Sáb 23.05.2009

SOCIEDAD  › COMO NACIO, SE ORGANIZO Y SOBREVIVE UN ASENTAMIENTO DE LA MATANZA

Historias de Tierra y Libertad

Ese es el nombre del barrio fundado por un grupo de familias sobre un terreno abandonado pero codiciado por punteros, en Ciudad Evita, en marzo de 2008. Desde entonces trazaron calles, instalaron la luz y el agua y resistieron a las patotas.

“Fue durísimo.” A Paco, los recuerdos se le escapan por los ojos y quedan esparcidos en cada espacio del barrio donde vive junto a su compañera y sus hijos, mientras lo recorre con la vista. Las calles de barro, el tendido precario de luz y las casillas, levantadas con retazos de materiales que para muchos son desechos, le arrancan sonrisas de orgullo. Nada de todo aquello existía allí hace poco más de un año, más que en la esperanza de cerca de 70 familias desperdigadas en casas de familiares, en pequeñas habitaciones alquiladas o en la calle. Se organizaron, le dieron un empujón más a esas esperanzas y el 29 de marzo de 2008 parieron el barrio Tierra y Libertad, en un terreno vacío de unas quince hectáreas en Ciudad Evita, a 500 metros de la Rotonda Querandí, en el partido de La Matanza.

Una carbonería y el campo de deportes de la comunidad boliviana separan al predio –que ahora alberga a más del doble de familias– de la Ruta 21. Tendidos de alambre de púa lo mantienen separado de la reserva forestal de La Matanza y de otro barrio, que se llama “Un techo para todos”, también fruto de la lucha de sus habitantes. “Sólo las personas de clase media pueden acceder a las políticas de vivienda estatales. El resto, los pobres y sin trabajo, quedamos incluidos en la pobreza y excluidos de todo derecho”, dice Paco que, junto a su compañera Gabriela, intenta sacar adelante a su familia.

La estrategia comenzó a dibujarse unos meses antes de que los vecinos desembarcaran en el predio. A la investigación sobre la propiedad de las tierras le siguieron los consejos de vecinos de los conglomerados aledaños. Luego, la toma de coraje y el movimiento final: durante la tarde del 29 de marzo de 2008 cruzaron el alambrado hacia el espacio inhabitado. “Teníamos lo básico: un nylon grande y un par de maderas para hacer una carpa grande, algunas frazadas, la olla grandota y mate cocido para los pibes”, enumera Adelina Aquino. Antes de apostar a todo o nada en el barrio, vivía con su familia en una habitación cuyo alquiler se comía gran parte del presupuesto familiar, equivalente al sueldo de su marido. Esa tarde fueron 70 familias, cantidad que creció con el correr de las semanas. Poco más de un año después, el barrio está integrado por 150 grupos familiares que viven de la construcción, de changas o cuyos integrantes adultos están desocupados.

Para muchos de ellos, no era la primera vez en la experiencia de tomas. “Lo que no te mata, te hace más fuerte”, sostiene Paco. Entonces, arrancaron de nuevo en otro espacio. Y no los mataron, pero casi. A las horas de haberse instalado en el campo vacío, una patota llegó “con aprietes y amenazas”. Los tiros se escucharon no bien se hizo de noche”, explicó Jennifer Cabrera, que habita una casilla en Tierra y Libertad junto a su esposo y los hijos de ambos. Todos sabían de ese riesgo, “ampliamente debatido en las asambleas previas a la toma, aunque el consenso en torno a ‘tomar igual’ nunca se rompió”, añadió Gabriela. Fueron cinco las noches de balacera, esparcidas a lo largo del primer mes. Uno de los vecinos recibió un perdigonazo en el hombro, una mujer fue amenazada de muerte, con una 9 milímetros apoyada en la sien. Y, sin embargo, resistieron. ¿Denuncias a la policía? Varias. Pero los mismos efectivos que las recibían “se juntaban a comer asados en la parrilla del que comandaba” al grupo agresor. “¿Cómo iban a hacer algo?”, se preguntó.

Tras esos cinco intentos de desalojo clandestino, las cosas parecieron acomodarse definitivamente. Los vecinos tenían en claro que no podían sacarlos y comenzaron a levantar el barrio. El changüí les duró seis meses, hasta que recibieron una notificación de desalojo por parte de la Justicia. “La denuncia la había radicado la Municipalidad de La Matanza, pero ellos no tienen ninguna injerencia sobre el terreno”, explicó Paco. Tras una serie de movilizaciones y reclamos frente al municipio para que retire la denuncia, funcionarios de la Comisión Nacional de Tierras intervinieron en el conflicto y lograron dejar sin efecto la medida.

La división de los lotes, de 10 por 20 y 10 por 30 metros, y la diagramación de las calles fueron los primeros trabajos que le dieron al campo forma de barrio, “el objetivo principal”, coincidieron varios mientras caminaban el lugar con Página/12. “En menos de 60 días tuvimos luz y agua. Todo gracias a la organización autogestionada de las familias”, remarcó el compañero de Gabriela. Los servicios los consiguieron “de prestado” de los barrios linderos. Edenor legalizó “a medias” la conexión e instaló un medidor comunitario. Pocas semanas pasaron para que aparecieran las primeras construcciones y los primeros comercios. Hoy, los vecinos cuentan con almacenes, talleres mecánicos y verdulerías.

Las asambleas continuaron durante la primera mitad de año de crecimiento. Fueron el marco de las comisiones que los vecinos conformaron para organizar el trabajo. Surgieron cuatro, cuyo funcionamiento dio buenos resultados. La comisión autogestiva, a cargo de pautar, y llevar a cabo diferentes proyectos para generar recursos para los elementos que necesitaba el barrio –concursos, peñas, etc–; de autodefensa, de relaciones, y de servicios y obras. Ningún medio de transporte ingresa al terreno, que se comunica con la Ruta 21 por una calle que nació con el barrio. Tampoco los camiones de basura. No obstante no hay basura acumulada en ningún rincón. Es que Martín y José, dos adolescentes que viven del cartoneo, recorren las calles de Tierra y Libertad y levantan la basura de los vecinos antes de dejar el barrio para recorrer con su carro las calles de Laferrere.

Sin embargo, la paz que ofrece la discusión sana entre todos los integrantes de un mismo proyecto no duró demasiado. “La fuerza se fue perdiendo a medida que nos íbamos afirmando en el lugar, ¿suena ilógico no?”, pregunta Celia. Al tiempo comenzó a asomar entre los habitantes un grupo de punteros políticos que “acabaron por romper con la organización barrial. No logramos recuperar el espacio de las asambleas, después de tantas peleas, tantos dimes y diretes en los que nos envolvieron”, gruñó. Los punteros son los que por estos días integran la comisión directiva que reemplaza las asambleas. Apoyada por muchos de los vecinos del barrio, devela la grieta que dividió al barrio.

Así las cosas, quienes añoran los primeros meses de proyecto no ven cerca la concreción de lo que aún falta “para que el barrio sea como cualquier otro”. “Se necesita que alguien nos mire desde afuera, que alguien nos aporte una cuota de igualdad”, justifica Paco. El asfalto es el primer detalle que salta a la vista. El centro de salud y un espacio cultural también surgen de las ganas de los vecinos.

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