REPORTAJES › ENTREVISTA CON MARCELO CAVAROZZI, POLITOLOGO
Para Cavarozzi, la Argentina está dividida en cuatro circuitos sociales escindidos y ninguna de las fuerzas políticas vigentes logra comunicarlos. Revertir esa tendencia iniciada con la dictadura, señala, requiere reconstruir un Estado capaz de generar la inclusión de los diferentes sectores.
› Por Javier Lorca
Marcelo Cavarozzi propone una mirada de tiempos largos para analizar el presente político y las urgencias que enfrentará el nuevo gobierno. Examina el devenir argentino y advierte una persistente escisión entre cuatro “circuitos sociales” incomunicados por la ausencia de un Estado en cuya reconstrucción “se ha avanzado muy poco en los últimos cinco años”. Lo que conlleva un mismo riesgo para el oficialismo y la oposición: “Es potencialmente peligroso tanto suponer que se va a poder seguir cimentando una mayoría electoral en los escombros de la Argentina rota, como suponer que los miembros ilustrados de la Argentina moderna les tienen que enseñar a los pobres cómo votar y comportarse”, dice Cavarozzi, decano de la Escuela de Política y Gobierno (Unsam).
–¿Concuerda con las interpretaciones dominantes sobre el escenario poselectoral, las que señalan un corte entre las grandes ciudades y el resto del país, o entre clases populares y clases medias altas, o una reaparición de la dicotomía peronismo-antiperonismo?
–No me atrae ninguna de esas explicaciones. La que menos me atrae es la que plantea peronismo-antiperonismo: esa dicotomía ya no funciona, no tiene en la sociedad argentina la encarnadura que llevó a que por décadas existiera un enfrentamiento entre dos subculturas políticas antagónicas. No es más así, ni creo que lo vuelva a ser. Descartada esa explicación, se podría pensar a la sociedad argentina organizada en torno de cuatro circuitos que se tocan muy poco entre sí. El hecho de que estos circuitos se toquen poco entre sí tiene que ver con la erosión de la política. La paradoja de la Argentina hasta los ’70 fue que la política era muy turbulenta –a veces tanto que era letal–, pero era una actividad que vinculaba a los diferentes circuitos de la sociedad, los enlazaba. Ese funcionamiento de la política estructuraba a la Argentina desde el siglo XIX, pero a partir del gobierno militar, se produjeron tres oleadas de destrucción de esa cultura política.
–¿Cómo operaron?
–La primera oleada fue el gobierno militar mismo, que profundizó un proceso de destrucción de redes sociales, del Estado de derecho e incluso de cuadros públicos. Para tomar un solo ejemplo, el del INTA, que fue casi desmantelado. La segunda oleada vino por el feroz impacto de la deuda, que coincidió con la democracia. En vez de aportar fondos a la sociedad, el Estado pasó a succionar fondos para pagar servicios de la deuda: dejó de ser un Estado subsidiador para transformarse en un Estado succionador. Al romperse el pacto fiscal, perdió la capacidad de convertirse en ancla de una serie de mecanismos que se dirigían a generar espacios de igualdad. Un ejemplo: el desfinanciamiento de la escuela pública, que era autoritaria pero integraba a los pobres con la clase media. La crisis hiperinflacionaria es la culminación de esta oleada de destrucción de la política. Sobre esa circunstancia se monta el imaginario neoliberal, con un discurso antiestatista, la tercera oleada, que destruye política al proponer una actitud pasiva, les dice a los ciudadanos que no se involucren, que la política es una combinación de voto, farándula y clientelismo. Este proceso culmina en la crisis del default, en 2001.
–Mencionaba cuatro circuitos sociales...
–Hasta 1975 el funcionamiento estatal político de la sociedad permitía integrar a los cuatro circuitos que voy a describir. Primero, un circuito muy pequeño hasta los ’80, que se expande fenomenalmente con la importancia que cobran los mercados financieros en la geopolítica mundial: es la “Argentina trasnacionalizada”, que crece medrando en el derrumbe del Estado en los ’90, la Argentina de los ricos, los sectores integrados al mercado y la cultura mundial, altos asalariados... que englobaría a un 8 o 10 por ciento de la sociedad. Debajo está la “Argentina moderna”, la que durante cien años se desplegó apoyándose en los sucesivos enviones de crecimiento que generó el Estado. Los ciclos de integración vinculados al radicalismo, el peronismo y el desarrollismo fueron añadiendo como anillos a más sectores sociales dentro de esa Argentina. Este circuito no se puede identificar con clases sociales, sino en términos de actores que se movían en espacios y actividades compartidas. No sólo hay mejoras económicas para estos actores, también hay pérdida de distancias sociales. A partir del ’75, de este circuito se empieza a desprender la “Argentina rota”, el tercer circuito, los que compartían la “Argentina moderna” desde los estratos más bajos, sectores que dependían de las redes de seguridad estatal para su supervivencia e integración social. Cuando se desgaja el Estado, van perdiendo beneficios y espacios. Los lazos entre la “Argentina moderna” y la “Argentina rota” se han debilitado enormemente. El hijo de trabajadores que antes iba a una escuela pública razonable junto al hijo de un comerciante y con maestros bien entrenados, ahora va a una escuela deteriorada, con maestros mal formados y no comparte espacios con las clases medias. Peor todavía, estos circuitos tienden a segregarse espacialmente, en guetos de pobres y guetos de ricos, como señala Rubén Kaztman. Este es el 30 o 40 por ciento de la población, los que no zafaron. Ahora están un poco mejor en cuanto a ciertas redes mínimas, pero no en su integración social. Debajo de todo está la “Argentina sumergida”, la que nunca se integró: los pocos campesinos pobres que hay en el país, los indígenas... Esa Argentina se ha expandido: al fondo del pozo se han caído muchas familias de los últimos migrantes a las zonas metropolitanas, los pobres del Gran Buenos Aires que no sólo viven de, sino sobre la basura.
–¿Cómo se expresó esa disgregación social en las elecciones?
–Ninguna de las propuestas electorales logró cruzar esos circuitos. En ese sentido, es potencialmente peligroso, a mediano plazo, tanto suponer que se va a poder seguir cimentando una mayoría electoral en los escombros de la “Argentina rota”, como suponer que los miembros ilustrados de la “Argentina moderna” les tienen que enseñar a los pobres cómo votar y cómo comportarse. Los principales actores políticos fracasan en organizar esos mecanismos, que sin duda en su momento supieron organizar el peronismo y el radicalismo como profundas máquinas integradoras. Más allá de cuántos votos reciban hoy, perdieron esa capacidad.
–¿La continuidad del peronismo en el poder no atestigua cierta articulación, al menos superior a la de sus adversarios?
–Claro, tiene un éxito mayor en cuanto a su supervivencia como maquinaria de poder, es mucho más hábil. El ejemplo más dramático de esa “habilidad” del peronismo es que quien paga el costo de romper con la Convertibilidad es el gobierno de la Alianza. El hecho de que el peronismo evite ocupar el centro del escenario en esa ruptura explica que conserve un umbral de votos que, a nivel nacional, pierde el radicalismo. Esto no quiere decir que desaparezcan los múltiples partidos radicales que existen en muchas provincias... El problema del radicalismo es que las bases de poder local no las puede articular en una maquinaria nacional. Y la Argentina es un país presidencialista, donde el PE nacional controla muchos recursos. La pérdida de capacidad para llegar a ese premio mayor, que es la presidencia, es letal para un partido que no pretenda limitarse al vecinalismo. Que los dos últimos gobiernos radicales hayan afrontado las dos crisis más graves de los últimos 25 años tiene un costo.
–En un contexto de fragmentación social, ¿qué cuestiones deberían encabezar la agenda política y económica del próximo gobierno?
–El desafío que se le presenta a la política es harto complicado. No simplemente se trata de recrear redes de mínima prestación para la “Argentina rota”, de aprovechar las capacidades dinámicas de la “Argentina moderna”, de rescatar a esa “Argentina sumergida”, sino que la tarea es recomponer el funcionamiento de los espacios de integración social, de enlazamiento, que podríamos llamar las áreas de igualdad. ¿Cómo se hace eso en un momento de descrédito de la política? Es muy difícil. Implica cumplir con varios requisitos que no garantizan el éxito. Primero, reconstruir un Estado que pueda efectivamente regular, que pueda discernir la calidad del agua –o de la educación– que les llega a los pobres –no sólo si les llega– y efectivamente mejorarla. Un Estado que pueda regular a las empresas privadas, que tienden a pensar salvajemente sus beneficios de corto plazo. Un Estado, también, que actúe en aquellos espacios que no son atractivos para la actividad privada. En esta reconstrucción del Estado se ha avanzado muy poco en los últimos cinco años: en la primera mitad nos dedicamos a salir del pozo, pero en la siguiente mitad no se ha empezado a discutir políticamente cómo reconstruir el Estado. Para eso, hacen falta herramientas que han sido severamente erosionadas por esas oleadas de destrucción de la política. En particular, los partidos.
–¿Qué tendencias observa en el sistema político? ¿Desaparece definitivamente el bipartidismo?
–La tendencia, a partir del ’91, es que a nivel nacional va quedando una sola sigla, el PJ, con sus diferentes ropajes de época. Mientras que en casi todas las provincias tenemos sistemas bipartidarios o multipartidarios. Y esto es un problema: un modelo que tiende al unipartidismo es inestable. Si una sola sigla tiene la capacidad de articular el funcionamiento de diferentes espacios provinciales, es inestable en la medida en que es muy difícil encontrar reglas de gobierno que no sean autoritarias. La alternancia y la existencia de competencia política producen incentivos que hacen más posible –aunque no segura– la generación de mecanismos estables de funcionamiento de la política. Paradójicamente, al partido gobernante le convendría una oposición con posibilidad de ganar elecciones. Esperemos que el PJ encuentre una manera de organizar sus diferencias internas que no sea desastrosa para el resto del país. Por otra parte, los sistemas unipartidarios no generan los incentivos suficientes para que la elite dominante supere los equilibrios favorables del corto plazo. El actual gobierno todavía no encuentra el modo de aceptar y resolver los dilemas que genera una sociedad demandante, y los inevitables conflictos de intereses. En el plano más superficial esto se manifiesta en la incapacidad para negociar políticamente la inflación, para afrontar los importantes costos sociales que exigen inversiones infraestructurales de largo plazo. O para encarar una reforma fiscal que grave a los sectores de altos ingresos justamente. O, entre otros problemas, atacar la crisis de la educación pública. Es el dilema que enfrenta el nuevo gobierno: más allá de los nombres de nuevos ministros, o de las medidas focalizadas que se puedan tomar, estamos en una etapa diferente que ofrece una oportunidad importante a la sociedad argentina, pero afrontar los dilemas que genera esta oportunidad es políticamente costoso. Tampoco esto es planteado por ninguna de las oposiciones. Una oposición piensa que el país se puede manejar como una empresa y no es así. Y las oposiciones progresistas también le esquivan el bulto a adoptar posiciones sobre los dilemas que afronta el Gobierno.
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