SOCIEDAD › LA VIDA EN LA CAVA, ENTRE EL ESTIGMA SOCIAL Y LA MISERIA
El ciclo se cumplió de nuevo. Después de la muerte del ingeniero Barrenechea, las acusaciones volvieron a apuntar a la villa de San Isidro. Sus habitantes se quejan de los prejuicios y dicen que la inseguridad la padecen ellos. Aquí, una recorrida en el barrio y los testimonios de sus vecinos.
› Por Carlos Rodríguez
–Son malvivientes –sentencia Inodoro Pereyra en alusión a los indígenas.
–Delincuentes –corrige Don Sosa, un estanciero con aires blumgberianos que siempre anda pidiendo cárcel para el cacique Lloriqueo.
–No, malvivientes. Viven mal –replica Inodoro.
La historieta del maestro Carlos Fontanarrosa podría aplicarse hoy a la realidad de las 15 mil personas que viven en La Cava, estigmatizadas como presuntas responsables del último rebrote de “inseguridad”, a partir del asesinato, en la zona residencial de San Isidro, del ingeniero Ricardo Barrenechea. Primero el intendente local, Gustavo Posse, y luego el propio gobernador bonaerense, Daniel Scioli, señalaron a La Cava, y a las villas en general, como el foco generador del conflicto. “Es muy grave que un gobernador diga lo que dijo Scioli. Acá, todos saben que el 99 por ciento de la gente es honesta y trabajadora. Delito hay en todas partes y además, está probado que nadie de La Cava tuvo que ver en el caso del ingeniero.”
Tolentino Domínguez, de la Comisión de Tierra y Vivienda de La Cava, junto con su hijo Maximiliano, y con Hugo “Cholo” Abreu, un viejo vecino del barrio, acompañan a PáginaI12 en una recorrida donde tratan de demostrar que no son “todos delincuentes”, como insinúan algunos medios de prensa, y que por el contrario “viven mal” como consecuencia de interminables planes de vivienda que, desde el año 1974, vienen realizándose en cuentagotas. “Hoy La Cava se parece a Irak”, define Cholo mientras muestra los escombros de las viejas casas de la villa, derribadas por doquier luego de la inauguración –siempre parcial– del último plan de viviendas (ver nota aparte).
Un repartidor de soda cruza una parte del barrio y saluda a Cholo, que comenta: “A este chico lo robaban mucho. Yo le aconsejé que contratara como acompañante a un pibe del barrio. Me hizo caso y ahora no lo roban más”. Anécdotas de un barrio que, desde el 2003, tiene un cerco formado por uniformes. Primero la Prefectura, luego la Gendarmería, ejercen un control permanente de “prevención del delito”, que muchas veces incomoda a los habitantes honestos de La Cava. “A mis hijos, los gendarmes los vuelven locos. Los revisan a toda hora y eso que saben que con ellos no pasa nada. Todos saben dónde está la droga, dónde están los que roban, pero la Gendarmería y antes la Prefectura nos tratan a todos como si fuéramos ladrones. Ellos no están acá para cuidarnos, están acá para cuidar a los de afuera del ‘peligro’ que nosotros representamos. Eso no es justo. Mi familia nunca le robó nada a nadie”, se queja Alicia cuando se cruza con PáginaI12 en uno de los pasillos de La Cava.
Pablo Miño, de 23 años, nació y vive en el barrio, donde sus padres se afincaron desde hace más de cuatro décadas. “Es injusto que nos acusen de ser los responsables de la inseguridad. Los que no estamos seguros somos nosotros: no podemos tener viviendas dignas, cuando vamos a buscar trabajo nos discriminan porque somos de La Cava. Sólo se habla de las cosas malas que nosotros, supuestamente, hacemos, pero hay cosas buenas que nadie quiere ver.” Pablo trabaja para la Fundación Desarrollo a Través del Deporte y es el responsable del equipo femenino de handball Unión y Amistad de San Isidro (UASI), que hace una semana estuvo en Puerto Madero jugando un partido con chicas del Colegio Nacional de Buenos Aires.
Estudiante de psicología social en un instituto de Villa Urquiza que depende de la Escuela de Pichon Rivière, Pablo Miño dice que los que concurren al espacio deportivo –cerca de 300 pibes de entre 8 y 18 años–- “merecen que les den una oportunidad y están peleando para ello. No es justo que nos estigmaticen. Nosotros sabemos que hay problema con las drogas y con el delito, pero eso ocurre en todos lados, no sólo en La Cava. Lo que pasa es que no-sotros estamos mucho más indefensos. Con los pibes estamos haciendo un trabajo de acercamiento, de comprensión con los chicos de otros barrios, sin importar la condición social, para tratar de cruzar algunas barreras que parecen inaccesibles.”
Pablo dice que otros jóvenes de su misma edad que terminaron el secundario “están pensando en seguir carreras como psicología social o educación física. Están tratando de romper el paradigma de ser habitantes de La Cava. La discriminación que sufrimos es muy fuerte”. Como parte del plan de “acercamiento” con otros barrios y realidades sociales, el 12 y el 13 de diciembre se hará un encuentro de “actitud deportiva”. Participarán equipos de fútbol y hockey de clubes como River Plate o el San Isidro Club (SIC), y también de algunas provincias, entre ellas Jujuy.
El arquitecto Ezequiel Zapiola, que en 2005 había presentado un proyecto de viviendas para La Cava, asegura que en lugar de “estigmatizar a esta gente, habría que hacer algo por su seguridad”. Zapiola, que también hizo la recorrida, comentó el deplorable estado de la inmensa mayoría de las viviendas del barrio, las viejas y las nuevas. María Flores tiene cinco chicos. Hace una semana se mudó a una vivienda “provisoria”, hasta que le entreguen la definitiva. Las “provisorias” están construidas con ladrillones de concreto y techos de chapa, recubiertos por dentro con un nylon que –dicen los vecinos– “es tan inflamable como el techo de Cromañón”. A una semana de la inauguración, la casa tiene humedad en el piso y en las paredes. En el baño, el grifo de la ducha está instalado sobre la pared a dos metros de altura. María tiene que pararse en un banquito para abrir el paso del agua.
Susana Díaz vive en una casa “definitiva”, con sólo dos habitaciones cuando, al menos, precisa tres. La familia está compuesta por 14 personas. “Durante la noche todos soñamos lo mismo porque dormimos amontonados –ironiza Susana–. ¡A ver si le dicen al intendente (por Gustavo Posse) que se ponga las pilas y que ponga más empeño en solucionar los problemas del barrio! ¡Que venga a dar la cara en vez de acusarnos para la inseguridad!” Una mujer a la que todos conocen como La Chaca pasa a los gritos por otro de los pasillos al advertir la presencia de este diario.
Gisella Silva es una madre joven cuyo hijo Yair Ezequiel, de 2 años y cinco meses, estuvo internado con neumonía y bronquiolitis. “La intendencia (que es la que se encarga de entregar las nuevas viviendas) nos había prometido que íbamos a ser los primeros en mudarnos, por la enfermedad del nene. Mi papá hace 50 años que vive en La Cava. Hay vecinos con tres o cuatro años (de residencia) que ya se mudaron y nosotros seguimos esperando.” Los que están en las viviendas nuevas se quejan por la falta de espacio respecto de las viejas casas, las típicas de la villa. Los que están en las “provisorias” están que trinan porque todo es “demasiado provisorio” y los que siguen en las casas antiguas penan porque muchas de ellas, luego de soportar la entrada de camiones, topadoras y operarios, han sufrido golpes en su estructura y corren serio peligro de derrumbe.
Pablo Báez vive con su mujer y sus dos hijos, de 10 años y de 18 neses, en una casa sobre la que se está cayendo de a poco un árbol enorme, que fue removido en sus raíces por las topadoras. “Se la pasan hablando de la inseguridad, pero los que no estamos seguros somos nosotros.” Báez sostiene que están “en riesgo habitacional porque esto se nos puede caer encima de la cabeza y nosotros tenemos dos pibes. Además, ni siquiera les importa que nuestra familia tenga un antecedente trágico: a una hermana mía, de 13 años, se le cayó un árbol encima y la mató. En la Municipalidad me dijeron que iban a arreglar todo, pero todo sigue igual”.
El Cholo Abreu muestra las montañas de escombros producidas por las viejas casas que fueron tiradas abajo una vez que sus dueños fueron llevados a las nuevas. “En vez de despejar todo un sector de casas, para luego limpiar la zona y poder construir allí las nuevas viviendas, han hecho traslados y derrumbes aislados. ¿Cómo van a hacer para cumplir con el plan previsto, si cada casa derrumbada está rodeada por cuatro o cinco que siguen habitadas? ¿Quién fue el genio que ideó un plan que no puede seguir adelante de ninguna manera?”
Los únicos que no se quejan, en La Cava, son los que viven sobre unas tres cuadras, de riguroso asfalto, en la calle Río Bamba. Los vecinos lo llaman “el barrio privado de La Cava”. Allí viven familias que siempre estuvieron en la villa, pero el aspecto de las casas, todas de material, con tejados, altillos y lujos inéditos en la zona, hacen pensar en un “trasplante” que llegó de algún rincón residencial de Belgrano. También sorprenden los autos, todos cero kilómetro, que pueblan esas tres cuadras. “¡Esto es La Cava, eh!”, advierte con un tono de sorna El Cholo. Nadie acierta a saber cuál es la profesión de esos vecinos. La única certeza es que tienen buena relación con la intendencia, que en tiempo record les hizo asfaltar las tres cuadras, mientras el resto de los vecinos espera, desde hace años, que por lo menos se abran las calles en la villa, aunque sigan siendo de tierra.
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