SOCIEDAD
Las mujeres que veranean sin sus maridos por culpa de la crisis
En algunos casos viajaron juntos y éllos se tuvieron que volver. En otros, ella se fue sola. En la costa, muchas mujeres quedaron solas, pues el marido debe ocuparse del trabajo en plena crisis.
› Por Alejandra Dandan
Eran las dos de la mañana cuando la camioneta se alejaba de la terminal de ómnibus. Silvina González Lanuza volvía al centro de Pinamar con sus tres hijos. Habían ido a despedirse del padre que otra vez partía a Buenos Aires por asuntos de trabajo. En el camino se metieron por unas calles de arena. Al cabo de unas cuadras la camioneta se fue trabando hasta que de pronto se frenó y quedó atascada. Silvina no pensó en la arena, ni en las ruedas y ni siquiera en el entierro que a esa altura le parecía más simbólico que real: “No sabía qué hacer... Estaban los chicos medio dormidos, intentamos hacer algo hasta que por suerte paró un auto”. Ahora está lejos de la terminal, y más repuesta. Llegó a la playa temprano y sin querer se ha convertido en una especie de imagen repetida. En la playa son cientos las mujeres como ella, las madres que este año pasan sus primeras vacaciones solas. Están separadas como muchas, pero nunca tomaron la decisión de hacerlo: sus maridos debieron quedarse ocupados del corralito, de ese trabajo que no se puede postergar. Están así como una de las tantas consecuencias de este estado de crisis que durante el último mes parece estar dispuesto a no perdonar ninguno de los ámbitos de la vida privada, ni siquiera el de las vacaciones en el mar.
Esas mujeres son, tal vez, una de las imágenes más poderosas en esta ruta que bordea el mar desde las horas más tempranas. Es probable que nunca se hayan cruzado ni lo hagan en los próximos días. Sin embargo hay algo desde el plano puramente formal, aunque más no sea en la imagen, que las muestra encadenadas: un mundo lleno de chicos, de juegos, pero sobre todo de mujeres y más mujeres. Junto a las madres o quienes cumplen ese rol están las abuelas o un grupo de amigas con más hijos, formando una especie de coalición que funciona como recurso ante la ausencia del padre.
Frente al tendido de casas que da sobre el mar, en una de las zonas de Pinamar donde se levantan las residencias ahora vacías de ricos y famosos, acaba de estacionar el pequeño jeep de los padres de Maite Felgueras. Su hija tiene unos ocho meses y este año le tocaban los primeros juegos en la arena.
–Qué extraño, ¿no? –dice ella–. Lo que me pasa es que como mamá no lo extraño tanto, tal vez más como mujer.
Maite sabía que este año las cosas iban a hacer así. Lo charló con su marido en diciembre cuando empezaron a sentir los cimbronazos de la crisis. Decidieron que ella marchara a Pinamar y se alojara en la casa alquilada por sus padres. Así las dos estarían menos tiempo solas y habría también alguien a quien acudir si las cosas se complicaban.
El contacto con la casa familiar de Vicente López se hace casi a diario. Estos días, a lo mejor, el próximo fin de semana, él pasará unos días por aquí. Ese es uno de los trucos que han tramado para pasar menos tiempo separados. Desde hace varios meses están juntos buena parte del año. Maite dejó su trabajo y ahora divide el tiempo libre entre su casa, la nena y la empresa de construcciones de su pareja donde es una especie de socia, partenaire y compañera. El no puede moverse de Buenos Aires, excepto algún fin de semana: con el negocio de la construcción casi paralizado en medio del caos económico necesitaba timonear la empresa desde cerca.
Contra ese estado asumido casi por obligación no hay nada, excepto sus teléfonos. No solo buscan conectarse sino hacerse un poco cómplices de los hombres que han dejado en medio de la selva porteña. Silvina, aquella mujer que se enterró en la arena cuando regresaba de la terminal, se la pasa hablando a Buenos Aires como para seguir las cosas de cerca.
–Se lo digo todo el tiempo: “Avisame porque armo las valijas y nos vamos”.
A veces no logra ni siquiera explicarse qué está haciendo en este lugar, ni encuentra motivos para seguir de vacaciones ahora que siente que el cielo, el techo y cada uno de los proyectos están a punto de derrumbarse. Al lado de ella hay un montón de chicos. Además de los suyos, hay unos amigos que le siguen pidiendo comida, algunos cuidados, paseos o partidos de paleta en la playa. “Es que mis hijos no tienen por qué tener a una mamá llorando”, dice un rato después cuando se quede un poco más sola. Pero ni siquiera así llora: se las ingenia para salir bien temprano a caminar por la playa como lo hacía con su marido cuando andaba con más tiempo por acá. El los trajo y se fue unos días después de Año Nuevo. No tenía previsto irse, o al menos no lo habían programado cuando pensaron en las vacaciones. Esos momentos en la playa son los que más extraña. Después no hay tantos más. Tal vez porque, como buena parte de estas mujeres se las ha arreglado para ponerse a trabajar con sus hijos que, sin las actividades habituales, las reclaman con horario completo.
Patricia Cervini está sentada cerca de la Frontera, la franja donde terminan los balnearios y las camionetas avanzan como en un parking. Llegó en una cuatro por cuatro, equipada con una banda de hijos, una amiga, un perro y otro recostado con ella.
Entre la tropa de acompañantes tampoco está su marido. Patricia lo abandonó en Buenos Aires pero él fue el encargado de llevar adelante la primera parte de las vacaciones familiares. Ella estudia teatro y como las clases se atrasaron, llegó más tarde. Cuando llegó a Pinamar se dieron el cambio: él se fue a trabajar y ella se quedó a cargo de los chicos en la gran casa.
En estos días, la madre artista fue haciendo algunos juegos de roles. Fue mamá en algunos casos y apeló a algunas de las características de su marido en otros campos. Eso estaba aprendiendo cuando entró al parador de Mama Concert`s, uno de esos bares construidos con formato adolescente en este lado más canchero de la playa. Ahí encontró a Santiago, su hijo más grande, que la buscaba desesperado después de un trago. Santiago no extrañaba a su mamá ni tampoco a su padre ausente en este verano, sólo quería la tarjeta de crédito, uno de los bienes más buscados por los hijos que trabajan de hijos en familias con límites al efectivo.
Por lo demás, la falta del padre se resuelve. La mujer tiene a sus hijos y a todos los invitados bien entrenados. Todo el mundo controla las cuentas del supermercado y hasta aceptaron achicar el presupuesto y no quejarse. Patricia prohibió los extras y sólo acepta una tanda reducida de amigos que se dividen el trabajo con una empleada.
–¿Sabés que pasa? –dice–. Que si esto no lo resolvés así, la cosa no funciona.