SOCIEDAD › MITOLOGíAS
A partir de hoy, con notas, columnas de invitados y comentarios de lectores, Página/12 dedicará esta página semanal a analizar los discursos que circulan socialmente. ¿Cómo se podría definir aquí la palabra “mito”? En el texto a cuyo título se le hace honor, Mitologías, Roland Barthes sintetizaba que “un mito es un habla”, es decir: un mensaje, un texto que con palabras o sin ellas tenga el propósito de comunicar un mensaje. Somos receptores, casi sin parar, de esos mensajes míticos que dan por sobreentendidas cosas que es bueno revisar.
Por Sandra Russo
Se trata más que nada de un punto de vista, de una perspectiva. De un lugar, supongamos que un poco más alto, un poco más despejado, desde el cual se pueden observar y escuchar muchas voces que nos susurran cosas al oído, muchas veces sin decirlas, apenas insinuándolas, o apenas colocando una palabra cerca de otra. En el ensayo sobre el mito moderno que cierra Mitologías, Barthes indicaba, hace ya medio siglo, que el advenimiento masivo de los mensajes massmediáticos haría muy pronto necesario el desarrollo exhaustivo de la semiología, como ciencia cuyo objeto de estudio es el habla, el texto, la lengua ya sometida a todas las operaciones de significado intencional que diariamente se llevan a cabo a partir de titulares de diarios, informativos y ficciones televisivas, publicidades, fotografías, películas, libros, reseñas de libros, revistas y todos los soportes existentes para dirigir mensajes.
Surgida en el seno de las ciencias sociales, especialmente las ligadas a la comunicación y la lingüística, es desde la semiología que surge la posibilidad de analizar esos discursos, que son mitos a partir del momento en que no constituyen hablas nuevas, sino repeticiones y yuxtaposiciones intencionales de sentido. Barthes da el ejemplo del ramo de rosas: las rosas rojas, por ejemplo, no son ya para nadie solamente rosas que no son blancas o flores que no son jazmines. Las rosas rojas, por la involuntaria acción de la palabra rojo sobre la palabra rosa, contienen un significado pasional. Son “rosas pasionalizadas”, dice Barthes, por una simple operación del lenguaje, que se autonomiza y chorrea sus significados más allá de las rosas rojas particulares de las que eventualmente se podría ocupar. La lengua contiene mandatos y definiciones propias, ya adheridas al sentido común a fuerza de miles de repeticiones anteriores, de las que somos herederos involuntarios.
El mito, aquí, también es el lugar común. Esa zona muerta del lenguaje. Esa forma ya dada, frecuentada, disponible del lenguaje al que se apela para acortar caminos hacia un significado. Las pancartas que en el conflicto con los sectores agropecuarios rezaban “Yo vengo gratis”, por ejemplo, constituyen un habla mítica. Parte de un lugar común reconocible por los destinatarios del habla (algo así como: los que apoyan las medidas del Gobierno son obligados o sobornados para hacerlo). Sienta las bases de una pertenencia: quien se solidarizara con la protesta del campo compartiría esa primera visión y versión del conflicto según la cual se desprende que no hay varias opiniones en la sociedad, sino una sola, la de ellos, mientras los demás están comprados. Esa visión y versión del mundo paradigmática que se comparte incluye a los otros débiles eventuales (los pobres, los piqueteros) como peligrosos per se, vagos per se, ignorantes per se. Según ese punto de vista, en este país sigue siendo pobre quien no quiere trabajar, y el peronismo se reduce a un clientelismo choripanesco que, si bien existe como un hecho y concepto histórico, está lejos de ser un cliché aplicable a cualquier circunstancia de intereses. Esa pancarta reunía tres palabras. Un “Yo” de afirmación y esencialmente de diferenciación; un “vengo” sostenido por el “yo” anterior, un “vengo” consciente y movilizado; y un “gratis” en el que recae toda la carga de sentido y que genera el signo del mensaje: yo no soy como los otros; yo vengo solo, no me traen; yo vengo desinteresadamente, los otros están en la plaza por interés político; no estoy corrompido por el dinero, ni yo ni lo que defiendo; los otros sí.
Son curiosas las volteretas que dan los mensajes en al aire. “Yo vengo gratis”, esa pancarta recordable e ingeniosa de los ruralistas de paro, podría serpentear por las décadas recientes, y allí encontraríamos que muchísimos “Yo vengo gratis” podrían haber sido pronunciados con pertinencia por innumerables actores sociales que durante años y años llevaron adelante actividades muy nobles. La militancia política es el primer ejemplo que se me ocurre. La militancia es gratis. Una ofrenda a una idea. O el voluntariado. Esas decenas de miles de personas que desde los ’90, especialmente, han cedido sus horas para otros. Pero ni a los militantes políticos ni a los voluntarios de ninguna especie se les ocurriría esa pancarta, “Yo vengo gratis”, porque ninguna de esas dos actividades se basa en la jerarquización del sujeto por la diferenciación de los otros. No es un mensaje literal el del habla mítica. Es siempre un tiro por elevación. Un decir que calla. Un silencio que habla. Un tráfico de ideología.
Por Marcelo Figueras *
“Estamos sumidos en un abismo tan hondo”, escribió alguna vez George Orwell, “que el primer deber de los hombres civilizados es el de restablecer lo obvio”. Lo obvio me mordió la nariz hace días en Madrid, durante un almuerzo de homenaje a Ricardo Piglia. Hablando de la Argentina (cuándo no) y de esos tiempos que aunque pasados nunca llegan a ser del todo otros, el maestro mendocino Luis Scafati, cuyo nom de plume es Fati a secas, recordó una anécdota de los Juicios a las Juntas. Hablaba de un hombre que negaba haber traicionado a sus compañeros de militancia: Yo no los delaté, dijo Fati que decía este hombre, tan sólo les dije a los milicos dónde vivían. Acto seguido, cosa de que no pudiese hacerme el gil y dejar pasar el tren, Fati zurció la anécdota con la frase justa. El lenguaje es ética, me dijo. Horas después, durante la mesa redonda que compartimos, Fati juraría en público no ser un hombre de palabras. Pero las palabras que había pronunciado a los postres –las repito, porque Orwell pretende que forma parte de mi deber: el lenguaje es ética– me sonaron a diagnóstico de estos tiempos abismados.
Horas antes de subirme al avión había visto por TV a la madre del chico que trompeó a su maestra. La estructura de la frase que cifraba su defensa había quedado repicando en mi cabeza: Mi hijo no hizo nada malo, decía la mujer, lo único que hizo fue agarrarla a patadas. Una frase compuesta por dos partes inequívocas (mi hijo no hizo nada, mi hijo la agarró a patadas), conectadas por el tejido de la expresión lo único, sinónimo aquí de tan sólo, de apenas, una modalidad conjuntiva que minimiza la acción descripta a continuación. “Agarrarla a patadas” equivaldría así a “nada”, o “nada malo”, es decir, literalmente: a lo bueno.
No pretendo cargarle a la mujer más cruces de las que ya lleva, ni acusarla de haber faltado a la ética de manera consciente. Creo, más bien, que el hilo más delgado de la trama social transparenta en público prácticas que entiende santificadas. O para ponerlo en criollo: que la señora repitió argumentos que oyó en bocas calificadas, a través de medios prestigiosos, coronados por el aplauso de la opinión pública. Si esta mujer vive oyendo a tanta gente “respetable” articular parecidas defensas y salir bien parada, ¿qué le impedía agarrar la batuta y probar suerte con la orquesta?
Si el lenguaje es ética, la negación de la ética debería quedar escrita en el lenguaje, por el lenguaje. ¿Qué ocurriría si tratásemos de transmitir experiencias de los últimos años mediante la estructura de la frase mentada? Por ejemplo: no decimos que los militares estén haciendo bien, “lo único” que decimos es que algo habrán hecho (los desaparecidos). O también: no decimos que sea correcto realizar este Mundial, “lo único” que decimos es que es lícito celebrar el deporte. (¿A nadie se le ocurrió que la negativa de tantos argentinos a boicotear las Olimpíadas chinas puede ser una velada defensa del Mundial ’78?) O también: está claro que el uno a uno destruirá nuestra industria, “lo único” que decimos es que viajar a Miami es tan lindo... O también: no decimos que los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA no sean una cosa grave, “lo único” que decimos es que en esencia es un problema de los judíos.
La esquizofrenia que trasuntan estas frases, con sus segundas partes negando el sentido de las primeras, es grave. El uso tan falaz como consentido de estas estructuras no hace otra cosa que subrayar lo inapelable –lo orwellianamente obvio– del comentario de Fati: el lenguaje es ética, por consiguiente la falta de ética hace inevitable violar el lenguaje. Despojarlo de sentido, convertirlo en cháchara, en hojarasca que ya no interpela –en lengua muerta.
Para sanar el lenguaje habría que empezar por remover la partícula “lo único” de esta clase de razonamientos, y reemplazarla por aquella que constituye su verdadero, oculto sentido: “lo terrible”. Por ejemplo: no importa que digamos que nadie quiere un Estado fascista, “lo terrible” es que en efecto pidamos más policías en cada calle y represión para los pobres. O también: no importa que digamos que no es nuestra intención desestabilizar, “lo terrible” es que tratemos en los hechos de desabastecer al país entero, empezando por aquellas capas sociales que no tienen el freezer lleno de lomo, ojo de bife y colita de cuadril.
El lenguaje de los argentinos también fue secuestrado, torturado y desaparecido. (Los viejos slogans también se aplicarían al lenguaje. Aparición con vida. Con vida lo llevaron, con vida lo queremos.) En este incipiente siglo XXI, como en los años ’70, la clase media que se pretende ilustrada desempeñó un papel clave en el crimen, en carácter de cómplice, por acción u omisión. Hasta que no rescatemos nuestro lenguaje de la boca de los políticos que dicen para ocultar, de los noteros que banalizan todo lo que pronuncian y de la “gente” que sólo habla para expresar odio, racismo y machismo, nada cambiará verdaderamente. Necesitamos reconquistar nuestro lenguaje, devolverle su sentido ético originario. Reaprender lo obvio: a es a, b es b. Sí sí, no no. Para poder pronunciar las palabras prohibidas: vos, los otros, nosotros. (La civilización de la que habla Orwell, que no es Sarmiento, es una que incluye en vez de excluir.) Y recuperar las postergadas, empezando por el perdón que tantos callan desde hace tiempo y cuyo silencio sigue siendo cifra de nuestro pecado original.
* Escritor. Su último libro es El año que viví en peligro.
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