SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Claudia Fernández *
“¡Ayudame, Dios! ¡Mirá el país donde vivimos!”, gritaba el gordo pelado a las cuarenta personas que lo rodeaban en la esquina de Callao y Viamonte.
El pelado, mezcla de Juan Carlos Batman y de justiciero al paso, sostenía debajo de su voluminoso cuerpo a un niño de 12 años, esposado por él mismo. El Batman resultó ser un policía vestido de civil.
Mientras el niño gritaba y lloraba, el gordo arengaba a la masa enardecida emulando a un Coliseo callejero, que pedía poco menos que el encierro definitivo. El niño, aparentemente, había intentado robarle la cartera a una señora rubia, y ésta, fuera de sí, invocaba a los gritos por sus derechos humanos, con el lógico acompañamiento de una multitud en la que muchos decían haber sido también víctimas, todos ellos, de pequeños delincuentes. La gente se acercaba indignada y le gritaba al niño, y más tarde a mí porque, al decir dónde trabajaba, mencioné palabras tales como derechos, niños y adolescentes. La horda me miró y, por un instante, imaginé que yo también terminaría debajo del agente del orden.
El Batman, entonces, convocó democráticamente a una votación: “¿Quieren que lo suelte?”. “¡No!, gritó al unísono la multitud.
Un vecino de Barrio Norte vociferó indignado: “¡Este chico no tiene que estar acá!” Creyendo haber encontrado un aliado, le pregunté dónde debería estar. “En un reformatorio”, respondió.
El debate se había desatado. Estaban los que pedían la baja de la edad de imputabilidad, la pena de muerte, el encierro de por vida y, por otro lado, una tibia y pequeña minoría compuesta por dos estudiantes de ciencias sociales, una señora y yo que defendíamos a la niñez desposeída.
Una señora con pinta de abuela que busca todas las tardes a sus nietitos en la puerta del jardín de infantes privado se acercó al niño que permanecía debajo del Batman y le dijo: “Querido, ¡vos tenés que estudiar! Estudiá computación”. El niño, empapado en sudor, con su cara debajo del culo gordo y justiciero, le decía llorando: “¡Pero si yo no hice nada!”.
Mientras la horda enardecida definía el futuro que la Justicia debería darle al niño, llegaron prestos dos patrulleros con ocho policías enfundados en sus chalecos antibalas. El gordo decidió que, ahora sí, ya había llegado “el apoyo” suficiente para abandonar el cuerpecito dolorido del pequeño que sólo se quejaba de las consecuencias que la Doble Nelson le había provocado en su cuerpo.
Mientras continuaba el desmesurado operativo, se seguían agolpando transeúntes que se unían en apoyo a la señora “casi damnificada”, mientras que un niño de doce años seguía esposado y nueve policías posaban orgullosos alentados por la multitud que les agradecía por haber cumplido con su deber.
No fue fácil convencer a los nueve policías de que le quitaran las esposas al niño que juraba y perjuraba que no se iba a escapar. Finalmente, la amenaza de radicar una denuncia por abuso de autoridad sirvió para que accedieran a liberar las manos del chico.
El niño, ya sin las esposas, permanecía llorando sin conmover ni a sus captores ni a su casi víctima. El Batman, con una renguera de perro, provocada según él por el terrible delincuente, se quejaba: “¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! ¡Qué país!”. Otro policía, al mejor estilo de la serie Unidad de Víctimas Especiales, le leía “los derechos” al pequeño. En vano fue decirle que eso no tenía validez sin un abogado que lo representara, y que, a propósito, ya estaba en camino. Una vez más, oídos sordos: le leyeron sus derechos y lo llevaron detenido a la comisaría. Ya en el patrullero, asustado e indefenso, parecía más pequeño.
En el otro batimóvil subió la señora rubia “casi damnificada” para ir a declarar lo sucedido. Llevaba en la mano un gas pimienta que los policías le pidieron para incorporarlo como prueba.
Fuimos a la comisaría, con los dos estudiantes de ciencias sociales, a esperar al abogado del Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes. Le fue permitido al funcionario ver al niño, quien se asomó por la puerta levantando su mano y saludando a la abrumadora minoría que lo había acompañado.
Sentadas en la recepción había dos mujeres, esperando por sus hijos adolescentes, que se encontraban detenidos allí mismo. Llevaban ya más de diez horas de vigilia, sin recibir explicaciones y sin poder ver a sus hijos. También ellas tenían por delante un noche verdaderamente larga.
* Directora de Prensa y Comunicación del Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes.
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