SOCIEDAD › NOBEL PARA UN ESTUDIO SOBRE LA DEGRADACIóN CELULAR QUE ABRE UNA NUEVA VíA CONTRA EL CáNCER
Tres científicos recibieron el Nobel de Medicina por sus investigaciones sobre la división de las células y su ciclo de vida. También descubrieron que una enzima que las protege del envejecimiento está relacionada con células cancerosas.
› Por Pedro Lipcovich
En cada célula del organismo hay un reloj que lleva escrita la hora de nuestra muerte, y es mejor que sea así. Esta fórmula puede resumir las investigaciones por las cuales, ayer, Elizabeth Blackburn, Carol Greider y Jack Szostak recibieron el Premio Nobel de Medicina. Los tres, en Estados Unidos, estudiaron la función de unas formaciones llamadas “telómeros”, que están en las puntas de los cromosomas y hacen posible la división celular: sucede que, cada vez que una célula se divide, el telómero se acorta; llegado cierto número de divisiones, el telómero se ha vuelto demasiado chico, la célula ya no puede dividirse y muere; el resultado es que el organismo, en su conjunto, envejece y ha de morir. Es mejor que sea así porque la forma de evitarlo, paradójicamente, resultaría mortal: hay una enzima llamada “telomerasa” –también descubierta por estos científicos– que impide el acortamiento del telómero, lo cual permite que las células se dividan indefinidamente, sin morir; pero esta enzima se encuentra en las células cancerosas y es lo que las faculta para proliferar sin límites. Precisamente, la mayor apuesta clínica vinculada con estos descubrimientos es encontrar una droga que combata los tumores anulando los efectos de la telomerasa, es decir, haciéndolos mortales otra vez.
En los extremos de los cromosomas –esos cordones, compuestos por ADN, en los que está contenida la información genética–, se hallan los telómeros, que han sido comparados con las protecciones que los cordones de las zapatillas tienen en las puntas para que no se deshilachen. Los telómeros habían sido visualizados en la década de 1930 pero, dado que todavía no se conocía el ADN, mal podía establecerse su función. En 1980, Elizabeth Blackburn, estudiando los cromosomas de un organismo unicelular, determinó que a los telómeros correspondía una determinada secuencia de ADN. En 1982, en conjunto con Jack Szostak, lograron precisar la función de estas formaciones.
Para que una célula se reproduzca, primero tienen que hacerlo sus cromosomas: los telómeros hacen posible que, al dividirse, la transcripción del ADN se efectúe sin errores; en este sentido, contribuyen a que no se produzcan enfermedades hereditarias. El telómero cede un poquito de su propio ADN para que el cromosoma pueda reproducirse, pero esto implica que, con cada división, el telómero queda un poco más corto; al sucederse las divisiones celulares, llega el momento en que el telómero ha quedado demasiado corto, la célula ya no puede reproducirse más y, cuando esto sucede, envejece y muere.
Daniel Gómez –titular del Laboratorio de Oncología Molecular de la Universidad Nacional de Quilmes– lo grafica así: “Supongamos que se toma una célula de la mucosa bucal de un recién nacido y se la cultiva: se reproducirá unas 70 veces. Si se hace lo mismo con la de una persona de 30 o 40 años, la célula se reproducirá unas 35 o 40 veces y no más. Si la persona tiene 75 años, la célula en cultivo se dividirá sólo unas diez veces. Quiere decir que en la célula hay un reloj biológico que le indica cuántas veces duplicarse. Ese reloj corresponde al telómero; cuando termina su programa biológico de reproducción, entra en otro programa biológico, de senescencia o envejecimiento, y después en un programa de ‘apoptosis’, de muerte celular programada”.
Los descubrimientos no terminaron ahí. El día de Navidad de 1984, Blackburn trabajaba en su laboratorio junto con una joven de 23 años, Carol Greider, que efectuaba con ella su tesis de doctorado: esa tarde, ambas lograron discernir una enzima –que después fue llamada “telomerasa”– capaz de restituirle al telómero el pedacito que pierde en cada duplicación. Esto implica lograr que la célula se reproduzca indefinidamente, es decir, que no entre nunca en envejecimiento y muerte. Pero apostar a la telomerasa en busca de algún elixir de la vida eterna podría ser –por lo que se sabe hasta ahora– algo así como un pacto con el diablo.
Daniel Alonso –codirector del mismo laboratorio de la Universidad de Quilmes– advirtió que “la telomerasa está presente en el 85 por ciento de las formas de cáncer: es lo que permite que el tumor avance indefinidamente, que sus células no mueran nunca” (ver recuadro). Pero, entonces, ¿no tiene ninguna función positiva esa enzima? Sí, pero no tanto para el individuo como para la especie: “La telomerasa se expresa mucho en las células que, en los testículos y los ovarios, han de constituirse en óvulos y en espermatozoides: es lo que, tras la fecundación, permitirá tantas divisiones como sean necesarias en la vida embrionaria”, agregó Alonso.
La laureada Elizabeth Blackburn, de 60 años, nació en Tasmania, Australia; actualmente es profesora en la Universidad de California en San Francisco, y ciudadana de Estados Unidos. Tiene un hijo de 22 años, y su esposo también es científico. En investigaciones más recientes, Blackburn examinó la hipótesis de que, en las mujeres sujetas a estrés crónico, los telómeros se acorten más rápido que en las demás, “lo cual podría explicar por qué el estrés crónico es dañino para la salud”, comentó ayer.
Jack W. Szostak, de 56 años, nació en Gran Bretaña y se educó en Canadá. Actualmente enseña en la Universidad de Harvard y tiene ciudadanía estadounidense. “Sólo queríamos aclarar algunas cuestiones –comentó ayer–: ninguno de nosotros sospechaba que nuestras respuestas iban a resultar revolucionarias.” Tiene dos hijos, de 12 y 9 años.
Carol W. Greider, de 48 años, nació en Estados Unidos y actualmente investiga en la Universidad Johns Hopkins. “Nuestro premio muestra la importancia de los descubrimientos motivados por pura curiosidad”, comentó ayer. Tiene dos hijos, de 13 y 9.
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