la organización soviética, hay muchos elementos que hoy pueden inspirar formas de organización social, con cambios el modelo podría ser reapropiado en la actualidad. Y segundo, rescatar el carácter múltiple del proceso revolucionario, opacado por el mito de la revolución obrera. Hoy es impensable una revolución únicamente de obreros industriales, la sociedad ha cambiado su estructura varias veces desde 1917, por lo que habría que pensar la construcción de un sujeto político múltiple, un sujeto que tenga la capacidad de sumar y articular diferencias sin aplastarlas, sin producir homogeneidades. Los caminos que van explorando actualmente algunos movimientos sociales y experiencias políticas apuntan un poco en ese sentido.
–¿Qué experiencias?
–Me refiero desde los zapatistas hasta el protagonismo que están teniendo en América latina las naciones indígenas, donde aparece la idea de que se puede ser un sujeto colectivo como una nación sin exigir por ello ser un Estado. Y la disposición que tienen los grupos indígenas a construir formas de cooperación con grupos o clases sociales a nivel nacional y global. Es un ejemplo que apunta a salir del sujeto único privilegiado de la revolución y tratar de pensar un sujeto más negociado –para usar una palabra poco taquillera en la izquierda–, un sujeto capaz de negociar diferencias y de construirse en una forma polifónica. Bien mirada, quitando el mito de encima, la Revolución Rusa ofrece claves para pensar hoy el desafío político de la multiplicidad.
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