Mié 24.06.2009

SOCIEDAD  › CRóNICA DE LA CELEBRACIóN DEL INTI RAYMI EN UNA COMUNIDAD ABORIGEN DE JUJUY

Fiesta del sol en la noche más larga

En Huacalera, como en otros pueblos de la Puna, se celebra el solsticio de invierno, un ritual ancestral de los pueblos que integraron el imperio inca en el que hacen ofrendas a la Madre Tierra.

Abiertas, de palma al Tata Inti –voz quechua que nombra al dios sol–, cerca de 40 pares de manos esperan que sus primeros rayos carguen de energía sus almas. Son menos de la mitad los cuerpos dueños de esos pares de manos los que pertenecen a la comunidad aborigen Tincus Kachas, que en los tiempos previos a la invasión realista perteneció al imperio incaico. La aparición de los primeros rayos por la cumbre del cerro La Huerta, en Huacalera, Jujuy, será el momento más importante del Inti Raymi, una celebración que sucede en la noche más larga del año y en la que, a través de ofrendas, los pueblos del imperio Inca solicitaban a su dios máximo que volviera a regar con su luz a la Pachamama.

“El Tata Inti es invalorable en respeto”, destaca Víctor Romero. Vive en San Salvador de Jujuy y viajó 100 kilómetros al norte, hasta Huacalera, para reunirse con hermanos de la comunidad, los Tincus Kachas, al pie del monolito ubicado en las afueras de la pequeña ciudad. El monumento está ubicado en el punto exacto donde el Trópico de Capricornio raya el suelo provincial. Allí, desde el día anterior al inicio del invierno comienzan los preparativos del Inti Raymi, “la fiesta del sol”. Los incas celebraban ante el Tata Inti cada 21 de junio –el día más corto del año– no sólo para recibir el año nuevo agrícola, sino para pedirle que regrese y acerque nuevamente su energía.

La voz quechua Tincu –encuentro de lucha– nombra a un conjunto de tribus que vivían en la región que circunda Potosí, en Bolivia. “Recibían cada año con un enfrentamiento entre tribus en la que, sí o sí, una persona debía morir. Peleaban por las mujeres, por las tierras, por los cultivos. Esa vida que se iba era cedida en honor al Inti”, apunta Franco Suruguay, referente de una de esas comunidades, los Tincus Kachas. Vestido como sus antepasados, Franco se define como “bailarín luchador”. Amarillos, naranjas, fucsias y verdes flúo se combinan en los aguayos, los tejidos con que confeccionan su casaca y pantalón; en las plumas de su casco, en las cintas que cuelgan de su cintura. No son los colores propios de las comunidades, sino fruto de la cultura española que se filtró entre las costumbres aborígenes de América. Como parte de la ceremonia, y a modo de ofrenda, Franco bailará junto a hermanas de su comunidad al pie del monolito para “representar la lucha de los Tincus”, indicará más tarde. “La mata de la llama (como denominan al sacrificio del animal) representa la vida humana que antaño se daba en ofrenda luego de las luchas”.

Frente al monumento que marca el paso capricorniano comienzan a reunirse los Tincus Kachas desde el atardecer previo al solsticio de invierno. Algunos arman sus carpas para proteger a los niños del frío que, más crudo que en muchos otros sitios del norte argentino, entumece cada parte del cuerpo. Los adultos, mujeres y hombres, transitarán la noche en vigilia, al son de cantos y lamentos, de coplas y danzas. Cerca del anochecer, los integrantes más ancianos del grupo abrirán la boca de la Pachamama que el año anterior albergó lo cedido a la Madre Tierra en la misma fiesta y que seguirá llenándose de ofrecimientos.

Las hojas de coca, las comidas típicas, la chicha y la cerveza que depositan en la “apacheta” –el pozo en la tierra– durante la noche y pasados los primeros rayos de sol son “ofrendas de agradecimiento infinito. Le damos a la Pachamama todo lo que ella nos da. Damos para poder recibir”, explicó el “bailarín-luchador”.

Aunque ninguno ofrecerá el espectáculo que sucede en Cusco, en Perú, que fue la capital incaica, son varios los puntos geográficos de Argentina en los que se lleva a cabo con un objetivo claro: mantener viva la cultura. “Es necesario valorar lo que eran, lo que hacían, en lo que creían nuestros antepasados. Es necesario mantenerlo vivo”, apuntó Héctor Romero, referente de la tribu, al cabo de la ceremonia. Con un argumento similar, explicó Franco que la presencia de turistas ajenos a las costumbres del pueblo originario no molesta: “Son bienvenidos, todos somos hermanos. Además nos gusta mostrar nuestra cultura. Es mejor que conozcan de nuestro país, lo nuestro, que es de todos, antes de lo de afuera”.

A un costado de la boca de la Madre Tierra, sobre un aguayo reposan las dádivas que atesorará durante otro año. Mientras, en una olla, brasas encendidas arrancan los aromas de distintas hierbas. Todavía no son las 9 cuando las montañas subandinas jujeñas del extremo oeste ya reciben la luz del Tata Inti, que aún tarda en asomarse por el punto más alto del cerro La Huerta, al este del valle sobre el que aún duerme Huacalera. Al otro costado de la apacheta, Víctor Romero abraza a una llama que, adornada con guirnaldas multicolor, aguarda su destino de ofrenda.

El instante en que el primer rayo de sol asoma por el cerro sagrado será el momento justo en que un voluntario del círculo de participantes se ofrecerá a faenar al animal. Su corazón, aún latiendo, se alzará en las manos del yatiri –sacerdote o líder de la ceremonia– hacia el Tata Inti. Luego lo dará a la Pachamama. Una costumbre particular de los Tincus Kachas es bautizar a un niño en la celebración del Inti Raymi, como una manera más de “ofrendar a los dioses de nuestros antepasados”, apuntó Héctor. Tuvo cuatro hijos con Ester, y juntos decidieron entregar al más pequeño, Pacha Pacarí, al “chuscherruto”, voz quechua que significa corte de cabello.

Luego de presenciar la ceremonia en brazos de sus padres, ambos, junto al yatiri, le cortarán una a una las trenzas que el niño lleva en su cabello –cuanto más largas y mayor cantidad, más importante será la ofrenda–. Luego las obsequiarán, junto con granos de maíz, espuma de cerveza y otras hierbas a la Madre Tierra. Así, Héctor, Víctor, Franco y aquellos que adoran infinitamente a la madre tierra y al dios sol, le entregan todo. Incluso sus lágrimas de emoción. Todo, hasta el siguiente solsticio de invierno.

Informe: Ailín Bullentini.

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