SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Sergio Widder *
El jueves 1º de mayo de 2008 coincidió con la conmemoración, en el calendario hebreo, de Iom Hashoá, el día de recordación del Holocausto.
Esa fecha se estableció particularmente tomando como referencia el heroico levantamiento del ghetto de Varsovia, que comenzó el 19 de abril de 1943 y que se prolongó por veintiocho días. Los nazis pretendían ofrecer un tributo de cumpleaños al Führer (el 20 de abril) y la liquidación del ghetto, que en sus cálculos se completaría de inmediato, era la forma que habían encontrado de rendir homenaje al líder nacionalsocialista.
La acción criminal fue comandada por Jurgen Stroop, un alto oficial de las SS a cuyo liderazgo los nazis confiaron la tarea de doblegar a un puñado de combatientes que ya habían sorprendido a los alemanes cuando éstos intentaron reanudar deportaciones masivas a Treblinka, a comienzos de ese año, en el marco de la llamada Solución Final (eufemismo utilizado por los nazis para referirse al exterminio masivo y sistemático de los judíos de Europa), resuelta y protocolizada en enero de 1942 en la Conferencia de Wansee.
Tuve la oportunidad de estar la semana pasada en Varsovia y luego en Auschwitz, en ocasión de conmemorarse un nuevo Iom Hashoá. ¿Qué se siente al recorrer esos lugares? No puedo hablar de sensaciones generalizadas, sólo de mi propia experiencia.
En Varsovia, un vacío enorme, inconmensurable, equivalente quizás al vacío en que se convirtió una ciudad que fue literalmente arrasada por completo en la Segunda Guerra Mundial. Creo que para cualquier persona que visite Varsovia, un punto de referencia es el número 18 de la calle Mila, donde funcionó el búnker de la comandancia de la rebelión del ghetto liderada por Mordechai Anielewicz. En ese preciso lugar no queda siquiera una piedra, un escombro de la casa que alguna vez se erigió allí. Hay un pequeño jardín con un monolito en memoria de los combatientes del ghetto. Lo único que queda de la vida judía en esa ciudad donde, en vísperas de la invasión hitleriana, un tercio de la población era judía, es sólo una sinagoga (que los nazis utilizaron como establo) y un enorme cementerio, cuyas 250.000 tumbas ilustran acerca de la dimensión de lo que fue una comunidad vibrante.
El campo de exterminio de Birkenau (Auschwitz II) fue el sitio donde se congregaron más de 10.000 personas de todo el mundo que marcharon silenciosamente hacia allí desde Auschwitz I, en cuyo portón de entrada se lee el infame Arbeit Macht Frei (El trabajo libera) para participar del acto en recordación de los seis millones de judíos masacrados por los nazis.
Auschwitz - Birkenau representan el paradigma del mal, del infierno nazi, del exterminio genocida. Fue allí donde millones de personas murieron, víctimas de las cámaras de gas, de la brutalidad nazi, de las condiciones infrahumanas de vida. Fue allí donde Josef Mengele y sus camaradas recibían diariamente los vagones con su carga de seres humanos que al llegar serían sometidos a la “selección” (otro eufemismo nazi, el proceso por el cual se decidía quiénes eran aptos para trabajar y quienes serían directamente asesinados en las cámaras de gas y luego convertidos en cenizas en los hornos crematorios).
Allí, precisamente en ese lugar que simboliza el mal absoluto, el jueves 1º de mayo de 2008 el rabino Israel Meir Lau, quien fuera Gran Rabino del Estado de Israel, subió al estrado portando un Sefer Torá, los rollos de la Torá, el Antiguo Testamento. Y entonces sentí dentro de mí una conmoción como no había sentido hasta ese preciso momento.
No soy una persona religiosa. No concurro a la sinagoga regularmente, ni observo las reglas alimentarias que prescribe el judaísmo. Pero en ese momento, cuando el Libro del Pueblo del Libro se elevó ante todos nosotros en una tarde fría, gris y lluviosa de la primavera polaca en Birkenau, tuve la sensación de que estábamos rindiendo el mejor homenaje que podíamos rendir a las víctimas de la barbarie nazi.
Fue una manera de decir presente, o mejor dicho, como dicen las estrofas del Himno de los Partisanos: ¡mir zainen do! (aquí estamos).
* Representante para América latina del Centro Simon Wiesenthal.
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